Sfantu Gheorghe presume de lugar inaccesible. Lo es por muchos motivos, aunque en Europa ya no quedan lugares inaccesibles. Es un asentamiento en el delta del Danubio, en un arenal entre canales, justo donde uno de los tres brazos del Río se vacía en el mar. Sólo se puede llegar en barco. Como si fuera una isla. En invierno, el barco regular, el Navrom, viaja solo res días en semana desde Tulcea. En verano cada día, pero siguen siendo cinco horas de viaje por el ancho río.
Es un pueblo de casas de madera, la mayoría aún con el techo de junco, y calles de arena. La población tiene orígenes diversos. Hay lipovanos, que eran rusos que huyeron hace tres siglos de las persecuciones religiosas en su país. También tártaros. Y gitanos. Esta región de Dobruja nunca ha sido realmente de nadie y de todos. Forman todos una comunidad pequeña, de apenas unos cientos de personas. A falta de coches o motos, se mueven en triciclos eléctricos que sirven para todo: llevar a gente, trasladar materiales o herramientas, recoger paquetes de los barcos..por la noche los aparcan en la puerta de su casa y sacan un cable para enchufarlo a la batería recargable. Los hombres mayores pasan parte del día en uno de los dos bares del lugar. Jugando a las cartas o bebiendo cerveza. En verano en el que está junto al embarcadero, en verano el que está dispuesto junto a la única tienda: un minimarket que vende un poco de todo. Viven dos del delta, donde dejan pastar ganado, y sobre todo del río. Todo el mundo tiene una barca, pesca y conoce los intrincares canales que recorren el área. En el río todo se ve y ver a una chica subida a la barca de un joven da lugar a comentarios mordaces, así que raramente las usan las parejas para escaparse a un rincón en un canal o en la playa.
Porque el pueblo tiene playa. A un kilómetro de las últimas casas se abre una enorme playa sobre el mar negro. La arena es fangosa y el agua tibia y oscura, efecto de estar en plena desembocadura del río más europeo de todos. Pero no deja de ser una playa y atrae a turistas. De hecho, cada vez más, en verano el cerrado pueblo de pescadores y granjeros se transforma. Muchos lugareños ofrecen habitaciones en sus propias casas, se han abierto varias pensiones y un camping y en esos meses hasta funciona un puñado de restaurantes. La vida de la gente se ha hecho ya a ese cambio estacional y en las calles sin asfaltar y en el bar a cielo abierto es posible identificar a simple vista hasta cuatro categorías diferenciadas de forasteros de otras partes del país. Cada una con sus cosas. En primer lugar está el reducido grupo de quienes se han comprado una casa en el pueblo. Es una decena de hippies que aprovechando los precios bajos adquirieron alguna de las casas abandonadas y las han restaurado como lugar de veraneo. Sus casas guardan cierta precariedad y ellos, a base de venir cada año y de negociar las reparaciones han acabado por hacer amistad -desde lejos- con alguna gente de la comunidad.
El segundo grupo son los pecadores. Son casi todo hombres ligeramente embrutecidos y obsesionados con la pesca. Llegan cargados de cañas y dispositivos y vestidos de camuflaje. No se mueven a ningún sitio sin una cerveza en la mano, ni se preocupan por el comfort del alojamiento. Cuando no están en una barca en el río, se sientan en el bar del pueblo donde hasta congenian con los locales.
Los terceros son los turistas. Familias de Tulcea y hasta Bucarest que han encontrado en Sfantu Gheorghe un lugar barato de playa y veraneo. Desde que desembarcan en el pueblo se ponen el bañador y ya no usan otra ropa. La mayoría tienen niños y hasta perro. Traen todos pensión reservada, a menudo la misma cada año. En el pueblo solo se les ve al ir o volver de la playa. Llevan gorras, sombreros y pamelas y cargan sillas y sombrillas. Son muchos. Tantos, que algunos agricultores del pueblo han ideado un negocio transportándolos hasta la playa en unos remolques tirados por tractores. Hay varios de estos inventos continuamente recorriendo los dos kilómetros de arenal hasta la playa. A menudo los grupos de turistas animados por el alcohol hacen el recorrido cantando y hasta bailando en los remolques. Eligen canciones populares rumanas y los propios conductores acaban llevando el aparato al ritmo de las baladas.
