La plaza Omonia parecía un pequeño broadway y en el café Zonars Anthony Quinn flirteaba con Sofia Loren.En Alejandría los ecos de Kavafis se extinguían en las noches alcohólicas del Spitfire o el Cap d'Or, mientras en los teatros del Cairo el primer jueves de cada mes cantaba Oum Khaltoum, en directo para todo el mundo árabe.
En el Beirut de aquellos años floreció una escena mundana en torno a la zona de Ein El Mraiseh y el hotel Saint George. San Jorge da también nombre a la bahía y a la catedral maronita y a la ortodoxa y a mil cosas más en la ciudad. No es casualidad. La leyenda local cuenta que el auténtico San Jorge, hijo de un potentado local derrotó aquí mismo al dragón o lo que fuera el monstruo que amenazaba la ciudad impidiendo que se acercaran a un manantial. Hay eruditos beirutíes empeñados en documentarlo históricamente: en su favor mencionan la ciudad dibujada en un antiguo icono del santo conservado en la catedral ortodoxa y algunas inscripciones originales de la Mezquita Al Omari, que fue antes iglesia cruzada bajo la advocación del bautista.
Los lugares de la proeza están en Mar Mikhail, cerca de mi casa, aunque en Beirut ya nadie lo recuerda. En el lugar exacto donde San Jorge acabó con el dragón hay hoy una mezquita destartalada y polvorienta que da a la autopista. Es la mezquita de Al Khadr. Jadr es el nombre árabe del mismo santo. Está construida sobre una capilla cruzada y hasta hace poco custodiaba una columna con una inscripción instalada aquí por la mismísima Santa Helena. En la edad media aun era un lugar habitado por enormes serpientes. Ahora todo el perímetro de la mezquita es un cuartel del ejercito del Líbano, heredado de las milicias falangistas. Los jeeps militares aparcan pegados a la pared medieval, justo donde estaba el pozo objeto de la lucha. La gruta donde dormía el bicho está en algún patio de la calle Armenia, al lado de la escalera Vendome. En los años cincuenta la cueva se usaba como santuario de la virgen. Ahora quizás sobrevive en el garaje o los trasteros de algún bloque de pisos, sin que sus propietarios sepan que viven sobre un lugar famoso en el mundo entero. Y no hay duda, antes que de los ingleses y catalanes, San Jorge es de Beirut.
La bahía de Saint George, convertida hoy en la marina de la aceituna, fue el puerto romano de la ciudad y se conservó casi inalterado hasta hace un par de décadas. En su extremo en los años veinte se construyó el hotel, que empezó pronto a ser frecuentado por celebridades que lo tomaron por un trocito de la costa azul en oriente medio. En los sesenta acogía a espías, vividores, estrellas de hollywood, periodistas y millonarios. Philby pasaba por aquí tanto como los espías judios o jordanos y Elizabeth Taylor y Richard Burton lo escogieron como uno de sus varios nidos de amor.
Los lugares de la proeza están en Mar Mikhail, cerca de mi casa, aunque en Beirut ya nadie lo recuerda. En el lugar exacto donde San Jorge acabó con el dragón hay hoy una mezquita destartalada y polvorienta que da a la autopista. Es la mezquita de Al Khadr. Jadr es el nombre árabe del mismo santo. Está construida sobre una capilla cruzada y hasta hace poco custodiaba una columna con una inscripción instalada aquí por la mismísima Santa Helena. En la edad media aun era un lugar habitado por enormes serpientes. Ahora todo el perímetro de la mezquita es un cuartel del ejercito del Líbano, heredado de las milicias falangistas. Los jeeps militares aparcan pegados a la pared medieval, justo donde estaba el pozo objeto de la lucha. La gruta donde dormía el bicho está en algún patio de la calle Armenia, al lado de la escalera Vendome. En los años cincuenta la cueva se usaba como santuario de la virgen. Ahora quizás sobrevive en el garaje o los trasteros de algún bloque de pisos, sin que sus propietarios sepan que viven sobre un lugar famoso en el mundo entero. Y no hay duda, antes que de los ingleses y catalanes, San Jorge es de Beirut.
La bahía de Saint George, convertida hoy en la marina de la aceituna, fue el puerto romano de la ciudad y se conservó casi inalterado hasta hace un par de décadas. En su extremo en los años veinte se construyó el hotel, que empezó pronto a ser frecuentado por celebridades que lo tomaron por un trocito de la costa azul en oriente medio. En los sesenta acogía a espías, vividores, estrellas de hollywood, periodistas y millonarios. Philby pasaba por aquí tanto como los espías judios o jordanos y Elizabeth Taylor y Richard Burton lo escogieron como uno de sus varios nidos de amor.
