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27 abril 2018

LA ESCALERA VENDOME (Barrios de Beirut, 1)

Gran parte de Beirut está encaramada en colinas que bajan al mar, así que abundan las cuestas. Y para afrontarlas mejor, toda la ciudad está cuajada de escaleras. En el lado cristiano hay ocho grandes escaleras que bajan hacia el puerto. Todas las construyeron los propios vecinos, en la época en que Beirut comenzaba a crecer como ciudad, a principios del siglo veinte. Un buen puñado se hicieron para llegar desde el barrio de Geitawi a la estación ferroviaria de Mar Mikhael. Porque hasta que estalló la guerra civil, en los setenta en el Líbano había tren. Era la espina dorsal del imperio otomano. Por aquí pasaba la línea férrea que conectaba Jerusalén con Damasco y seguía luego hasta Constantinopla. Es fácil imaginarse a los habitantes del barrio, con sus mejores ropas, zapatos nuevos y maletas de cuero o cartón bajando felices por cualquiera de las escaleras hacia la estación durante la época del mandato francés. La estación era un edificio coqueto de piedra y madera, con aires coloniales británicos que aún se conserva, aunque abandonado, en el mismo descampado en el que yacen los esqueletos de los dos últimos trenes del país. Ya no quedan raíles por ningún rincón, pero las escaleras siguen ahí. De todas ellas, a la hora de subir cargados, la favorita de los vecinos ha sido siempre la escalera Vendome, porque es ancha y tiene amplios descansillos en los que detenerse. Y ahí es donde vivo yo estos días.
El nombre le viene por el Cine Vendome que estaba justo abajo hasta hace muy pocos años. Lo tiraron para sustituirlo por un centro comercial que sigue a medio construir y una torre de viviendas de treinta pisos, una minucia en esta ciudad. La sala de cine estuvo siempre especializada en el cine árabe, la última de su especie. Cada día, cuando paso por el solar en obras me cuesta poco imaginar los grandes carteles pintados que lo adornaban anunciando los estrenos. Los imagino con la cara de Faten Hamama; la más grande; la Oum Khaltoum del cine. Miles de beirutíes hicieron cola en tiempos, en estas mismas aceras de la calle armenia para ver a la actriz, hermosísima y de irresistible personalidad, en El Río del Amor o cualquier otro de sus éxitos en blanco y negro. De esa época se mantiene la animación de bares y cafés acumulados en la zona… y el buen ambiente en la escalera.
La escalera Vendome es como un pueblo, está ocupada por los vecinos que viven en ella y la integran desde hace décadas como parte de su casa. Y de sus vidas: hace falta muy poco para que los vecinos cuenten historias de cuando en la guerra civil subían por la escalera asnos cargados de proyectiles desde el cuartel general de los falangistas instalado junto a la vieja estación. Luego desde la parte alta de Geitawi y, sobre todo, desde Ashrafieh se disparaban hacia la mitad musulmana de la ciudad. También cuentan historias más alegres, explicando cómo todos los niños del barrio las han bajado alguna vez, de pequeños, con sus bicis de cross. Algunos perdieron algún diente en el intento.
Tras la guerra sufrió los efectos de una incipiente gentrificación que en Beirut ha ayudado a salvar algunas zonas de la piqueta y la degradación. Como otras escaleras, se llenó de grafitis y alguien pintó de colorines los escalones. Ocasionalmente, sobre todo las tardes verano, la escalera se llena de jóvenes alternativos que vienen aquí a sentarse, charlar o pasar el rato. Recientemente se han organizado un par de festivales. Uno de música y otro de teatro, en los que se ha implicado a la gente del barrio y hasta se hicieron actuaciones en terrazas y casas privadas. De este nuevo ambiente bohemio quedan sobre todo un par de bares en la parte baja que ponen sus sillas en los descansillos cuando no usan almohadillas directamente sobre los escalones a modo de velador. Pese a todo, más allá de los ataques de la fiebre especulativa y de la ocasional invasión alternativa, la escalera sobrevive como un barrio propio.
El primer descansillo está especialmente lleno de plantas y flores, plantadas en latas vacías de aceite y en enormes parterres de cemento construidas en mitad de la escalera. Hay también un pequeño sofá. Es la puerta de la casa de Ara, un sastre jubilado -armenio de segunda generación- que sufre de un parkinson que le paraliza medio cuerpo. Eso que no impide que un par de veces al día baje y suba las escaleras, con pasos lentos y siempre en zapatillas. Es un poco el guardián de las escaleras. Cuando hay juerga en alguno de los bares precarios que se han instalado en ella se acerca a mirar. A menudo con su vecino de enfrente, un hombre enjuto, siempre de traje gris, que fuma con boquilla de madera y no se separa de su rosario, que quizás sea simplemente un komboloi.
Un poco más abajo viven dos familias de refugiados sirios kurdos. Cada una ocupa un par de cuartos que por la noche se llenan de colchones para que puedan dormir todos los niños. Los hombres y muchachos mayores se pasan el día en una macetilla asomada a la escalera y reservan la única narguile que se pueden permitir al día para la caída de la tarde. En esa misma casa tiene una tiendecilla Rana, una cristiana de mediana edad y melena corta que no para de fumar un cigarrillo tras otro. La tienda es minúscula, está empotrada en la casa y resulta difícil saber qué vende exactamente. O qué no vende. Hay pequeños artículos de papelería, objetos de plástico para el hogar, juguetes, cosas para la playa, tabaco… todo colocado en unas estanterías diminutas y precarias en una habitación tan pequeña como un retrete. Con la puerta abierta es como si Rana pasara el día directamente sobre las escaleras.
Ante la casa de más arriba, justo donde la escalera se convierte en cuesta, hay un par de altarcitos con estatuillas de vírgenes y las omnipresentes estampas del santo Charbel. Hay vecinos que los mantienen y cada noche se ocupan de ponerles velas nuevas encendidas. Junto a ellos aparca cada noche un viejo mercedes que apura tanto el espacio que suele dejar una de las ruedas en el aire. En esa zona empiezan las tiendas. Hay tres de ultramarinos y fruta pegadas pared con pared, sin importarles la competencia. En la de en medio se forma cada noche una tertulia para jugar a las cartas donde además de Michel, el tendero, suelen apuntarse algún jubilado, el peluquero que tiene el negocio al lado y el dueño de los billares de un poco más allá, donde languidecen en la penumbra un futbolín y una mesa de billar esperando a algún adolescente descarriado.
Y mientras el resto del centro de la ciudad crece, se llena de rascacielos, de coches modernos, de jóvenes instruidos y de novedad la escalera sobrevive como una isla del Beirut antiguo.








1 comentario:

  1. Me encanta rafik schami y me transporta agradablemente a viajar a rincones con tanta esencia a pesar de lo vivido. Gracias por esa visión de conocimiento humano y grades valores de calle.

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