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19 marzo 2024

Triste Trieste

Nunca se olvida la primera impresión que uno recibe al llegar a una nueva ciudad. Incluso aunque con el tiempo se llegue a conocerla a fondo, aquel impacto inicial está siempre presente.

La primera vez que pasé por Trieste la guerra empezaba a diez kilómetros de la ciudad y yo iba hacia ella. Llegué en tren y tenía que coger un autobús que, si los bombardeos sobre el puente de Maslenica lo permitían, me acercara a mi campo de refugiados en Dalmacia. Era navidad. Lo recuerdo porque iba con mi amiga Cristina, italiana, y nos escondimos dentro del árbol de navidad que iluminada una rotonda junto al puerto para besarnos y hacer cosas de esas que no se pueden hacer en público. En aquella visita inicial la ciudad, casi vacía, se me apareció ya como la frontera de la civilización. Era el último lugar seguro y cercano antes de entrar en la incertidumbre de un país en armas y descomposición.  Con el tiempo aprendí que durante siglos, en efecto, Trieste fue frontera de todo. Aquí acababa la República de Venezia y casi empezaba el turco. Fue el acceso al mar del imperio austro-húngaro y la puerta del telón de acero ante el mundo comunista.

Después volví varias veces durante años; siempre a la ida o la vuelta de alguno de los países que formaban Yugoslavia y siempre para aventuras similares. Fui leyendo a Claudio Magris y a su mujer y empecé a cogerle el gusto a esta tierra que está en la esquina de todo, terriblemente provinciana y a la vez internacional. Trieste, en su diversidad de no lugar, tiene un ambiente cultural sorprendente y rico, y una pesada tradición pequeñoburguesa. 

En los caminos boscosos y abigarradamente románticos que rodean el castillo del Duino es imposible no evocar las elegías del joven Rilke, escritas cuando era aquí mismo huésped de María Bonaparte, la que fuera protectora de Freud y primera mujer psicoanalista de Francia. Los versos son desgarradores y anuncian catástrofes humanas que no parecen ajenas a esta tierra de acantilados. La ciudad, sin embargo, se libra del dramatismo de esas afueras y disfruta de un ambiente bonachón donde literatos y espías se mezclaban sin perder la armonía.

Joyce, el irlandés triestino, vivía en una casa en las escalinatas que hay cerca del castillo. Al parecer, al entrar o salir de su casa a veces se iba a tomar unas copas a la taberna que había donde hoy está la osteria de Libero, a pocos metros. El tal Libero, un yugoeslavo escapado del servicio en su país muchas décadas después de que el escritor irlandés hubiera vuelto a su patria, no se sin embargo cortaba en presentarse como "el anfitrión de Joyce". Con ese reclamo consiguió hacerse un sitio en la ciudad y convertir en cliente a Claudio Magris, que es un poco el albacea de James Joyce por aquí. Así, ese sitio de comida casera se hizo con un nombre entre los referentes culturales de todo el país. Más allá de la curiosidad acerca de como se construyen los lugares míticos de cualquier ciudad, impresiona tomarse unos gnocchis con gulash entre las paredes grasientas donde Italo Svevo y los demás de su parranda le regalaban al genio de Dublín los personajes y las tramas para sus dublineses. Como si en la madera sucia y repintada de esas paredes se hubieran quedado pegados los restos de algunas de esas conversaciones alcohólicas.

Trieste son sus trattorias y sus cafés. En el café Stella Polare para todo el mundo, aunque sea un momento. Está situado en un sitio estratégico para el triestino. Justo donde acaba el canal. A los pies de la escalinata de la iglesia de San Antonio Nuevo donde se sientan a besarse los jóvenes adolescentes. A la espalda de la catedral ortodoxa de San Sipiridione donde se juntan los serbios de la ciudad. Justo enfrente de la calle que lleva a la plaza de Oberdan, de donde sale el tranvía a Opcina. Rodeado de las calles peatonales donde se desarrolla la ciudad. Los sábados por la mañana su terraza es el lugar favorito para sentarse en medio de las compras. Al atardecer entran dentro profesores y estudiantes, todo el que tenga una cita en el centro. Desde sus mesas se veía subir el tranvía del Kars. Gran parte de la personalidad de Trieste está vinculada a ese tranvía cremallera de vagón único que sube hasta Opcina, la ciudad arriba de la montaña, justo en la frontera, con una estación de tren por donde el Orient-Express entraba en Yugoslavia. Trieste siempre ha considerado Opcina más como un barrio que como otra ciudad, a pesar de que está a varios kilómetros de distancia. Y eso era por el tranvía que viajaba constantemente de un sitio a otro. Gracias a eso algunos Triestinos vivían en el campo, en esa árida llanura montañosa y caliza que llaman Carso, pero trabajaban o iban a clase en la ciudad. Hace un par de años los dos vagones del tranvía (siempre hay uno arriba y otro abajo) chocaron frontalmente justo en el punto en que debían cruzarse. Fue debido a un despiste o una borrachera del guardagujas. Pero las autoridades cerraron el servicio hasta que se hicieran algunos arreglos y aún no lo han reabierto. Así que la gente de la ciudad ha dejado de ir al obelisco, la aguja austríaca que señalaba el fin de la carretera imperial a Viena o el inicio de la costa, según de dónde llegara uno.

Sin embargo, si hay un café en la ciudad es el Antico Caffé San Marco. Un establecimiento de aires vieneses, reconstruido a principios del siglo veinte después de que los alemanes lo destruyeran por ser lugar de reunión de los unionistas italianos. El sitio mantiene todo su encanto y su decoración, además de ser uno de los únicos lugares tranquilos de Trieste para trabajar con el portátil. Por eso aún lo frecuentan señoras elegantes y estudiantes universitarios. Según Claudio Magris esté café es la imagen de Europa. Pero él exagera porque siempre ha sido un asiduo y porque aquí ha escrito algunas de sus novelas. El lugar parece, eso sí, un trocito de Austria escondido en esta ciudad italiana a frente al mar. Hasta hace poco los pocos burgueses resto de la minoría austríaca venían cada día aquí a leer en alemán Der Zeit. Pared con pared está la masiva sinagoga triestina, así que siempre han tenido también menús kosher. Hace unos años abrieron dentro una librería, que ocupa solo un trozo y que vende libros de todo tipo, con predilección por los clásicos de Trieste: Rilke, Joyce, Stendhal y por supuesto Italo Svevo, Magris, Jan Morris y Paolo Rumiz. También hay presentaciones y en ocasiones -yo sólo vi una, pero no parecía la primera- entran al vetusto establecimiento jóvenes alternativos de estética okupa aunque sólo sea para reventar la de algún pseudo-escritor muy conservador.

Todos esos escritores que se venden en las estantería han pasado también por sus mesas. Jan Morris es de los más interesantes; nació hombre y fue soldado del imperio británico. Viajó como comando de las fuerzas especiales por África y Asia y fue guerrillero en la segunda guerra mundial. Un señor aficionado a la historia militar y los viajes que siempre se sintió mujer pero no lo hizo público hasta que un día, con sus hijos ya mayores, apareció con nombre nuevo, pelado y ropa de mujer en una presentación de libros. Siguió escribiendo con el nuevo nombre, pero salvo eso no cambió nada. Ni siquiera de mujer que siempre fue  la que mejor conocía su secreto, cosa muy conveniente. Siguieron juntas ya como dos apacibles viejecitas retiradas en la campiña inglesa, recuerdo las fotos de ella en alguna entrevista y parecía una señora típica inglesa con un pañuelo en la cabeza, aunque de joven se hubiera tirado de paracaídas sobre las líneas enemigas con un cuchillo en los dientes. Supongo que esos son los secretos que unen a una pareja. En Trieste se siente cierta predilección por Jan, porque le dedicó uno de los libros de viajes más bonitos que existen.

