Hay una foto del verano de 1975, durante uno de los primeros alto el fuego
de una guerra que nadie preveía que fuera a durar años, en la que se ve la Corniche abarrotada de
gente deseando disfrutar de unas horas de paz. En aquel momento la ciudad
apenas empezaba a estar dividida. Mucho después he escuchado el relato de niños
cristianos nacidos aquellos años que aún recuerdan con emoción cuánto les
sorprendió el día que acabó la guerra descubrir que Beirut tenía ese enorme y
vibrante paseo junto al mar. Habían crecido aquí, pero sin poder conocer uno de
los espacios más significativos de la ciudad.
La Corniche es todo el paseo marítimo hasta la playa de Ramlet al-Baida,
pero se suele hablar de ella para referirse al espacio entre la trasera del
Hotel Saint George y la Noria Ferri. Un paseo ancho, delimitado por una baranda
que da al la orilla rocosa del mar. Huele a sal y a alcantarilla y a lo lejos
se ven las luces de Jounieh cayendo al mar desde las montañas.
Tomás Alcoverro - que es el decano de los numerosos corresponsales
españoles en la ciudad y vive aquí desde antes de la guerra, más que el
mismísimo Robert Fisk – cuenta en un artículo que en las palmeras de la
Corniche aún pueden verse agujeros de bala. Yo no los encontraba hasta que hace
poco me fije en el tronco de las que están delante del campo de juego de la
AUB, que fue pista de aterrizaje de los helicópteros de los marines y en verdad
están agujereados. Como estaban tantas paredes de Beirut en mis primeros viajes
aquí al acabar la guerra. Y esas palmeras están justamente donde surgió la idea
de la Corniche.
Hasta mediados del siglo diecinueve la zona era sólo las rocas finales de
una colina que se hundía en el mar. Durante la dominación otomana de la ciudad,
cuando Beirut deja de ser un pueblo concentrado en la ciudad baja se emprende
la colosal tarea de rellenarla con piedras hasta hacer un ancho paseo plano. En
la decisión tuvo que ver que el germen de la AUB se hubiera instalado justo
allí. De esa antigua Beirut que daba directamente al mar, sin paseo posible,
queda una muestra que suele pasar desapercibida al turista: la pequeña bahía de
Ain al-Mreisseh, al principio del paseo, donde aun fondean pequeñas barcas de
pescadores que salen al mar por un puente oculto bajo la avenida. Es un sitio
mágico, con algunos bajos antiguos con preciosas puertas de madera donde se
guardan las barcas. Desde ahí el paseo sigue hasta el faro de la ciudad.
Un faro sin gracia que una noche de 2006 se convirtió en objetivo de los bombardeos israelíes, pero fue rápidamente reconstruido. Lo llaman el faro nuevo y su antecesor, el faro viejo, está en la colina de Hamra, justo encima de la Corniche, pero ha quedado tan enterrado entre los bloques de apartamentos que han tenido que levantarlo varias veces.
Junto al faro nuevo está el Palace Cafe Manara, uno de los populares restaurantes clásicos junto al mar donde las familias solían celebrar los cumpleaños, las graduaciones y otras ocasiones especiales. Un poco más adelante, el paseo termina en la noria. La misma que tantos reporteros españoles han presentado siempre como una metáfora misma de la ciudad, pero que sin su valor simbólico no es más que la estrella de un pequeñísimo parque de atracciones junto al mar: una noria de hierro basto y mayormente oxidado que rechina al girar pero que proporciona unas deliciosas vistas de la ciudad y su costa. El parque funcionó ininterrumpidamente durante toda la guerra y sólo fue verdaderamente dañado con el coche bomba que en 2007 mató aquí mismo al fiscal Walid Eido.
Un faro sin gracia que una noche de 2006 se convirtió en objetivo de los bombardeos israelíes, pero fue rápidamente reconstruido. Lo llaman el faro nuevo y su antecesor, el faro viejo, está en la colina de Hamra, justo encima de la Corniche, pero ha quedado tan enterrado entre los bloques de apartamentos que han tenido que levantarlo varias veces.
