Gran parte de Beirut está encaramada en colinas que bajan al mar, así que
abundan las cuestas. Y para afrontarlas mejor, toda la ciudad está cuajada de
escaleras. En el lado cristiano hay ocho grandes escaleras que bajan hacia el
puerto. Todas las construyeron los propios vecinos, en la época en que Beirut
comenzaba a crecer como ciudad, a principios del siglo veinte. Un buen puñado
se hicieron para llegar desde el barrio de Geitawi a la estación ferroviaria de
Mar Mikhael. Porque hasta que estalló la guerra civil, en los setenta en el
Líbano había tren. Era la espina dorsal del imperio otomano. Por aquí pasaba la
línea férrea que conectaba Jerusalén con Damasco y seguía luego hasta Constantinopla.
Es fácil imaginarse a los habitantes del barrio, con sus mejores ropas, zapatos
nuevos y maletas de cuero o cartón bajando felices por cualquiera de las
escaleras hacia la estación durante la época del mandato francés. La estación era
un edificio coqueto de piedra y madera, con aires coloniales británicos que aún
se conserva, aunque abandonado, en el mismo descampado en el que yacen los
esqueletos de los dos últimos trenes del país. Ya no quedan raíles por ningún
rincón, pero las escaleras siguen ahí. De todas ellas, a la hora de subir
cargados, la favorita de los vecinos ha sido siempre la escalera Vendome,
porque es ancha y tiene amplios descansillos en los que detenerse. Y ahí es
donde vivo yo estos días.
El nombre le viene por el Cine Vendome que estaba justo abajo hasta hace muy
pocos años. Lo tiraron para sustituirlo por un centro comercial que sigue a
medio construir y una torre de viviendas de treinta pisos, una minucia en esta
ciudad. La sala de cine estuvo siempre especializada en el cine árabe, la
última de su especie. Cada día, cuando paso por el solar en obras me cuesta
poco imaginar los grandes carteles pintados que lo adornaban anunciando los
estrenos. Los imagino con la cara de Faten Hamama; la más grande; la Oum
Khaltoum del cine. Miles de beirutíes hicieron cola en tiempos, en estas mismas
aceras de la calle armenia para ver a la actriz, hermosísima y de irresistible
personalidad, en El Río del Amor o cualquier otro de sus éxitos en blanco y
negro. De esa época se mantiene la animación de bares y cafés acumulados en la
zona… y el buen ambiente en la escalera.
La escalera Vendome es como un pueblo, está ocupada por los vecinos que
viven en ella y la integran desde hace décadas como parte de su casa. Y de sus
vidas: hace falta muy poco para que los vecinos cuenten historias de cuando en
la guerra civil subían por la escalera asnos cargados de proyectiles desde el
cuartel general de los falangistas instalado junto a la vieja estación. Luego
desde la parte alta de Geitawi y, sobre todo, desde Ashrafieh se disparaban hacia
la mitad musulmana de la ciudad. También cuentan historias más alegres,
explicando cómo todos los niños del barrio las han bajado alguna vez, de
pequeños, con sus bicis de cross. Algunos perdieron algún diente en el intento.
Tras la guerra sufrió los efectos de una incipiente gentrificación que en Beirut
ha ayudado a salvar algunas zonas de la piqueta y la degradación. Como otras
escaleras, se llenó de grafitis y alguien pintó de colorines los escalones. Ocasionalmente,
sobre todo las tardes verano, la escalera se llena de jóvenes alternativos que
vienen aquí a sentarse, charlar o pasar el rato. Recientemente se han
organizado un par de festivales. Uno de música y otro de teatro, en los que se
ha implicado a la gente del barrio y hasta se hicieron actuaciones en terrazas
y casas privadas. De este nuevo ambiente bohemio quedan sobre todo un par de
bares en la parte baja que ponen sus sillas en los descansillos cuando no usan
almohadillas directamente sobre los escalones a modo de velador. Pese a todo,
más allá de los ataques de la fiebre especulativa y de la ocasional invasión alternativa,
la escalera sobrevive como un barrio propio.
El primer descansillo está especialmente lleno de plantas y flores,
plantadas en latas vacías de aceite y en enormes parterres de cemento
construidas en mitad de la escalera. Hay también un pequeño sofá. Es la puerta
de la casa de Ara, un sastre jubilado -armenio de segunda generación- que sufre
de un parkinson que le paraliza medio cuerpo. Eso que no impide que un par de
veces al día baje y suba las escaleras, con pasos lentos y siempre en
zapatillas. Es un poco el guardián de las escaleras. Cuando hay juerga en
alguno de los bares precarios que se han instalado en ella se acerca a mirar. A
menudo con su vecino de enfrente, un hombre enjuto, siempre de traje gris, que
fuma con boquilla de madera y no se separa de su rosario, que quizás sea
simplemente un komboloi.
Un poco más abajo viven dos familias de refugiados sirios kurdos. Cada una
ocupa un par de cuartos que por la noche se llenan de colchones para que puedan
dormir todos los niños. Los hombres y muchachos mayores se pasan el día en una
macetilla asomada a la escalera y reservan la única narguile que se pueden
permitir al día para la caída de la tarde. En esa misma casa tiene una
tiendecilla Rana, una cristiana de mediana edad y melena corta que no para de
fumar un cigarrillo tras otro. La tienda es minúscula, está empotrada en la
casa y resulta difícil saber qué vende exactamente. O qué no vende. Hay
pequeños artículos de papelería, objetos de plástico para el hogar, juguetes,
cosas para la playa, tabaco… todo colocado en unas estanterías diminutas y
precarias en una habitación tan pequeña como un retrete. Con la puerta abierta
es como si Rana pasara el día directamente sobre las escaleras.
Ante la casa de más arriba, justo donde la escalera se convierte en cuesta,
hay un par de altarcitos con estatuillas de vírgenes y las omnipresentes
estampas del santo Charbel. Hay vecinos que los mantienen y cada noche se
ocupan de ponerles velas nuevas encendidas. Junto a ellos aparca cada noche un
viejo mercedes que apura tanto el espacio que suele dejar una de las ruedas en
el aire. En esa zona empiezan las tiendas. Hay tres de ultramarinos y fruta
pegadas pared con pared, sin importarles la competencia. En la de en medio se forma
cada noche una tertulia para jugar a las cartas donde además de Michel, el
tendero, suelen apuntarse algún jubilado, el peluquero que tiene el negocio al
lado y el dueño de los billares de un poco más allá, donde languidecen en la
penumbra un futbolín y una mesa de billar esperando a algún adolescente
descarriado.
Y mientras el resto del centro de la ciudad crece, se llena de rascacielos,
de coches modernos, de jóvenes instruidos y de novedad la escalera sobrevive
como una isla del Beirut antiguo.
Me encanta rafik schami y me transporta agradablemente a viajar a rincones con tanta esencia a pesar de lo vivido. Gracias por esa visión de conocimiento humano y grades valores de calle.
ResponderEliminar