Es Trieste un lugar imaginario, más dinámico en los viajes soñados que en su realidad provinciana. Más majestuoso en la historia que en la cotidianidad. La ciudad está marcada por su geografía. Unas pequeñas colinas sobre el golfo que ocupa la esquina misma de esa bota que es la península italiana. Rodeada en el pasado de salinas que, junto al comercio marítimo, fueron su fuente de riqueza. En época romana se instaló un templo sobre la más prominente de esas colinas, como debe ser. Luego se convirtió en basílica bizantina y a su lado se construyó un imponente castillo veneciano que pervive. Ahí acaba la majestuosidad de la ciudad que prosperó de verdad un pàr de siglos después, cuando construyó el canal mayor como ría donde descargar barcos y en donde refugiarlos de las tormentas. Eso fue el desarrollo de la Trieste burguesa y plana junto al mar. Un lugar casi balneario. tanto que en sus afueras el malogrado Maximiliano de México edificó una pequeña joya decimonónica. Un palacio presuntuoso y lleno de jardines que no llegó a disfrutar. Seguramente, el día que lo fusilaron en los cerros de Querétaro ante el pelotón, el emperador se acordó con melancolía del día que con una chalupa salió desde el coqueto embarcadero de su palacio triestino de Bellevedere camino de esa aventura. Una locura  con las dosis de extravagancia y exotismo que son tan caras a los triestinos.

De los cafés, los italianos prefieren seguramente el de los espejos. Es un lugar elegante y sofisticado con una terraza de postín en un lateral de la plaza de la unidad, que es como si estuviera en la de San Marcos de Venecia. La plaza, desde donde Mussolini proclamó las leyes raciales, es amplia, de mármol, imponente y acaba en el mar. Los camareros llevan chaqueta blanca, las mesitas tienen mantel de tela y los spritz se beben con la indolencia de la dolce vita. Aquí se viene a ver y ser visto y el tiempo parece parado en esa Italia glamurosa de los cincuenta convertida ahora en icono.

En su permanente decadencia centroeuropea, Trieste es una ciudad tranquila. Lo bastante pequeña como para que haya pervivido la leyenda del pingüino Marco, al que trajo de mascota una expedición del ártico y que vivió años en el acuario, paseando por sus alrededores para delite de los niños. Lo bastante abarcable como para que cada café tenga su estilo y cada restaurante su historia. De muchos de ellos apenas se atisba. En el Sándwich Club del puerto no ofrecen bocadillos, sino delicias caseras y vino baratísimo para que pandillas de cargadores entrados en años pasen aquí el día en una especie de macarra club del jubilado. En Da Mara la señora Mara, su hija y su nieto atienden un puñado de mesas contando, desde hace décadas, los cotilleos de la ciudad y la gente viene a compartirlos como si fuera el mentidero local. Y sobre todos ellos está el fabuloso y mágico buffet Da Pepi.

Una vez que pasé por Trieste camino de un asentamiento de refugiados sirios en la frontera bosnia nos tocó pasar por Trieste en plena navidad. Todo estaba cerrado o lleno y por casualidad entramos en Pepi y desde entonces para mí ese lugar es la ciudad entera. Cuando estoy allí iría cada día y casi lo hago. Es un antro antiguo y diminuto de comida, forrado de madera amarillenta que parece sacado de cualquier pueblo de la provincia austriaca o húngara. Solo sirven carne hervida o pasada por el horno. Deliciosa carne de cerdo hervida. Hay panceta, lomo, lengua, jamón, salchichas,… todo cortado en lonchas y guardado en bandejas humeantes de vapor. Nada más. Y de guarnición mostaza y chucrut… y ralladura de rábano picante. Constantemente salen bandejas de esa mezcla olorosa. El sitio es estrecho y aunque ya no lo llevan los descendientes del famoso Pepi Klainsic, que en el siglo diecinueve decidió establecerse en la ciudad, ni de su sucesor Pepi Tomasic, muerto en un bonbardeo nazi sobre el local, el ambiente no ha cambiado. Entra una señora envuelta en pieles a la que todos saludan y al verla sentada parece que uno está en una escena de la Grande belleza, con toda la decadencia antigua de la ciudad a cuestas.

Hasta 1954 Trieste no se incorporó a Italia, después de unos años de control internacional tras la guerra mundial en los que aún no se tenía claro a qué país había de anexionarse. Todavía hoy hay quien duda de que pasara. Hace unos años, haciendo una encuesta, descubrieron que más del sesenta por ciento de los italianos no sabían que Trieste perteneciera a Italia. Cuando en 2004 la corona de Miss Trieste recayó sobre una muchacha de la minoría eslovena, natural de las afueras de la ciudad, hubo quien acudió raudo al reglamento para negarle el derecho a representar al territorio en el certamen de Miss Italia. Quizás sea cierto lo que dice Paolo Rumiz de que Italia acaba en Mestre y a partir de ahí las vías del tren entran en los Balcanes… no deja de ser una boutade, viendo el amor de los triestinos por el café ceremonioso, su afición al prosecco que se elabora en las alturas de la ciudad y su misma forma de vestir. En verdad no sé qué es Italia, ni qué es Centroeuropa y a duras penas entiendo qué son los Balcanes. Trieste es, sin duda, la esquina donde todo eso se une. 