El último grupo de visitantes es el que menos permanece en el pueblo, pero también el que, por su contraste, más impacta en la vida local. Desde hace cuatro décadas durante el puente de agosto se celebra en Sfantu Gheorghe el que se promociona como “el festival de cine más recóndito del mundo”. Son tres días de proyecciones continuas. Hay una competición de cortometrajes, otra de largos y muchas películas en exhibición. Se proyecta hasta un centenar de obras. Últimamente se celebra en el camping y en una sala habilitada en una residencia contigua. Al festival vienen varios cientos de jóvenes cinéfilos. Muchos de ellos acampan en el lugar. Son chicas y chicos de ciudad, modernos y con aires intelectuales. Todas las chicas llevan tote bags con los mensajes y de los lugares más sofisticados. Los chicos son barbudos y llevan camisas de colores. Visten y actúan como hipsters europeos. Hay parejas del mismo sexo, gente con el pelo de colores y chicos y chicas que se bañan desnudos en la playa. Es decir, nada que ver con el resto de grupos veraneantes tradicionales. Mucho menos con los lugareños.
El contraste es evidente. Por las calles de Sfantu Gheorghe durante esos días es fácil identificar a cada una de las categorías, pero la único a que ha dado lugar a mitos y leyendas urbanas en el pueblo es el de los aficionados al cine. De ellos se dice que son gay, que hacen orgías y que las parejas se esconden para follar en los rincones. Se les tolera y hasta se les recibe bien por el aire cosmopolita que traen a este rincón perdido de Rumanía, pero esencialmente no se mezclan con ellos.
Este año se proyectó una película rodada aquí y que acababa de ser premiada en Cannes. Se llama 3 kilometres to the end of world y es del prestigioso director Emanuel Parvu. El tipo viene cada año al festival y decidió usar el pueblo para su nueva obra. En el film actúa mucha gente del lugar y el día de la proyección el camping estaba a rebosar. Todas las sillas del camping y las sillas de playa disponibles se habían unido a los bancos desde los que se suele ver la pantalla. Había gente en el suelo y gente de pie. Pese a la multitud yo había conseguido un sitio con cierta visibilidad y estaba un poco asustado por la reacción del público ante una película que se presenta como “la historia de un chico gay en el delta del Danubio”. No hubo ningún problema, porque no tenía nada que ver. En efecto la historia versa sobre el hijo de un pescador que una noche se lía -precisamente- con uno de los pervertidos asistentes del festival. Sin embargo, la trama está lejos de ser un alegato contra la intolerancia o por los derechos homosexuales. Más aún, uno se queda con la duda de si el director opina, con la mayoría de su personajes y como casi toda la población rumana, que la homosexualidad es una enfermedad desgraciada. Al acabar la proyección, un grupo de fornidos pescadores empezaron a gritar con orgullo ¡Sfannn-tu! Como un grito de guerra coreado por la mayoría de los habitantes presentes.
El festival son tres días y la vida muchos más. Cuando acaba, todo vuelve a su sitio y en esos últimos días de agosto el pueblo se va vaciando despacio.
Los últimos turistas aprovechan para saborear la carpa en salmuera, el lucio ahumado asado o los enormes filetones de esturión a la plancha, que son el equivalente local del chuletón. Quienes alquilan habitaciones empiezan a tenerlas vacías mientras los dueños de casas estacionales las van cerrando o conciertan nuevos arreglos para cambiar el tejado de junco. Sfantu Gheorghe ha sobrevivido un verano más, casi incólume.