No
sé si el meteorito que hace miles de siglos cayó en el Yucatán además de
exterminar a los dinosaurios dejó el aire de esta zona cargado de partículas
cósmicas y pensamientos espaciales, pero no me extrañaría.
Está
esta península tan repleta de sugerencias al cosmos y su energía como de selvas
y manglares. Y como los cocodrilos en los manglares la llamada del espacio te
espera calmada y con disimulo, pero dispuesta a saltarte al cuello al menor
descuido.
Muchos
años después recordaría el momento cuando Juan Herrero le enseñó Saturno y su
anillo.
Fue en Mérida, pero todo empezó en unas ruinas mayas. Las impresionantes ruinas de Chichen Itza son uno de los epicentros de esta energía. Nadie lo diría ante el calor y la avalancha de turistas: vienen por decenas de miles en hordas amansadas; a la mayoría los traen desde la triste Cancún; forman una masa compacta que ocupa todo el espacio, llena hasta el aire y esconde a las propias ruinas. Y pese a esa masificación inaudita, como en tantos otros lugares mayas al final la espiritualidad se abre un hueco… aunque no sea necesariamente delante de la impresionante pirámide y sus serpientes. Creían los mayas en la existencia de un mundo y un inframundo. Conectados por puertas que son una especie de entradas a la otra dimensión. Las estrellas, en especial Venus, son esenciales para situar esas puertas y para toda la cultura maya. En especial porque ayudaban a prever las estaciones y eso, para qué engañarse, ayuda bastante en el cultivo del maíz, sobre todo en estos terrenos donde siempre es verano caribeño.
Sentados
frente al observatorio astronómico de Chichen Itz
á nos entró una ola de
melancolía. El edificio parecía copiado de los observatorios modernos. De hecho
no desentonaría colocarle un gran telescopio que surgiera de la cúpula del
techo. Desde el césped resultaba tan fácil imaginarse a los sacerdotes
calculando distancias, midiendo movimientos y, a menudo, relajándose ante la
impresión del cielo estrellado. Según su religión hay que estar siempre
dispuesto a morir, no hay que tener miedo de regalar la vida a un
o mismo o a
los dioses, y en esa ligereza vital es fácil que la cabeza se te escape a las
ruinas. Quizás mañana te pidan que te ofrezcas en sacrificio, cómo no ensoñarse
imaginando a qué estrella irás, por qué caminos te escaparás a encontrarte con
dioses en forma de jaguar emplumado, o de serpiente mágica.
Sentados en la
hierba hacemos lo mismo y quizás sea un golpe de calor, pero empiezo a ver
estrellitas en el cielo e imagino que me muevo entre ellas.
Con
ese espíritu ya subido, el mezcal hace maravillas. La idea de destilar un
cactus como el maguey augura de por sí un subidón serio. No parece idea de los
mayas, pero en todo caso le damos y surgen sueños místicos. Las siestas del
Yucatán, entre manantiales y zarigüeyas son siempre así.
Fue en Mérida, pero todo empezó en unas ruinas mayas. Las impresionantes ruinas de Chichen Itza son uno de los epicentros de esta energía. Nadie lo diría ante el calor y la avalancha de turistas: vienen por decenas de miles en hordas amansadas; a la mayoría los traen desde la triste Cancún; forman una masa compacta que ocupa todo el espacio, llena hasta el aire y esconde a las propias ruinas. Y pese a esa masificación inaudita, como en tantos otros lugares mayas al final la espiritualidad se abre un hueco… aunque no sea necesariamente delante de la impresionante pirámide y sus serpientes. Creían los mayas en la existencia de un mundo y un inframundo. Conectados por puertas que son una especie de entradas a la otra dimensión. Las estrellas, en especial Venus, son esenciales para situar esas puertas y para toda la cultura maya. En especial porque ayudaban a prever las estaciones y eso, para qué engañarse, ayuda bastante en el cultivo del maíz, sobre todo en estos terrenos donde siempre es verano caribeño.
El
resultado es que al atardecer paseamos por las calles de Mérida. Es la hora en
las que la ciudad se despierta y se vuelve no bulliciosa pero sí al menos
animada. Las esquinas de la plaza de armas se van llenando de trovadores y en algunas esquinas florecen tenderetes. En medio de una de ellas está Jorge Herrero. Con su telescopio.
Jorge Herrero es maestro en una escuela de la ciudad. Pero por encima de eso hace años ya que es un fanático de la astronomía. Consiguió su telescopio de segunda mano, en los saldos de un planetario norteamericano. En las tardes festivas se pone su guayavera yse acerca a alguna esquina del centro. Ahí lo instala con parsimonia, cargando primero el trípode y luego el aparato pesado, que acuna como a un bebé. Instala también una silla en la que sentarse para mirar a través del visor. Lo enfoca a ojo, mirando brevemente al cielo para recordar por donde andará a estas horas Saturno... y el milagro se realiza. Al rato una cola de niños y padres espera con sus diez pesos en la mano dispuestos a ver la maravilla. También nosotros. Y cuando nos llega el turno vemos la maravilla.
El ojo tarda un instante en enfocar pero muy pronto distingue una bolita brillante rodeada por un gran anillo ovalado. Saturno. En vivo y en directo. Es emocionante como el descubrimiento de un niño y el momento se alarga como esos que uno recordará para siempre. Muchos años despues el recuerdo revivirá aún el calor tropical de mérida, el ambiente festivo por las calles, la guayavera de Jorge Herrero y, sobre todo, la magia de ese tubo que amplia el planeta mágico y su anillo.
Como dije, el meteorito dejó en estas tierras aires cósmicos que nos llenan cuando la pisamos.

El ojo tarda un instante en enfocar pero muy pronto distingue una bolita brillante rodeada por un gran anillo ovalado. Saturno. En vivo y en directo. Es emocionante como el descubrimiento de un niño y el momento se alarga como esos que uno recordará para siempre. Muchos años despues el recuerdo revivirá aún el calor tropical de mérida, el ambiente festivo por las calles, la guayavera de Jorge Herrero y, sobre todo, la magia de ese tubo que amplia el planeta mágico y su anillo.
Como dije, el meteorito dejó en estas tierras aires cósmicos que nos llenan cuando la pisamos.
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