28 agosto 2023

DE NUEVO EN TBILISI

Han pasado ya dos décadas desde mi primera estancia en Tbilisi. Entonces fueron solo un par de semanas durante un verano que pasé sobre todo trabajando en Marneuli, al sur del país. La sociedad ha cambiado. En aquellos tiempos aun secuestraban a los extranjeros, habías controles de milicias en las carreteras y mis anfitriones llevaban todos pistola escondida bajo la camisa. En las comidas nadie bebía sin permiso del Tamadán. La ciudad es otra también y en ella los cambios, progresivos, son más evidentes. Tbilisi nunca hace ya un siglo que no tiene ningún exotismo. Siempre ha sido orgullosamente ciudadana y el caúcaso llega a la ciudad filtrado por los ojos de la cultura local, que a menudo se recrea en el pasado y las tradiciones agrarias y regionales más con ojos de observador que de protagonista. Sin embargo fue una ciudad profundamente soviética y eso ya ha sido casi completamente borrado del paisaje urbano.
No quedan ni kioscos, ni Ladas, ni refrescos caseros callejeros,… Todo ello, ya sustituido por unos estándares mucho más cercanos a los países europeos y más aburridos. La ciudad solo se mezcla en los extremos con su país. Los mercados de Samgori o las estaciones de Didube están llenos de gente del campo y en ellos la vida parece aún partida en el caos de hace unas décadas. Año tras año, esta ciudad cambia más rápido que la mayoría de lugares que uno conoce. Afortunadamente se ha resistido a las brutales construcciones horribles y enormes que le han robado todo el encanto a tantos otros países excomunistas y el orgullo georgiano se ha enfocado en reformar lo antiguo, a la europea. Pero la europeización y el turismo hacen su papel.
La ciudad antigua, Kala, que hace mucho que era una maraña sucia de casas destartaladas y callejones estrechos y rotos se ha vuelto un lugar reconstruido lleno de nuevas atracciones. Está a medio camino entre el parque temático (un decorado vacío) y la ciudad de vacaciones chic. Rustavi sigue siendo la gran avenida de la ciudad y es donde están las tiendas caras pero cada vez se pasea menos por ahí (aunque en su extremo, en Vera, convertido en barrio vibrante y hipster) y parece que Marianjanshvili le está robando cierto protagonismo. Allí, la avenida de Davit Aghmashenebeli -totalmente renovada- y la presencia de jóvenes alternativos y hombres de negocios a la europea le hace a uno pensar que está paseando por cualquier ciudad centroeuropea. En las callejuelas traseras, como siempre, sobrevive aun la esencia del país, en un diálogo extraño. La ciudad aún tiene encanto, sus habitantes no han huido (salvo de la ciudad antigua que ya es solo una cáscara vacía para goce de los visitantes de fuera) pero una cierta gentrificación avanza, despacio aún. Los arquitectos que han recuperado la Fabrik lo saben y son conscientes de contribuir, pero es imposible frenar el avance de los tiempos. La gente no ha cambiado, sobre todo en un lugar tan urbano y tan diferente del campo georgiano.
Las tiflisianas siguen siendo mujeres muy guapas. Los hombres, recios. Unos y otras tienen un orgullo y una seguridad que los hace caminar por la vida con la cabeza alta. La gente georgiana puede volverse fácilmente sofisticada si se da la ocasión. Es un pueblo sociable pero ambicioso, capaz de estar siempre a salvo. Hay una sensualidad en la gente más abierta de Tbilisi que no se da en otros lugares del Cáucaso. La conciencia nacional parece anclada en los primeros años del siglo veinte, como la arquitectura popular. En la Capital, especialmente, se recuerdan con nostalgia los años del cambio de siglo cuando aún quedaba un eco de las últimas caravanas y en las tabernas donde se despachaba más vino que en ningún otro lugar del mundo, se debatía entre otomanos y rusos; entre burgueses y bolcheviques. En ese momento, entre imperios, nació el sentimiento nacional con ingredientes de unos y otros. El tiempo de Ali y Nino. Y de ahí no se han movido. 
Georgia, como tantos lugares, fijó una imagen de la cultura propia y se ha quedado parada en ella. Pirosmani fue un pobre alcohólico que, en su paranoia, desconfiaba de todos, pintaba a cambio de vino o habitación y andaba con aires de mendigo por las tabernas más canallas de su época. Los baños, por su parte, son casi más antiguos que la ciudad, que se construyó aquí precisamente por las fuentes medicinales de aguas sulfurosas. Los cronistas locales del siglo XIX hablan de mujeres que se contaban los cotilleos de la ciudad en los baños y de pandillas festivas que se emborrachaban en ellos. De los baños populares soviéticos y su decadencia antes del boom turístico, no se habla. Los artistas locales siguen pintando como Pirosmani y sus dibujos de la sociedad de Tbilisi de hace más de un siglo se siguen mirando como la quintaesencia del país. La foto de Vazhda con su papaji (el típico sombrero caucásico, en su caso en la versión más rasta) es omnipresente como evocación del carácter georgiano. Eso y los balcones de madera, que ahora se pintan de colores vistosos. 
El turismo ha ayudado a fijar definitivamente esos símbolos e imágenes como la representación del país de un modo accesible y simplón. Igual que lo fueron los cuernos para beber y las espadas. Como iconos vacíos de más relevancia. Ciertamente, eso relega la cultura nacional a algo del pasado, parado en el tiempo y sin proyección hacia el futuro. Aporta las dosis justas de exotismo para las masas de turistas que pasean entre restaurantes falsos por la única calle rehabilitada de la ciudad vieja, se detienen a fotografiar el reloj instalado en la torre inclinada hace unos pocos años, suben al funicular y solo eventualmente (los más atrevidos e independientes) se llegan a un baño de sulfuro a precios disparatados.
Mientras, en el metro de Tbilisi las parejas aún juegan a bajar las escaleras interminables dándose la cara, con las narices juntas, aprovechando ese minuto de amor. Solo que ahora, al menos en las dos o tres paradas del centro también hay parejas de chicos y de chicas. Nos queda eso y las manadas de enormes perros callejeros, todavía.