Junto al faro nuevo está el Palace Cafe Manara, uno de los populares restaurantes clásicos junto al mar donde las familias solían celebrar los cumpleaños, las graduaciones y otras ocasiones especiales. Un poco más adelante, el paseo termina en la noria. La misma que tantos reporteros españoles han presentado siempre como una metáfora misma de la ciudad, pero que sin su valor simbólico no es más que la estrella de un pequeñísimo parque de atracciones junto al mar: una noria de hierro basto y mayormente oxidado que rechina al girar pero que proporciona unas deliciosas vistas de la ciudad y su costa. El parque funcionó ininterrumpidamente durante toda la guerra y sólo fue verdaderamente dañado con el coche bomba que en 2007 mató aquí mismo al fiscal Walid Eido.
Así que de la Noria a Ain
al-Mreisseh y viceversa los beirutíes disfrutan su paseo marítimo. Arriba y abajo. Pero es un espacio en continua mutación; la
Corniche cambia de público y de ambiente varias veces al día.
Por la mañana temprano, justo cuando amanece, la Corniche se llena de
señoras elegantes que salen a correr. Vienen en coche, desde Ashrafieh o Badaro
o Verdún y aparcan junto a la marina de Zeitouna. Van tan temprano porque dicen
que hace menos calor y para después poder llegar a tiempo a la oficina donde se
suponen que trabajan como responsable de marketing de una boutique, llevando la
agenda de una agencia de seguros o, más frecuentemente, de decoradora de
interiores. Dicen también que a esas horas hay menos hombres el paseo y los que
hay las miran menos, así que sobrellevan mejor
los michelines de más que enseñan bajo las mallas de marca. Todo eso me
lo han contado, porque la verdad es jamás he madrugado tanto sin que fuera por
necesidad.
La mañana es el tiempo de los pescadores. La gran mayoría son desempleados
de los barrios del sur de Beirut, pero hay un puñado que viven de esto. Los
capitanea un hombretón gordo e irascible que se instala desde temprano en su
silla de playa bajo una sombrilla justo donde empieza la rampa que lleva a las
rocas. desde allí funciona como el capo del grupo, controlando a los muchachos
tatuados y tan morenos que parecen negros o pielesrrojas y que se pasan el día
sacando pescado. Usan Unas cestas trampa que dejan en el fondo del mar
señaladas por boyas y que van recogiendo después poco a poco a lo largo del día
desde unas balsas improvisadas. Las sacan llenas de pececillos brillantes y
saltarines. Luego un compañero limpia los peces en las rocas y los sube hasta
la sombrilla en cajas, listos para la venta al público. A mediodía el jefe los invita
a veces a Mouloukhia, que trae desde casa en tarrinas de plástico.
El resto de pescadores es muy variado. Predominan lo señores de mediana
edad, pero cada vez hay más jóvenes. Muchos se instalan aquí el día entero,
sobre todo encima de las alcantarillas que desembocan directamente al mar.
Pocos reconocen estar aquí sólo por entretenerse. Y los menos lo hacen por
complementar su dieta. La mayoría aspira
a pescar lo suficiente como para poder
venderlo pero lo cierto es que, según me cuentan, cada día pescan menos.
En invierno, la mañana es también el momento de las pandillas de adolescentes semimarginales que se entretienen con el arriesgado deporte de saltar desde la baranda del paseo y clavarse en algún trocito de agua entre las rocas, en un remedo poco glamuroso de los saltos de Río de Janeiro o de Mostar.
En invierno, la mañana es también el momento de las pandillas de adolescentes semimarginales que se entretienen con el arriesgado deporte de saltar desde la baranda del paseo y clavarse en algún trocito de agua entre las rocas, en un remedo poco glamuroso de los saltos de Río de Janeiro o de Mostar.
Después de la comida, en los meses de calor las rocas junto al mar se
llenan de hombres y muchachos que van a nadar. Son sobre todo musulmanes;
algunos, refugiados. Se instalan entre las rocas. Algunos llevan sus narguiles
listas. Otros simplemente se dan unos buenos chapuzones aprovechando los
numerosos recovecos de entre las rocas. Hay quien recoge algas y, como en todas
las playas del mundo, niños recolectando burgaillos y metiéndolos en botellas
de plástico. Muchos adolescentes organizan competiciones de salto. El mar está
siempre sucio de desperdicios flotantes y de los desechos de las alcantarillas,
pero los bañistas de media tarde lo disimulan perfectamente y, entre la basura,
transmiten una imagen paradisíaca de la ciudad.
