Vivir y trabajar en Beirut sin medio de transporte propio implica pasar mucho tiempo de tu vida en un taxi. Si no tienes la suerte de coincidir con algunas de las pocas rutas de los minibuses destartalados que sirven a algunos barrios, vivirás pendiente de los servís. Son taxis colectivos que van recogiendo a pasajeros por un precio fijo de dos mil libras. Así que varias veces al día me coloco en alguna esquina. Los taxis que pasan van parando; por la ventanilla grito el barrio o la zona adonde quiero ir y ellos aceleran o me esperan. Al final siempre hay alguno al que le conviene y me hace un gesto para que suba.
Cada viaje es una sorpresa. Hay taxistas que tienen el coche inmaculado. Otros son felices paseando en una sucia cafetera de lata y sillones sucios. Una vez me tropecé con un taxista sudoroso que teorizaba sobre los malos olores en su coche: “quien no se asea cuando va a coger un servís tiene muy poca educación”. Algunos son dicharacheros e insisten en contarte su vida. Los hay que llevan la música a toda voz. La emisora favorita de estos es Nidaa FM, que emite música árabe popular ininterrumpidamente. A veces te ofrecen agua o caramelos. Uno se desvía de nuestro camino y da un rodeo innecesario hasta un chiringuito a la margen del río donde para y se hace traer un café expreso denso y fuerte; presume de que es el mejor café de Beirut. Hay taxistas irascibles que viven enfadados con el mundo y los clientes; y conductores felices que te acogen como si fueras de la familia. Uno que niega ser sirio me cuenta lo mucho que le gusta Atenas: todo muy bonito, la plaza Victoria, Omonia, ¡qué maravilla!
Así que los taxistas que no soportan los embotellamientos viven en sufrimiento constante y con el estrés a flor de piel. En cuanto el vehículo se queda parado en una obstrucción comienza a resoplar y a hacer giros bruscos de volante. Se impacienta, grita y se le saltan las venas. Más de una vez uno de estos me ha dejado de pronto, a mitad del trayecto y en medio de cualquier sitio, negándose a seguir adelante.
Conozco a un taxista que lleva cada mañana a cuatro muchachas filipinas desde Bourj Hammoud a las casas donde limpian en Gemmayzeh y el Downtown. Ellas hablan mejor inglés que árabe pero se defienden lo bastante como para mantener cierta conversación. Él se hace el indignado con ellas protestando por cada detalle. Como visten. Que ensucian el coche. Que gritan mucho. Que son desvergonzadas. Le responden con descaro y picardía. Cada día se hacen las mismas bromas y todos empiezan el día sonriendo.
Los servís se desvían para llevara cada cliente a su destino, y a veces te hacen dar unas vueltas tremendas hasta que llegas al tuyo. Una vez cogí un taxi que batió todos los récords y fue, además, con uno de los chóferes más agradables que he tenido la suerte de cruzarme. Se suponía que me llevaba a la universidad, a unos diez minutos de distancia en una línea recta siempre paralela al mar por el puerto, la marina y la Corniche. Y sí que me llevó, sí. Pero tardé más de hora y media en llegar. Antes, me paseó por rincones más insospechado de la ciudad y sus arrabales. Al poco de montarme hizo un giro en u y enfiló mi misma calle en dirección contraria. En el taxi iban dos chicas y me explicó que tenía que dejarlas primero a ellas. Lo que no me dijo es que iban al sur de la ciudad. En concreto a la plazoleta polvorienta junto a la embajada de Kuwait donde paran los autobuses que van al sur; más cerca de aeropuerto quede mi destino. Me di cuenta de que algo iba mal cuando pasamos el barrio de Badaro y empezamos a cruzar los controles militares que protegen los barrios chiitas. En las calles arenosas del campo de refugiados de Chatila hicimos la primera parada larga. Ante una chabola de techo de lata que resultó ser el taller donde arreglaba coches cuando no los conducía. Nos presentó a su hermano y tuve que hacerme el enfadado para hacerlo volver al taxi. Llegué al trabajo irritado, sudoroso, sucio y, sobre todo, una hora más tarde de lo debido. Pero lo pasé bien.
A atardecer, el taxista que me lleva a casa a menudo lleva puestas recitaciones del Corán. Con esa banda sonora me enfrento a los atascos de Hamra hasta que salimos al scalextric que sobrevuela el downtown. El chófer siempre va fumando. Fuera atardece. Las iglesias y las mezquitas ya han encendido las luces de colores de sus minaretes o sus cruces. El coche va parando ante cada persona que se pare en la calle. Incluso las que van a cruzar el semáforo. A veces logra rellenar el asiento trasero y entran un par de señoras que me estrujan. Las mujeres siempre saludan, merhaba, al subir.
Qué delicia de relato, qué gusto la sencillez con que cuentas historias hermosas en el paisaje hostil del tráfico beirutí.
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