Armenia desde Goris


Los días en Goris pasan luminosos entre una extraña mezcla de melancolía de las vacaciones soviéticas entre dachas y jardines y aires de guerra y tragedia. Armenia es suave, tranquila y acogedora. Mantiene algo de los viejos tiempos y mucho de la época soviética. Fuera de Ereván los Lada siguen siendo casi el único medio privado de transporte. Los mercados populares, bulliciosos, guardan aún algo del orden y la organización soviéticas, tan diferentes del caos de los mercados sucios de oriente y el Cáucaso norte. El país es un franja de terreno metida casi a la fuerza en las montañas del pasillo del Cáucaso que conecta Europa y Asia. Lejos del mar, los armenios viven constantemente rodeados de fronteras. Su territorio es un largo pasillo franqueado por sus dos grandes enemigos históricos, y sólo en los extremos les queda un escape hacia Georgia o, de manera mucho más complicada, hacia Irán. Es difícil estar en Armenia sin estar nunca a más de unas decenas de kilómetros de Turquía o Azerbaiyán. 
El carácter nacional Armenio se forjó en un genocidio y allí se quedó. El lamento por las matanzas y los pogroms, actualizado con los sucesos de los años noventa -a pesar de que ganaran la guerra del Nagorno-Karabakh y se quedaran con él-, es la argamasa que une e identifica al país. Vivir instalado en la tragedia permanente no crea grandes expectativas de futuro.
El país está extraordinariamente conectado con la diáspora. Comunidades armenias de Beirut, Isfahan, Paris o Nueva York tienen presencia constante en la sociedad y acentúan el sentimiento de destino trágico de los armenios, demasiado refugiados en su religión como uno de los grandes símbolos patrios. otro es el rey XX que hace dos mil años durante unos pocos lustros mantuvo un imperio de vasallaje que llegaba hasta el Líbano. Es lo más grandioso de su pasado, pero lo que define al país es el sufrimiento, el dolor del genocidio y las persecuciones: un sentimiento de injusticia que llena de tristeza la esencia de la nación.
Aún así, el interior del país sigue siendo Caúcaso y todo recuerda a esta tierra de puente entre el final de Europa y Persia y asía Central. hasta el paisaje. La gente vive en un puñado de largos y fértiles valles encajonados entre montañas mayoritariamente secas y duras salpicadas de islas verdes, como oasis, donde se acumulan las casas y las aldeas. Los valles inmensos son planicies fértiles donde crece el cereal y el pasto y hasta laderas arboladas.Al mismo tiempo, Armenia también son cañones, barrancos y desfiladeros afilados. Lugares dramáticos que parecen hechos para que una caravana sinuosa los atraviese. El sur, hasta Goris, es así. Verdor y desierto, poco que ver con la frescura de las montañas en torno a Vanadzor, donde todo es verde, frondoso e intrincado. Cerca de Goris, la carretera que une Armenia con Irán se vuelve, al llegar a Tatev, una pista montañosa llena de curvas cerradas bordeando barrancos y desfiladeros. Tan difícil que para evitar los primeros kilómetros se construyó el funicular más largo del mundo, que permite a los visitantes ir al monasterio de Tatev en once minutos, en vez de la hora y media que se tarda por la carretera infernal que baja hasta el puente del diablo. Los camioneros, evidentemente, no tienen otra opción. Algunos días la fila de volquetes iraníes y conteiners de nacionalidad imprecisa parece un cienpies que se retuerce por toda la carretera. Es una vía de comunicación difícil, pero en el Cáucaso nada ha sido nunca fácil en cuestión de viajes. En sus curvas radicales se dejan más de seis horas entre desfiladeros y precipicios. Este comercio a través de uno de los pocos pasos fronterizos terrestres abiertos que tiene la República Islámica es un comercio constante que no se interrumpe ni siquiera durante la noche. 
En Goris, por su parte, se nota mucho la presión de los desplazados del Nagorno Karabaj. Hay organizaciones montando actividades para niños, los coches del comité internacional de la cruz roja recorren la ciudad y muchas familias no tienen nada que hacer en todo el día. Los soldados rusos de la fuerza de paz pasean armados por las tiendas y no cesan los helicópteros militares sobrevolando las montañas de alrededor. pese a las quejas contra la fuerza de paz, incapaz de proteger el flujo de alimentos al Karabah, los armenios de esta zona están aún mucho más conectados con Rusia que en Yerevan. En las tiendas la mayor parte de los productos vienen de allí y el ruso se sigue usando como lingua franca. Hay ambiente de frontera. En mi hostal de Goris (en verdad seis habitaciones al final del huerto/jardín de una casa de pueblo) hay tres franceses dos chicas delgadas de pelo largo y un muchacho de ojos verdes y pelo rojizo que es el guapo novio de una de ellas. Viajan en un viejísimo y destartalado Lada georgiano y tienen pinta de escritores o periodistas. No son muy habladores ni sociables, pero pasan horas dándole de comer a la camada de gatitos de la casa y a algunos que vienen del vecindario. Él habla ruso bien y es un misterio a qué dedican el día y porqué desaparecen a veces una noche. 
Goris es una ciudad acogedora. Al menos, el centro. Porque Goris son básicamente cuatro calles larguísimas trazadas con tiralíneas en un valle, justo en paralelo al río. Son varios kilómetros de calle cada una, cortados a intervalos regulares por otras trasversales para formar una cuadrícula. Mi hostal está en el extremo de dentro, justo donde las últimas manzanas acogen al ayuntamiento, el centro cultural y un par de plazas rectangulares y amplias. Todas las casas de Goris son iguales por fuera. Hechas de piedra y salpicadas a veces por balcones salientes de madera. El conjunto queda bien y es fotogénico. De Goris sale la carretera que a pocos kilómetros se convierte en el corredor de Lachin, que es la carretera que conecta Armenia con el Nagorno Karabaj. Esa región fue asignada ya en el comunismo a Azerbaiyán, aunque está poblada mayoritariamente por armenios. Armenios y azeríes no solo son de religión diferente (cristianos ortodoxos los unos, musulmanes los otros) sino que hablan idiomas distintos (armenio frente a turco) y se consideran de razas distintas. Y no encuentran la manera de convivir. Con la independencia de los dos países tras la caída de la URSS, a principios de los noventa, estalló una guerra brutal. Cientos de miles de muertos por ver quién controlaba este territorio. La ganó Armenia, que se quedó con el control no solo del Nagorno Karabaj sino de gran parte del territorio de Azerbaiyán en torno a esa zona. Impusieron así un corredor que conectaba Goris con la ciudad de Lachin, ya dentro del enclave. Hace tres años hubo una nueva guerra en la que los azeríes se tomaron la revancha. Reconquistaron terreno y el control sobre esa franja de su país que se usaba de corredor y que es por donde le entra toda la comida y los suministros al Karabaj. Aún así, se siguió usando hasta el año pasado. Hace unos meses un grupo de supuestos ecologistas, con pinta de ser agentes del Gobierno de Azerbaiyán, lo cortaron alegando que los armenios contaminaban mucho con unas minas ilegales. Luego fue ya el ejército el que formalizó el bloqueo con el argumento de que con la comida entraban armas. 
Y ahora la gente vive allí como en un campo de concentración... A poquísimos kilómetros de aquí. Conocí a Arman al recogerlo cuando hacía autostop en una gasolinera en Tegh, el último pueblo armenio en la carretera hacia Karabah. Lo llevé a Gori y a cambio me invitó a su casa a comer y a probar el vodka que hace. Vive en Kodiznor, una aldea a cien metros de la frontera con Azerbaiyán. Vive en casa de sus padres, una granja dentro del pueblo, como todas, de madera y con huerto, establo y alambique incluidos. La parte baja sigue siendo granero y cuadra y allí se sienta en el suelo, en cuclillas, su madre, sin quitarse nunca el pañuelo, a desgranar alubias o preparar verdura para secarse. Arman tiene cinco hijos, pero dos han conseguido emigrar a Erevan y allí estudian. Los tres más pequeños viven aquí, peleándose por el único teléfono móvil de la familia. aquí las mujeres solo hablan con mujeres y yo apenas puedo relacionarme con el propio Arman o su padre, Sejo. Un señor de 86 años que aún me cuenta con emoción sus tres años de mili en el ejército rojo, de la Unión Soviética. Habla un ruso fluido y se acuerda de los detalles del viaje en tren hasta su cuartel Ucrania, el gran viaje de su vida. Es un señor divertido que insiste en que se puede aparcar el coche en su granero y en ofrecerme que me quede a dormir en la casa. Es divertido pero capaz de parar de beber al tercer vaso de vodka, porque sabe lo que pasa. Arman no se contiene tanto y le empieza a brillar los ojos a base de brindar con su propio licor. Su madre le riñe con picardía y escandaliza a las nietas. La comida es modesta, sin carne. maíz en mazorca, tomates, pepinos y patatas presentadas en varias formas. Y queso. El pan es lavash que hace su mujer por la mañana. En Kodiznor no preocupa el Nagorno-Karabakh. Saben que viven en primera línea y que cuando estalle de nuevo la guerra tienen muchas oportunidades de que les pille, pero les agobia más su futuro. Si en la provincia autónoma se pasa hambre, en casa de Arman también. Aquí no hay más trabajo que el de los propios cultivos y cuidar a los animales. Con las dificultades del mercado cada vez están más cerca de vivir exclusivamente del autoconsumo.

12 agosto 2022

Reinas incestuosas sobre Bodrum

Esta semana tuve que pasar por Bodrum porque es el puerto al que llegan los barcos que vienen a Turquía desde las islas del Dodecaneso griego, donde suelo veranear. Así que me reservé una mañana para visitar el lugar dónde estuvo la última de las siete maravillas de la humanidad que me quedaba por visitar (en realidad sólo son visitarles seis de los antiguos emplazamientos, porque los jardines colgante de Babilonia no se sabe en qué ciudad estaban, si es que existieron). Lo poco que queda del mausoleo de Mausolo, es decir del mausoleo original que da nombre a todos los demás, está en una suave colina sobre uno de los puertos gemelos de Bodrum, la antigua Halicarnasos. Es 
un barrio agradable de casitas blancas encaladas, casi todas con huerta y jardín. Del imponente edificio construido en el siglo IV antes de Cristo, apenas queda nada. A mediados del diecinueve el Museo Británico mandó aquí a Charles Thomas Newton a recuperar lo que pudiera. Newton, corto de fondos y basándose en los textos clásicos compró una pequeña parcela donde le pareció que era la ubicación más probable. Desde ella, tras no encontrar vestigios relevantes, excavó túneles que se metían en el subsuelo de las vecinas hasta dar con lo que le parecieron los antiguos muros del complejo. Solo entonces negoció la adquisición de ese lugar e inició una búsqueda arqueológica que hoy calificaríamos de, al menos, poco delicadas. Encontró restos del techo impresionante el complejo, una rueda de la gigantesca cuádriga de mármol que lo coronaba y dos estatuas en las que, sin dudarlo identificó al propio Mausolo y a la reina Artemisia. Todo eso lo mandó, junto con una impresionante colección de frisos mucho más elegantes que los del Partenón, al museo, en Londres. Y allí sigue. Los enormes sillares de mármol que encontró los envió a inversas colonias británicas para construir fuertes. Eran relativamente pocos, porque la mayoría se había utilizado siglos atrás por caballeros de origen aragonés para construir el castillo de la orden de San Juan sobre lo que un día fueron las ruinas del palacio real helenístico.