A la caída de la tarde vuelven por la Corniche los deportistas de todo
tipo. Se mezclan entonces con los niños que han alquilado bicicletas y
triciclos. A medida que se acerca la puesta de sol aumentan las familias
cargadas de niños y el paseo se va llenando de grupos, de narguiles, de luces,
de vendedores, y de vida.
Los vendedores de la Corniche han sido siempre una parte esencial del
paisaje humano de Beirut. Hay vendedores de algodón de azúcar que llevan los
algodones en bolsas y de lejos, al andar, parecen una escultural surrealista de
bolas rosa. Vendedores de globos, de agua, de tabaco. Niños que ofrecen rosas o
guirnaldas de gardenia. Carritos con mazorcas hervidas o asadas. Fotógrafos con
su cámara polaroid ofreciendo fotos instantáneas. Hay vendedores de aviones de
corcho o de paracaídas luminosos. A cambio algunos de los vendedores más
pintorescos de siempre van desapareciendo del lugar y raramente se les ve fuera
de las ciudades del sur del Líbano.
Cada vez se ven menos carritos vendiendo kaak. Es la versión libanesa de
los kolouri griegos, aunque aquí tienen forma de pera aplastada y un agujero en
medio para poder colgarlos. Sigue habiendo vendedores de café, con sus enormes
cafeteras labradas humeantes del carbón que las mantiene calientes. De esos no
faltan, pero en la capital se está perdiendo la costumbre de que se anuncien
con el tintineo conseguido chocando dos tazas en una mano. Es una pena porque
era una costumbre que llenaba la ciudad de músicas. Cada vendedor solía tener
su propio ritmo y se lo reconocía de lejos. Tampoco se ven ya los aguadores,
con sus odres cargados a la espalda que sirven por grifos de cobre dorado
cuando se inclinan adelante. En invierno empiezan a escasear los vendedores de
Salep. Eran costumbres que conectaban el país lo mismo con Grecia y Turquía que
con el Magreb. Esto era el levante y siempre fue lugar donde se cruzaban las
culturas.
A medida que anochece familias numerosas y grupos de amigos se hacen los
dueños lugar. Algunos aparcan en el bordillo y abren las puertas del coche para
tener música de ambiente. Hay grupos de señores que sacan su propia lámpara de
led, la cuelgan de una farola y se montan sus partidas de trictrac -que es como
llaman aquí al backgamon- junto al maletero abierto de un coche. Muchas
familias, plagadas de niños, se traen su comida, su narguile, sus juguetes y
hasta sus sillas de playa para instalarse en un trocito de paseo como si
estuvieran en su casa. Tanto bullicio y tanta vida no son del agrado del Ayuntamiento
hipster y elitista de la ciudad que ha colocado hace ya años carteles
prohibiendo las sillas y las narguiles. Últimamente también ha dispuesto una
pareja de policías municipales en bicicleta y uniforme deportivo ultramoderno
que deben vigilar por su cumplimiento. afortunadamente, con nulo éxito
reprimiendo la frescura del lugar.
Pese a las transformaciones urbanísticas y a las normas represivas y a los
embates diversos el ambiente del paseo parece resistir. Es, además, uno de los
espacios más interreligiosos de la ciudad. En pocos sitios coinciden tanto las
familias musulmanas que se sientan en las rocas con los cristianos que sacan a
pasear a sus perros, corredoras en camisetas de tirantas y con hiyab,
Pescadores armenios y muchachas embutidas en su chador.
Seguramente, nada representa mejor la idea misma de Beirut que este trozo
de Corniche. El shock de los niños cristianos que al acabar la guerra
descubrieron ese paseo en su ciudad no era solo por encontrarse de pronto con
que podían pasear junto al mar, sino porque les resulta tan cercano y tan
propio que de pronto les parecía imposible no haberlo encontrado antes.
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