Karantina es un barrio abandonado junto al puerto de Beirut, al otro lado
de la autopista que lleva al norte del país. Recibe el nombre del lazareto en
el que a mediados del siglo diecinueve se recluía, bajo la tutela de varios cónsules
extranjeros, a los inmigrantes pobres que llegaban en barco a la ciudad. Para que pasaran la "cuarentena". El
lazareto despareció, pero siguió siendo zona de tránsito e infravivienda.
Cuando a principios de los años cincuenta se crea el Estado de Israel y se
produce el primer gran éxodo de refugiados palestinos, a muchos se les instala
aquí. Se convirtió entonces en un suburbio grande, mísero, densamente poblado.
A la manera de los actuales barrios de chabolas que persisten en Sudamérica o
África.
Ahora es un pequeño suburbio empobrecido y aislado. Un único paso elevado sobre
la autopista lo conecta con la zona hípster del barrio cristiano. El paso está
lleno siempre de gente que entra y sale y en sus extremos paran las furgonetas
de transporte público que llevan a la gente a la ciudad de verdad.

Karantina sufrió la primera gran masacre de la guerra civil, que acabó con
casi toda su población. Fue una cuestión étnica, y religiosa, pero sobre todo
de clase. A principios de 1976 los falangistas del barrio cristiano atacaron
por sorpresa el suburbio. En pocos días asesinaron a sangre fría a más de 1500
personas y deportaron a todos los habitantes palestinos. Acabado el trabajo lo
celebraron bebiendo a morro botellas de auténtico champagne francés. Luego
trajeron buldozers que echaron abajo todas las casas musulmanas y despejaron la
zona. La masacre se llevó a cabo con la falta de pudor de esos tiempos; dejaron
que los periodísticas filmaran las atrocidades. Aquí en Karantina, durante el
ataque, tomó Fifi Demulder la icónica foto de la señora palestina que levanta
las manos ante un miliciano enmascarado. La instantánea ganó el premio WordPress Photo de ese año y se convirtió en el símbolo de la guerra civil
libanesa.

El nombre del club proviene de la dirección en la que un play boy empezó a
organizar fiestas en plena guerra civil. Era un chalet junto al mar, ligeramente
retirado de Beirut. El hijo de los dueños empezó a montar allí fiestas en las
que se oía música árabe, rock, jazz… y sobre todo se bailaba. Se hizo popular y
al poco entre bombardeo y bombardeo la gente se arriesgaba a pasar varios check
points hasta el lugar con tal de poder desfogarse y aislarse de la vida cotidiana
entre los disparos y las bombas. Ante el éxito, nada más acabar la guerra el
promotor se lanzó a montar un local de verdad que luego movió aquí.
La construcción es sorprendente: un enorme círculo completamente excavado.
Al entrar hay que bajar y todo el club es subterráneo, pero el techo, a ras de
calle, se abre a voluntad dejando a los jóvenes bailando bajo el cielo beirutí.
El club está situado justo encima de lo que fue el campo de refugiados
palestinos y hay quien dice que la arquitectura es un homenaje a ellos,
evocando una fosa colectiva. En todo caso, lo cierto es que los sofás parecen
ataúdes. La música ha evolucionado hacía la electrónica y tienen la reputación
de ser el mejor de oriente medio.

Por las calles polvorientas de Karantina apenas hay tiendas, ni cafés. Un
tendero tiene una máquina de café en la puerta ante la que se sienta un grupo
de señores en camiseta de tirantes, sentados en sillas de plástico mientras fuman
narguile y miran pasar a los vecinos. Llega un vendedor ambulante de escobas de
colores y las mujeres se arremolinan alrededor, como si fuera una novedad.
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