 El mausoleo era en verdad un monumento al amor que ríete tú el Taj Mahal. Mausolo fue uno de los más brillantes sátrapas de este pequeño reino, vasallo del imperio persa. Constituía dos con la tarea de su padre extendió sus fronteras y aumentó su poder. No está muy claro si solo por costumbre o también por amor verdadero, Mausolo se casó con su hermana Artemisia. Desde luego, por parte de ella fue uno de los amores más intensos de los que se tiene constancia histórica. Sentía tanta devoción por su hermano esposo que cuando murió quedó destrozada, incluso a pesar de haber heredado la corona y convertirse ella misma en sátrapa. Ni la delicia del poder le alivió su dolor. Tras quemar ceremonialmente el cuerpo del rey fallecido guardó cuidadosamente sus cenizas y cada día desde entonces echaba una cuchara de ellas en su bebida para que su enamorado siguiera entrando en su cuerpo incluso después de muerto. Además hizo venir de Grecia a los artistas más famosos de su época para construir y decorar la fastuosa tumba que sirviera para recordarlo para siempre: un monumento inmenso plagado de columnas ciclópeas y decorado con centenares de estatuas. El mausoleo.  Ella misma falleció de pena a los dos años, pero no sin antes rubricar una de las páginas más gloriosas de la historia de su reino hasta el punto de ser considerada una de las mejores mujeres gobernantes de la antigüedad. Básicamente ideó una treta que le permitió atacar por sorpresa y por la retaguardia —que es como mejor se ataca— a la flota de Rodas que asediaba su ciudad: descubrió desde su palacio que los barcos griegos concentrados en uno de. Los puertos de la ciudad no podían ver si alguien los atacaba desde el otro, mientas que ella veía ambos. Derrotó a los rodenses, les quitó sus barcos y los usó para entrar con ellos disimuladamente en la ciudad del coloso y conquistarla.

 En la actualidad los dos puertos de Bodrum sirven para que fondeen los barcos deportivos de la burguesía adinerada de Estambul. Hay también un trozo de playa ocupado por hamacas donde se achicharran jóvenes venidos de todo el mundo para divertirse y montones de restaurantes, bares y discotecas (no siempre distinguibles unos de los otros) donde la noche y el ruido nunca acaban. Bajo uno de ellos apareció hace tres décadas el sarcófago de la reina Ada, hermana de nuestros Mausolo y Artemisia y también ella sátrapa reinante brevemente.Esta Ada, precursora de la ardorosa de Nabokov,  ha pasado a los libros de historia por su alianza con Alejandro Magno, rubricada en una extraña forma: siendo amantes, ella lo adoptó formalmente. El macedonio de rizos dorados, tan liberal en sus gustos sexuales, se convirtió así en su hijo adoptivo, dando lugar a un embrollo incestuoso difícil de seguir. El esqueleto de Ada estaba intacto dentro de su enorme sarcófago de piedra justo debajo de un supermercado.  Llevaba aún una preciosa corona de hojas de olivo de oro en filigrana, muy similar a las que se encontraron en la impresionante tumba de Filipo, el padre —biológico— de Alejandro,  en Vergina.

Evidentemente no me pude resistir a la tentación de ir al museo donde se guarda y mirar los huecos vacíos de ese cráneo pensando en todo lo que habían visto en su tiempo los ojos que los ocuparon. Me pareció difícil que ninguno de los jóvenes que se torran en estas playas para salir de noche recién untados de aftersun tenga una vida la mitad de divertida de la que tuvo este esqueleto. Aunque cualquiera sabe: las noches de Bodrum también tienen lo suyo. 

16 julio 2022

Trocitos de El Hierro


“Nosotros nos enteramos de cada guardia civil que viene antes de que se baje del barco”. Me lo cuenta Guiomar, la dueña de un restaurante en La Caleta, mientras charlamos sobre la patrulla que lleva toda la tarde haciendo un control en la rotonda que va a la Estaca. En la isla, durante todo el año apenas hay un par de parejas de civiles, que todo el mundo conoce. Pero en verano llegan refuerzos de Tenerife y de pronto deja de ser tan fácil volver a casa por la noche enfilando las estrechas carreteras de montaña con más alcohol de la cuenta. Incluso se acaba lo poder ir a más de sesenta por hora en todas ellas, que es una velocidad absurda en la mayoría de tramos. Los herreños son una comunidad cerrada y ante las amenazas saben organizarse. Tienen grupos de WhatsApp donde van aportando información. Otro amigo me cuenta cómo se enteran de qué apartamentos alquilan a través de los propios dueños. Saben en qué calle vive cada agente y muchos pares de ojos desconfiados lo siguen a él y su familia cuando en su tiempo libre va al supermercado o a la playa. En los grupos de Facebook los llaman las palomas y a menudo algún habitante local se le ofrece para solucionarle un pequeño problema: poder entrar a una piscina, reparar algo de su coche, conseguir un producto que no llega a la isla. Con cada favor intentan crear lazos que les permitan sacarle información o lo pongan en un compromiso antes de poner una multa. No siempre funciona, porque los números de la benemérita no son conscientes de lo importante que es el trueque de favores en una isla tan dura.
De hecho, la forma de reaccionar unidos ante la presencia de agentes es sólo un ejemplo de la solidaridad herreña. Vivir en una isla aislada y poco habitada no es fácil; ayuda mucho contar con la comunidad y un sentimiento de pertenencia que se remonta a siglos atrás. El Hierro tiene hoy prácticamente los mismos habitantes que a finales del siglo diecinueve. En esa época empezó ya la emigración masiva e ilegal a sudamérica para huir de la pobreza. Desde el pequeño muelle de Orchilla, en el paraje más remoto de la isla, justo por donde cruza el meridiano terrestre, salían hasta después de la guerra civil, los barcos ilegales cargados de emigrantes. El destino casi siempre era Venezuela. De hecho la isla tiene multitud de modismos venezolanos y hasta una inusual afición a las arepas producto de ese intercambio. Últimamente son los latinos quines llegan aquí como inmigrante, la mayoría evocando ancestros isleños. Se ocupan mayoritariamente de trabajos que los locales no quieren: dependientas, mecánicos y hasta socorristas. Pero también hay muchos propietarios de bares y restaurantes de origen venezolano y no pocas mujeres de allí se han casado con herreños.

Como Juan, que tiene un restaurante en la zona de Las Playas, cerca del parador. Es un tipo turbio y fantasioso, aunque jovial y divertido, que hasta este verano soñaba aún con montar granjas de bots para criptomonedas y hacerse rico. Su restaurante está lejos de cualquier núcleo de población, rodeado de cactus y calcosas, como en un western junto al mar, y por toda la isla se cuentan rumores de un pasado oscuro que es mejor no confirmar. En esos rincones casi despoblados y azotados con frecuencia por el viento la vida no es fácil. Menos si tienes que mantener también a un primo con alguna enfermedad que le nubla a ratos el juicio. Los mentideros herreños se ceban en la historia de un familiar que se suicidó ahorcándose justamente sobre la puerta del restaurante. El conjunto no es tan sórdido como narran, pero parece que a los lugareños les atrae tener su propio no-lugar, para cumplir con el aserto de que la isla tiene de todo.

