La plaza Omonia parecía un pequeño broadway y en el café Zonars Anthony Quinn flirteaba con Sofia Loren.En Alejandría los ecos de Kavafis se extinguían en las noches alcohólicas del Spitfire o el Cap d'Or, mientras en los teatros del Cairo el primer jueves de cada mes cantaba Oum Khaltoum, en directo para todo el mundo árabe.


La bahía de Saint George, convertida hoy en la marina de la aceituna, fue el puerto romano de la ciudad y se conservó casi inalterado hasta hace un par de décadas. En su extremo en los años veinte se construyó el hotel, que empezó pronto a ser frecuentado por celebridades que lo tomaron por un trocito de la costa azul en oriente medio. En los sesenta acogía a espías, vividores, estrellas de hollywood, periodistas y millonarios. Philby pasaba por aquí tanto como los espías judios o jordanos y Elizabeth Taylor y Richard Burton lo escogieron como uno de sus varios nidos de amor.

Tras la guerra su propietario se convirtió en símbolo de la resistencia contra el entramado inmobiliario montado por el presidente Hariri padre. Éste, con la excusa de reconstruir el centro de la ciudad devastado por la guerra expropió toda la parte antigua de Beirut y se lo dio a una sociedad privada gestionada por él mismo: Solidere. Su entramado societario reconstruyó unas pocas manzanas de la época francesa en torno a la torre del reloj y demolió todo el resto del Beirut antiguo que quedaba en pie. Los últimos restos medievales y otomanos cayeron impunemente bajo la picota. En su lugar, Solidere dejó solares arrasados que usa de parking hasta que los va vendiendo progresivamente a inmobiliarias para construir en ellas. Así el precio no cae. El resultado es el actual Skyline de la marina y del centro de la ciudad. Un paisaje que es frecuente en las ciudades del golfo levantadas de la nada, pero que aquí se alza sobre el destrozo de uno de los lugares habitados más antiguos del mundo. Hileras de rascacielos enormes de cristal y cemento peleándose entre ellos por ser el más alto...y el que tenga menos personalidad. Sólo resiste el Hotel Saint George con su tradicional pancarta de 'Stop Solidere', cada vez más ajada, colgando en la fachada. El propietario se queja de que han destruido el puerto y es el único que se ha negado a vender, por más presiones y amenazas que sufre. A modo de justicia poética, el azar y los servicios de inteligencia sirios quisieron que justo delante del hotel explotara en 2005 el coche bomba que acabó con la vida de su archienemigo el presidente Hariri.

Por aquel entonces sobrevivía incluso algún antiguo restaurante de pescado con ventanas a modo de ojo de buey que daban directamente sobre el mar y las rocas. Alguna prostituta alegremente pintarrajeada charlaba con los camareros aburridos y se iba luego a la calle, con otras compañeras que solían dejarse ver en la zona.
Hoy todo eso ha desaparecido. En su lugar han abierto un concesionario de Rolls Royce y varios restaurantes de lujo. Alguno de ellos incluso ha instalado su pequeña zona de tumbonas sobre una plataforma de madera en el mar que sirve también de atraque a pequeños yates que al llevan a sus ocupantes directamente a la comida y las copas, sin pasar por la calle.
De los cuchitriles antiguos apenas queda un resto. Sólo una enigmática puerta metálica y oxidada sobre el que una inscripción que apenas deja leerse aun anuncia 'Hotel y restaurante'.Da a un pasillo estrecho y largo. Lo usan los aparcacoches de los restaurantes para sentarse a charlar y eventualmente cobijarse del sol o la lluvia. Paso por delante cada día al ir y venir a la universidad, pero nunca me he atrevido a intentar entrar. a veces imagino que sea un acceso extraño al pasado y que si lo cruzo al final del pasillo voy a volverme a encontrar al viejo portero, vigilando esta vez que nadie se cuele en el antiguo Beirut de la dolce vita.
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