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11 noviembre 2008

Personal en Istambul

El principio del invierno es mágico en Estambul. La ciudad parece hecha para los abrigos largos (el que popularizó Ataturk, con el cigarrillo en la mano) y los puestos de castañas alineadas. A principios de invierno a ratos uno puede aún sentarse en la cubierta de los trasbordadores cuando cruza el Bósforo o el mar de Marmara, más mar que ningún otro. El frío es aún soportable. Todavía puede uno también sentarse al sol a fumar una narguile en un café de quita y pon. Hay pescadores en cada puente y bulla en Eyup. Y encima, cuando sale el sol entre las nube, la ciudad vuelve a ser dorada.
El skyline de Estambul, hecho de cúpulas y minaretes, apenas ha cambiado últimamente aunque algunos rascacielos compartan ahora protagonismo con ellos. Han pasado veinte años. Yo he pasado por Estambul a los veinte años, mes más o menos, de la primera vez. Sale el sol entre las nubes, lo dora todo y deja de ser viaje y se convierte un poco en mí.
Parece que la ciudad sabía lo del aniversario porque de pronto, ha vuelto a parecerse a la de aquella primera vez. El nuevo puente de Galata cada vez se parece más al antiguo, con sus restaurantes flotantes; las callejuelas de Sirkeci otras vez parecen pequeñas y sucias. He vuelto a cogerle el gusto a Estambul, el gusto que le perdí en los viajes intermedios, al descubrir el nuevo tranvía, las obras en Taksim, la desaparición de los cainiks y la conquista de Ortakoy.
Hace veinte años Estambul se me abrió una mañana temprano, me entró por la ventana de un hotelito en Sirkeci. Fue una explosión de almuédanos y luces y tuve que escribir que por primera vez una ciudad se me abría como una mujer, y me llenaba igual.
El Estambul de aquellos años era un pueblo grande, con calles polvorientas, tráfico caótico y artesanos trabajando en las calles. El bazar egipcio vendía sólamente especias y delante de la mezquita de Eminonu se abría una plaza bulliciosa donde carritos y coches se peleaban camino del puente. Muy diferente de la istambul europea de hoy. O no.
Aquella vez yo venía de trabajar en un pueblo costero del Egeo. Pura civilización. Yo sólo conocía entonces esa Turquía orientalizante pero fácil. Aún no había vivido en ningún pueblecito de anatolia central, como hice después. No había viajado por la costa del mar muerto hasta Trepisonda, que es una ciudad portuaria donde las prostitutas armenias les arrancan anillos y pendientes  a sus clientes. Tampoco había estado aún en el Kurdistan más salvaje, en torno a Cirze (que es un pueblo que lleva veinte años de guerra ininterrumpida) y a Tatvan y sus volcanes. Por no conocer ni siquiera conocía la antigua frontera armenia con Irán, que ahora han ocupado los kurdos. En fin, que mi idea de Turquía era tranquila, de huertos de melocotones robados y pueblos marineros.
Llegué a Eestambul al acabar mi proyecto en la costa, con una amiga nueva e intrigante y con el libro de Pierre Loti. Pasamos allí sólo una semana. Y Estambul era un pueblo. Nos enamoramos.
En los viajes posteriores me llenó el escepticismo de mi ciudad robada. Empecé a cogerle gusto a algún bar de estudiantes en Ortakoy, a las callejuelas de Uskudar e incluso a los barrios nuevos, pero vi los trozos del antiguo puente flotando por el bósforo y sufrí por las callejuelas destruidas, los carriles rápidos; porque vendieran lavadoras en el bazar egipcio y se llenara la ciudad de turistas zafios.
Ahora, veinte años despues, ha vuelto a ser la ciudad dorada. Aunque desapareció el café de taburetes que improvisaban en el cementerio de la mezquita balcánica, el viejo café de la medresa de Ali Pasa está intacto. Lleno de hombres enganchados a su narguile mientras pasa el camarero repartiendo çai. Y, sin turistas ya, la escena es la misma que la de Damasco o Isfahan.
Ayer decidí ir al fin a tomar un té y jugar un backgammon en el café de Pierre Loti. El del libro. El lugar de Aziyadé. Nunca había ido en viajes anteriores porque jamás encontré el momento. En vez de coger el funicular (que era la mejor razón para no ir ya) al bajar del transbordador subí por el mercado religioso de Eyup. Los santuarios acumulados han dado lugar a un mercado que no se diferencia mucho de los de los lugares santos de Kazajstan o Uzbekistan, de alfombras con brújula, rosarios, coranes y accesorios varios. El bullicio es grande y todas las mujeres van cubiertas. Como en los pueblos, no como en el resto de Estambul. Luego quise pasear por el cementerio enorme de esa colina. La más sagrada de las siete de Estambul. Y una de las originales (como se sabe, la ciudad tenía solo cinco y fue cuando Bizancio quiso competir con Roma que les dio por abrir las murallas para incluir otras dos). Saltando con mi abrigo largo entre las tumbas agrupadas de manera caótica llegué hasta el café. Me senté en una de las cinco mesitas del patio hice lo que había planeado. Çai y bakgamon. Era como si se tratara de algo previsto desde siempre, así que no fue emocionante sino tranquilo y dorado.
El aniversario lo celebré también comiendo pescado en los tenderetes del muelle de Eminonu, que son algo más elegantes pero guardan el espíritu de siempre. Y en la Istiklal caddesi donde sobreviven negocios y cafe de siempre que hacen que no se haya convertido en la calle de Benetton o Zara. Desde que se hizo del todo evidente que las clases pudientes huyen del centro de Estambul, también de Taksim, esas cosas se instalan en las afueras. Así que, aunque no quedan restaurantes indios ni muchas especialidades turcas, también esa calle es dorada.
Era el aniversario de la subida de Atatürk al cielo laico, y yo he venido esta vez por muy pocos días, pero cualquiera diría que es que a la ciudad le ponen los aniversarios. A mi también.

2 comentarios:

  1. Me han entrado ganas de volver a Estambul. Yo estuve en 1995, hace 13 años ya y también me enamoré de ella.
    martaté.

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  2. Te interesa intercambiar link con mi Cuaderno de Viaje?

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