Seguramente pudieran también ser el símbolo de la ciudad porque aquí es adónde vienen los suicidas a intentaracabar sus días. Cuando un beirutí está deprimido y pierde de pronto las ganas de vivir, suelta un “cualquier día me voy a Raoucheh” y todos entienden a qué se refiere. La costumbre se extendió especialmente por culpa de los años de guerra y las muchas personas con traumas y síndromes de estrés. Los pescadores que remolonean a diario en los salientes de Dalieh se precian de haber salvado muchas vidas de desesperados y de haber rescatado un buen número de cuerpos ahogados. Dicen que algunos de ellos les intentan después regalar dinero y joyas en agradecimiento, pero que nunca lo aceptan. Me da en la nariz que exageran un poco, porque no me imagino a muchos suicidas frustrados enviando sobres de billetes a quien desbarató sus planes. Pero, en fin, alguno habrá.
Dalieh es la suave bajada que va desde las rocas hacia las playas del sur de la ciudad. Es una zona desolada y polvorienta, de tierra y rocas, con un diminuto puerto de pescadores a un lado, que se ha convertido en uno de los últimos rincones donde aún pueden ir los ciudadanos sin recursos a pasar un día o un rato cerca del mar. Se baja aprovechando un hueco en la baranda de ese trozo de Corniche, a la altura del mirador de las rocas. Como cualquier rincón de la ciudad, Dalieh sufre mucho la presión especulativa. El puerto de barquitas ya casi ha desaparecido bajo unos trípodes gigantes de hormigón con los que quieren hacer un espigón para rellenar la zona. Parece que hay planes aprobados para construir algo aquí. Algunos dicen que una marina, otros que un club.
Entretanto, la gente del lugar resiste. En el repecho nada más bajar de la calle descansa el chasis oxidado de un taxi y hay también un chiringuito destartalado. Ahí vive la familia Itani, junto a su palomar. Las palomas tienen el bajo de las alas pintado de verde para identificarlas cuando revolotean en torno a las rocas, que por algo se las llama las rocas de las palomas. El chiringuito son apenas unas sillas de plástico, algunas neveras para los refrescos y un pequeño ventilador giratorio al que han atado una manguera para refrescar el ambiente. Lo atienden Ali y su mujer. Tiene una sucursal unos metros más allá, justo al borde del precipicio. Son tres sillas donde un puñado de amigos, primos de la familia, pasa el día fumando narguile en espera de que de vez en cuando aparezca un turista a quien bajar a las barcas que hacen el paseo de debajo de las rocas. Son tres barcas esbeltas con un motor potente que se cargan de familias móviles en ristre y hacen a todo gas la vuelta a la roca hasta que la atraviesan por el túnel. Todo en unos minutos y a un módico precio. Los dueños esperan junto a las sillas. Alguno se entretiene pescando. Otros saltan de vez en cuando al mar desde lo alto del acantilado. Hace años se celebraban regularmente espectaculares competiciones de salto desde aquí. Cuentan que una de las últimas fue en el 2006. Con los bombardeos israelíes sobre una central eléctrica hubo una marea negra y los clavadores salían del mar embadurnados de petróleo.
En la llanura rocosa que llega hasta el mar se instalan grupos de familias y parejas. Algunos son refugiados sirios; otros palestinos; los menos, beirutíes de los barrios chiitas o sunís de por aquí. Es un lugar de ambiente popular donde abundan las narguiles traídas de casa, los termos de té y algún picnic. El ambiente es especialmente relajado a la caída de la tarde, cuando la brisa del mar refresca la canícula y las piedras se llenan de niños jugando vestidos de colores.
Raoucheh está en la vía de entrada al aeropuesto y constantemente pasan muy bajo aviones dispuestos para el aterrizaje. Las hijas de todas las familias sentadas aquí les hacen fotos con cierta emoción, seguramente soñando con los que cogerán cualquier día para escaparse de esta ciudad.
Hoy es domingo y no hay suicidas tirándose al mar, felizmente. Cómo se acerca el buen tiempo, en las rocas de Dalieh un par de caballos llenos de moscas y un camello igual de harapiento esperan a que alguien se anime a dar un paseo por los acantilados. Algún grupo de muchachos aguerridos y musculados paga las pocas libras que cuesta para hacerse la foto de rigor a lomos del animal.
Un poco más arriba, los cafés que dan a las rocas, sobre todo el bay rock y el petit café, están llenos de familias tomando frutas y fumando narguile. Es la versión auténticamente beirutí del relax junto al mar. La clientela es mayormente musulmana. La ropa y los modales resultan siempre elegantes intentando demostrar el nivel social y el saber estar, con esa obsesión tan frecuente en esta ciudad.
Mientras, en el mirador, un grupo de mujeres sirias se ha sentado en el suelo y comentan algo entre risas. Cuando se juntan sólo mujeres flota entre ellas una alegría y un descaro que tiene aires de escapada. Se ríen a carcajadas y se dan golpes en el hombro. Todas llevan velo, algunas hiyab cerrado, otras sólo un pañuelo granate o de colores. En el mirador siempre hay ambiente de fiesta. Muchachos con cestas llenas de nueces y castañas preparadas de los modos más diversos pasean entre los turistas del golfo y las criadas filipinas en su día libre que se hacen fotos ante las dos rocas arenosas. Hay señores mayores que ofrecen café caliente en enormes cafeteras de acero calentadas mediante un tubo con carbón. No faltan fotógrafos, polaroid en ristre, que desafían el imperio de los móviles ofreciendo la inmediatez de una foto en papel. Pasan vendedores de collares de gardenia. Las llevan engarzadas en una cuerda y el aroma se percibe desde la distancia. El olor de las gardenias es el aroma de la primavera y de la infancia, y por un momento la Corniche parece Túnez, el país de las flores blancas y olorosas.
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