El viajero que aterriza por primera vez en El Hierro puede encontrarse un paisaje inesperado. Aunque la isla es pequeña y está rodeada de recodos y charcos de agua cristalina, tiene poco que ver con las suaves imágenes del mediterráneo. En las partes bajas de la isla el terreno es negro y rocoso. Árido y salpicado sólo por las calcosas, las sinjonas y las pitas que parecen pegadas a las rocas. Sólo después, si se tiene la oportunidad de explorar un poco el lugar, aparecen en la cumbre los bosques primigenios de laurelsilva, siempre húmedos, verdes y plagados de helechos. Los pinares, los campitos de cereales y vides y los huecos cargados de vida. El terreno árido rocoso y negro ha forjado el carácter y desarrollado la inventiva de los herreños. Desde que, se dice que en tiempo de los romanos, llegaron las primeras tribus bereberes y se instalaron aquí. El pastoreo, la agricultura y el marisquero han sido durante siglos la principal fuente de subsistencia. Todavía hoy unos pocos herreños conscientes de su cultura disfrutan manteniendo algunas de esas tradiciones. Como mi amigo Carlos, del Mocanal, que recolecta hierbas para todos los males tal y como le cuentan los viejos. También recoge la flor de sal de las piedras de las playas y en invierno deja en los grandes charcos que ahora sirven para el baño las cañas para que se ablanden y poder hacer cestos con ellas.

Los turistas y los herreños disfrutan ahora del baño en esos lugares, recodos naturales donde muros de piedra llevan creando piscinas desde hace siglos. En ellos antes se dejaban los sacos de altramuces y otras plantas para que salaran, y hoy compensan la falta de playas de arena o piedra de la isla. El Charco del Manso es una de esas piscinas naturales de la isla. Está en un lugar apartado al que apenas llega algún turista, muy apreciado por la gente de aquí y donde se ha instalado un kiosco del que cuentan que hace fiestas hasta bin entrada la madrugada. Está al final de una larguísima cuesta que parte de Echedo entre un paisaje despoblado donde lo único parecido a un árbol son los frutos de las pitas, erguidos en cada cresta de la montaña y con las flores de un verde casi fluorescente. Echedo ha sido durante siglos un pueblo que, alejado del mar, sólo se habitaba en verano. La gente de Valverde al llegar el estío cargaban sus pertenencias en mulas y se venía aquí. Lo mismo hacía la gente de las cumbres. La familia de Carmelo, que es conserje y viticultor, pasaba el invierno en San Andrés, donde el ganado podía disfrutar de los pastos de la meseta alta de la isla y ellos plantaban millo y cereales. Al llegar el verano bajaban a los Llanitos, cerca del mar. El agua que se filtra por las montañas florece allí en fuentes salobres ideales para lavar y abrevar a las bestias.

La sociedad de El Hierro es tenaz, pero también cerrada. Aimar, el socorrista de el charco del Manso es boliviano pero llegó a la isla de muy pequeño. Su infancia la pasó como todos los críos de la isla: saltándose las clases del instituto de Valverde para bajar por caminos de tierra a bañarse en el Tamaduste. Los tatuajes que enseña no dejan duda a que es de aquí: son multitud de dibujos básicos, sin demasiada ligazón, tal y como llevan los jóvenes que se los hacen en la isla. Pese a todo eso, cuando algunos amigos me hablan de él lo primero que me dicen es que es latinoamericano. Lo mimo le sucede a Guillermo, el carpintero de Erese. Hace ya más de veinte años que llegó a El Hierro, donde tiene familia. Está absolutamente involucrado en las tradiciones más potentes del Norte, como los bailarines, los pitos y los tambores. El día de San Pedro lo vi cargando las andas del santo durante horas y cuando llega la bajada se va la noche antes a la dehesa para estar el primero cuando la virgen de los Reyes salga de su santuario y acompañarla hasta la villa. Aún así, nadie lo considera herreño y todos recuerdan constantemente que es de fuera. Aquí se acoge con bondad y alegría a todo el mundo, pero la isla sigue siendo de unos pocos y los lazos de vecindad y familiares determinan la propia vida. Sobre todo para los más jóvenes.

No tanto para Jose, que a sus noventa años se ha pasado toda la vida en el campo. Recuerda perfectamente los tiempos en los que uno sólo podía moverse por caminos y el único modo de vida era la pequeña agricultura. 

Cultivaba habas, maíz, uvas y papas. Muchas papas. Luego vendía leche, queso, vino y si terciaba, algunos animales. En la isla ha sido siempre habitual que cada familia haga su propio vino y la mayoría de las casas antiguas conservan aún dos o tres grandes toneles en las cuadras donde envejecía y se guardaba el néctar fermentado. Las ladera del valle del Golfo y  los barrancos de El Pinar están plagados de vides sembradas hace décadas en pequeños terrenos delimitados por muros de piedra. Las viñas tradicionales se plantan a ras de suelo y de manera desordenada, así cubren toda la superficie, rastreras, tan pegadas a la tierra que siguen todas sus ondulaciones. Son plantas que resistieron la filoxera y, a menudo, a años de abandono. El suelo de esos diminutos viñedos familiares está sembrado de piedras vivas y muertas. Las dos son volcánicas. Las vivas son las piedras porosas, rojizas y que casi no pesan. Son las que retienen el agua de la lluvia y la bruma de los alisios y la van soltando poco a poco después. Las piedras muertas son negras y duras, pesan y mantienen el calor. En las viñas unas sirven para que la vid de secano coja algo de humedad, las otras proporcionan el calor necesario para que madure la uva.

En el diecinueve El Hierro fue un gran productor de vino y aguardiente de caña. Se exportaba sobre todo a Marsella en goletas que fondeaban en el golfo y cargaban mediante lanchas desde el muelle de las puntas. Allí dejaban cajones de tejas marsellesas con las que pagar el alcohol. Ese trueque facilitó que toda la isla cambiara los tradicionales techos de cañizo por otros más sólidos. Esa teja plana y cuadrada era la única que se usaba en las casas herreñas. Hasta que llegaron los alemanes.

Las sólidas casas de piedra volcánica y los techos rojizos dan ahora una falsa idea de prosperidad de una isla que ha sido siempre árida y pobre, casi miserable. Sila tiene ochenta y seis años y una memoria de elefante que refuerza con su afición a coleccionar cacharros antiguos, recortes de prensa y sus diarios de infancia. Nada raro en una isl en la que todavía se mantiene e recuerdo del barco que se hundió en 1918 camino de cuba. Iba cagado de inmigrantes yaquí hablan aún de los muertos de cada familia como s hubiera sucedido el año pasado. Una tarde ventosa en su casa sobre el Mocanal, Sila me contó la anécdota de su padre que es típicamente herreña. En una de las grandes sequías que sufría la isla se secaron todos los pozos y decidió subir con una mula al único sitio donde quedaba algo: el Garoé. El árbol santo garoé es la esencia de la mitología herreña: situado en una ladera detrás de la Llanía es el sitio donde a diario rompe el mar de nubes que permanentemente se mueve sobre El Hierro. Son unas nubes majestuosas arrastradas por los alisios y otros vientos que provocan lo que se llama la lluvia horizontal cuando la bruma se estrella contra las plantes y las paredes de piedra. Alrededor de las raíces de este tilo y otros árboles abundan las pozas donde se acumulan  a diario esas preciosas gotas de agua. Hasta aquí tuvo que subir el buen hombre, por el único camino existente. El risco de Jinama: un sendero peligroso llenos de pozos y piedras, escenario de historias de amores clandestinos,  bandoleros y niños perdidos. Llegó al Garoé con tanta angustia por coger el agua antes que nadie que llenó de prisa dos cántaros enormes y los cargó en la mula. Hacía frío y el camino de vuelta fue un infierno. Al llegar a casa su. Mujer descubrió que le habían salido cinco golondrinos en la axila. Sila guarda celosa la receta de la cura de esos bultos malignos. Sólo me cuenta que usó vejigas moradas. Al parecer, mano de santo.