Durante la guerra fue ocupado por milicianos, como el Holyday Inn. Escenario de batallas cruentas y quemado. Su piscina, sin embargo,se siguió usando durante la contienda sin perjuicio de que ocasionalmente algún francotirador la eligiera como objetivo.
Tras la guerra su propietario se convirtió en símbolo de la resistencia contra el entramado inmobiliario montado por el presidente Hariri padre. Éste, con la excusa de reconstruir el centro de la ciudad devastado por la guerra expropió toda la parte antigua de Beirut y se lo dio a una sociedad privada gestionada por él mismo: Solidere. Su entramado societario reconstruyó unas pocas manzanas de la época francesa en torno a la torre del reloj y demolió todo el resto del Beirut antiguo que quedaba en pie. Los últimos restos medievales y otomanos cayeron impunemente bajo la picota. En su lugar, Solidere dejó solares arrasados que usa de parking hasta que los va vendiendo progresivamente a inmobiliarias para construir en ellas. Así el precio no cae. El resultado es el actual Skyline de la marina y del centro de la ciudad. Un paisaje que es frecuente en las ciudades del golfo levantadas de la nada, pero que aquí se alza sobre el destrozo de uno de los lugares habitados más antiguos del mundo. Hileras de rascacielos enormes de cristal y cemento peleándose entre ellos por ser el más alto...y el que tenga menos personalidad. Sólo resiste el Hotel Saint George con su tradicional pancarta de 'Stop Solidere', cada vez más ajada, colgando en la fachada. El propietario se queja de que han destruido el puerto y es el único que se ha negado a vender, por más presiones y amenazas que sufre. A modo de justicia poética, el azar y los servicios de inteligencia sirios quisieron que justo delante del hotel explotara en 2005 el coche bomba que acabó con la vida de su archienemigo el presidente Hariri.
En su parte de atrás, antes de la Corniche se alineaban hace años los mejores hoteles de Beirut, hoy convertidos en esqueletos abandonados. La primera vez que vine a Beirut, hace casi veinte años, aun se mantenía algo del ambiente setentero, muy en decadencia ya, en la zona de edificios bajos junto al mar. Tras la guerra se habían reconvertido en pequeños clubs de alterne, sórdidos y anticuados.Recuerdo que en la puerta de uno de ellos se sentaba permanentemente un portero anciano y arrugado embutido en unos pantalones bombachos, seguramente recuerdo de épocas mejores como botones de algún restaurante u hotel de postín. Tenía la piel cetrina, mirada cansada y el ceño siempre fruncido entre las arrugas de la cara. Lo apodamos la momia, porque verdaderamente parecía una. Sin embargo creo que era más bien el espíritu de la vieja ciudad, negándose a desaparecer. Como si pudiera parar el tiempo.Por aquel entonces sobrevivía incluso algún antiguo restaurante de pescado con ventanas a modo de ojo de buey que daban directamente sobre el mar y las rocas. Alguna prostituta alegremente pintarrajeada charlaba con los camareros aburridos y se iba luego a la calle, con otras compañeras que solían dejarse ver en la zona.
Hoy todo eso ha desaparecido. En su lugar han abierto un concesionario de Rolls Royce y varios restaurantes de lujo. Alguno de ellos incluso ha instalado su pequeña zona de tumbonas sobre una plataforma de madera en el mar que sirve también de atraque a pequeños yates que al llevan a sus ocupantes directamente a la comida y las copas, sin pasar por la calle.
De los cuchitriles antiguos apenas queda un resto. Sólo una enigmática puerta metálica y oxidada sobre el que una inscripción que apenas deja leerse aun anuncia 'Hotel y restaurante'.Da a un pasillo estrecho y largo. Lo usan los aparcacoches de los restaurantes para sentarse a charlar y eventualmente cobijarse del sol o la lluvia. Paso por delante cada día al ir y venir a la universidad, pero nunca me he atrevido a intentar entrar. a veces imagino que sea un acceso extraño al pasado y que si lo cruzo al final del pasillo voy a volverme a encontrar al viejo portero, vigilando esta vez que nadie se cuele en el antiguo Beirut de la dolce vita.
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