Entre piedras volcánicas y suculentas, las historias y los rumores vuelan por la isla. Antes se contaban en los mentideros o a voces en una especie de aquelarres que  montaban cada vez que moría un mulo dando voces por los riscos con las intimidades de cada uno. Ahora eso ha pasado a las redes sociales… y a los bares.

Cada pueblo de la isla tiene su bar. Antiguamente eran casinos, donde se organizaban bailes y se conocían las parejas. Se convirtieron en bares o kioscos donde se juega a las cartas y, sobe todo, al dominó: en la plaza de El Pinar, en Isolda, los Llanitos o El Tamaduste. Los viejos pasan el día discutiendo y apostando mientras beben algo y comen cacahuetes. Esa falsa sensación de ociosidad tiene muy poco que ver con la dura realidad del lugar.

La Sabina es el símbolo de El Hierro. Es un árbol capaz de sobrevivir a la sequedad y que se adapta tanto al viento que los troncos se le tuercen con su empuje y sus ramas crecen en el suelo. Cada vez quedan menos sabinas, pero siguen creciendo de vez en cuando en el sitio más inesperado. Su supervivencia se la deben a que saben convertirse en mierda. Los cuervos se comen las bayas de las sabinas y luego las expulsan dentro de la caca en los lugares donde se posan. Esa dureza de las semillas es también la de los herreños.

Guiomar trabaja en su bar con la resignación de la gente de estas tierras. Cocina la carne de cabra y la de fiesta, recoge sillas y mesas, limpia continuamente el mostrador. La constante laboriosidad de los isleños, dedicados constantemente a tareas productivas, engaña  un poco y los hace parecer mucho más reservados de lo que realmente son. Cuando Unamuno -brevemente desterrado en Lanzarote- llamó a estas tierras las hurdes isleñas estaba bajo esa primera impresión. La misma que siente quien ve a los trabajadores del campo sucios aún de tierra negra beberse una dorada tras otra en el antiguo casino de El Pinar. En el kiosco Pedri, situado entre los invernaderos de piñas y plátanos del Golfo un polvo amarillento impregna a los trabajadores que hacen una pausa. Es tierra traída de lejos: los campos de ese valle llevan siglos rellenándose con tierra fértil de la cima de la isla. Desde que hace menos de un siglo se construyó la carretera de la cumbre, lo hacían camioneros que paraban sólo en agosto cuando hacían su fiesta y asaban cochinos enteros.

Durante años funcionaron también unos larguísimos tubos de metal instalados en la peña, desde los riscos hasta abajo. Ahora, oxidados, son simplemente parte del paisaje. Los clientes vienen todos de la cooperativa y en la mayoría son jornaleros en sus propias plantaciones de banana o piña. Hoy el tema de conversación es el agua. La isla vuelve a padecer una de las tremendas sequías que la caracterizan. Los agricultores se quejan de los canaleros, que no cumplen bien su tarea ni vigilan a quienes roban el agua ajena. Se ha decidido multar a quien abra sus riegos fuera de las horas autorizadas para ello y Felipe, un trabajador de todo lo que salga, apunta que es buena ocasión para vengarse de alguien a quien pocos soportan, abriendo sus grifos para que lo multen a él. Los parroquianos responden con unas risas roncas y hoscas, como si no les pareciera mala idea del todo o alguien hubiera hecho ya algo del estilo. En El Hierro se sabe todo pero casi nunca se cuenta.

Se acerca un coche por la carretera y Felipe comenta “vaya, es la tercera vez que pasa por aquí el Renault camuflado de la Guardia Civil”. Todos asienten y siguen con la mirada al coche marrón. 


05 agosto 2021

HOT SEASON: CAPÍTULO V : En el mar

 

                                                                HOT SEASON

Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes



Capítulo 5:  EN EL MAR


Como es sábado, el barco que toca es el Joy Star. Pequeño y destartalado. En el mundo de los ferries debe ser el equivalente a viajar en el volquete de un camión de arena. De hecho, la única plaza para coches la ocupa un pick up viejísimo con la caja de madera despintada que va cargado de sacos de cemento. El interior del barco parece parado en el tiempo. Algún día fue, o intentó ser, un coqueto barquito de pasajeros. Pero de eso hace mucho y desde que se botó nadie parece haber cambiado ningún detalle de la nave. Como las casas de la zona contaminada de Chernobil. Los ventanales están cubiertos por unas amarilleantes cortinas de encaje muy apropiadas para un cottage británico o una cafetería soviética. Hay una barra de bar presidida por una foto tan gastada  que es difícil reconocer cuáles son las ruinas clásicas que representa. En los asientos de escai gastado se amontonan las cajas y los paquetes pues la gente de la isla tiene que utilizar estos barquitos para hacerse llevar todo tipo de suministros. El caso es que la mayoría de los pasajeros, apenas dos docenas, se acomoda en los asientos de plástico de la cubierta donde azota el viento y el sol quema sin la mínima clemencia. Son, esencialmente, cinco o seis parejas con aire desaliñado que anticipa el ambiente relajado y ligeramente hippy de la isla, alguna familia y dos o tres señores mayores que rápidamente huyen a la cabina a charlar con los marineros.

Las mujeres llevan vestiditos ligeros y cortos. Sin querer, ayudado por el viento y las piernas levantadas me entretengo comprobando el color de su ropa interior. Verde Oliva, negro, burdeos. Gris con unas graciosas rayas negras. A los hombres solo se les aprecia el borde del elástico de sus calzoncillos, todos de marca. Mucho menos morboso.

A medida que nos alejamos de la costa el viento arrecia. Ahora vamos todos completamente despeinados y, a ratos, el ruido constante en nuestros oídos impide escuchar nada así que las conversaciones se limitan a cuchicheos. Una racha de viento le arranca el sombrerito a un chico francés muy alto y lo arroja al mar. Algunos turistas dan gritos de asombro y por un momento el suceso es la comidilla de todos. El muchacho intentaba tener aire interesante, muy macho, pero descubrimos que tras su barbita recortada se ocultaba una calva total y muy lustrosa. Nunca he entendido la costumbre de disimular las calvas con sombreros ridículos. Este en concreto era de ala corta, seguramente fabricado en China e importado por el afamado (y avispado) sombrerero tesalonicense Stammios, que les pone etiqueta propia y los vende como producto local en todas las tiendas de souvenir. Aunque consigas parecer mucho más atractivo por un instante es algo llamado al fracaso a corto plazo. Dudo de que nadie de los que lo usan pueda postergar mucho el momento de reconocer ante cualquier nuevo ligue que tras su aire bohemio en verdad se esconde un complejo y una brillante bola de billar. Creo que la inevitabilidad de ese momento y el miedo al consiguiente rechazo me crearía suficiente ansiedad como para no volver a usar sombrero jamás, si siquiera bajo el sol tropical. Pero hay gente para todo y el chico de barco no tarda en moverse con su novia al otro extremo del barco, fuera de nuestras miradas.  

En la cubierta estamos todos sentados en los bordes, casi en círculo. A estas alturas todos nos hemos observado de sobra y nos hemos hecho una idea del resto. Hay una pareja británica, ella de origen hindú, con dos niños de tirabuzones negrísimos. Ellos y dos muchachas rubias, aparentemente griegas,  que visten camisas vaporosas de lino y pamelas bien sujetas, son los únicos que conservan un cierto aire burgués de clase media. El resto han optado por un estilo mucho más informal, casi desaliñado, y parece dispuesto a dejarse ir cuanto antes lánguidamente al sol junto a un chiringuito lleno de hippies o emborracharse cuanto antes en alguna taberna ruinosa y con chinches. Hay una mujer muy delgada, de dientes grandes y los dedos llenos de anillos que acaricia un diminuto cachorro de gato. No sé si se lo ha encontrado en el barco o lo traía ya puesto. También hay una chica muy morena, con vestido escaso y ligero y un tatuaje budista en el tobillo, que creo que me mira. No estoy seguro porque lleva unas gafas de sol negras e impenetrables, pero me gusta pensarlo así. No soy un tipo atractivo ni que destaque físicamente. En mi vida sólo he ligado a base de verbo, pero nunca pierdo la esperanza. Mi pose de escritor acodado en un banco de babor cuaderno en ristre debería bastar para atraer alguna atención erótica de chicos o chicas. Tengo la impresión de que no lo consigue.

Me entretengo imaginando que el barco se parara en medio del mar y tuviéramos que quedarnos juntos una semana. Seguro que surgían amores y odios. Una semana es el tiempo justo para caernos bien justo antes de que empiecen los malos rollos. Así que el grupo tendría su interés. Quizás alguna pareja se rompiera. O, mejor aún, se abriera. Es fácil imaginar el ecosistema que crearíamos. Yo me haría amigo de la señora hindú, que parece buena persona. El francés calvo y su novia se juntarían con la chica de las gafas de sol y su novio. Apuesto a que tienen intereses similares. Las chicas de las pamelas demostrarían ser menos mosquita muerta de lo que parecen y una de ellas al menos acabaría por caerme bien…

Desecho pronto la idea porque no tengo muy claro cuál sería mi papel en esa obra. En esos casos uno siempre tiene que elegir un personaje y me cuesta decidirme entre el señor gruñón que le pone pegas a todo, el chico atento y divertido que hace bromas y desdramatiza todo o la persona taciturna que no se relaciona con nadie. Son mis tres especialidades, pero con el paso del tiempo me va costando más optar por ninguna de ellas. Y combinar las tres puede resultar de una tripolaridad desconcertante. Así que mejor que funcionen los motores y no nos caiga encima ninguna cuarentena por una dolencia infectosísima.

Cambio de fantasía. Si lo pienso bien, prefiero imaginarme que viajo con un backgammon grande y dedico el trayecto a ganarle a una chica de clavícula saliente y pecas. Me gusta ganar al backgammon. Pero con una chica así, apasionada del juego, puedo incluso aceptar perder si hace falta. Esta pequeña fantasía no llega a concretarse más porque el ferry empieza a dar bandazos y no sé si me preocupa más la imagen de las fichas desparramadas por esta cubierta grasienta o la de un vómito repentino que me explotase sobre el tablero para espanto de la chica de las clavículas. Me relajo en mi banco marinero.

El mar hoy está de un color oscuro que evoca viajes más largos. Creo que ese color se llama azul de Prusia pero podría ser azul negro. Recuerda a la tinta de las plumas antiguas y sólo se aclara al acercarnos a las rocas de la isla. Entre ellas es aguamarina o turquesa. Estamos llegando y no han volado más sombreros, no ha habido peleas, ni -aparentemente- se han roto parejas.  Supongo que esto es una buena travesía.

04 agosto 2021

HOT SEASON. Capítulo IV: TAXIS CALLEJEROS

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Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes


Capítulo 4:  TAXIS CALLEJEROS

El aeropuerto de Kos es siempre desagradable, como el de muchas islas grandes durante el verano. Está permanentemente lleno de hordas de turistas depositas allí por aviones de diversas empresas baratas que aterrizan sin cesar. Las recogen hileras de buses turísticos que esperan acantonados en el parking, con sus correspondientes capitanas de las de pañuelo al cuello y micrófono en mano al mando. Los llevan directamente a los hoteles con piscina y programa de actividades que reservaron desde sus países, para que no pierdan un instante en disfrutar de sus vacaciones organizadas. No tengo nada contra esa forma de veranear en rebaño. Al contrario, apoyo firmemente que todo el que busca la playa, el exotismo controlado y la bebida fácil permanezca el máximo de tiempo en esos recintos hoteleros. Cerrados, si puede ser. Para ellos es un modo de felicidad y a mí me relaja no cruzármelos. Sin embargo, lo cierto es que en los aeropuertos el movimiento de esa masa vociferantes y sonrojada, entre revuelos de maletas con ruedas y sombreros de paja falsa, complica los desplazamientos.
Así que cuando consigo abrirme paso hasta la parada de taxis y supero la espera tras algunas parejas que se ve que han contratado paquetes más económicos es ya casi imposible alcanzar mi barco antes de que zarpe.

Pese a todo, uno -que en verano nunca tiene nada menor que hacer- siempre lo intenta. Me subo a uno de los escasos taxis de Kos, propiedad de un griego del sur de la isla que ahora vive y conduce en el capital. Trabaja diez horas al día pero las otras catorce tiene a un extracomunitario conduciendo para él. Es una isla pero incluso aquí el capital no duerme.

En cierto modo soy un afortunado de que me haya tocado el propietario. Ya se sabe del poco apego de los griegos de origen a las normas de tráfico. Me había olvidado de la eficacia de los taxistas suicidas de Kos. Se saltan sin pudor la doble línea continua de la carretera y conducen como si una cámara oculta estuviera rodando la segunda parte de Perros Callejeros y ellos fueran los protagonistas. El Vaquilla adelanta sin el más mínimo temor al riesgo. Los locales, conocedores de esas costumbres, les dejan paso rápidamente y se meten en el arcén. A los extranjeros en coche de alquiler y los que se han escapado de sus hoteles en un buggy playero (a los rusos les encanta) hay que intimidarlos un poco más.  Pero basta que el Mercedes negro de mi taxista se les coloque al lado a pocos centímetros demostrando su voluntad de adelantar cueste lo que cueste para que también ellos dejen paso. Ni siquiera hay que recurrir al claxon.

Como ninguna aventura es nunca perfecta, tenemos mala suerte y un coche de policía aparece de pronto delante nuestra a la lentísima velocidad máxima permitida. Empiezo a quedarme sin esperanza y se lo comento al conductor, que como debe ser es un tipo jovial y charlatán. Sin inmutarse, habla por el radioteléfono con la central y pide que llamen al barco para que nos espere mientras seguimos el resto del trayecto manteniendo la reglamentaria distancia de seguridad con el vehículo policial.

Efectivamente, en el puerto, nos encontramos que el barco destartalado y humeante que ha de llevarme a mi destino ha levantado ya unos centímetros – más de la cuenta en verdad, para quienes no somos marineros- la rampa de acceso de vehículos pero mantiene una maroma gruesa atada al poyete del puerto. Me despido del señor, que apoya su mano en mi hombro y me sonríe impertérrito y sonriente, y salto a la nave que lleva sólo cinco minutos de espera.


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