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23 mayo 2018

BOURJ HAMMOUD (Barrios de Beirut, 4)

En Beirut, cuando algo se rompe, se lleva a un armenio que lo arregle. Si no puede repararlo un armenio, es que no tiene arreglo. Tienen fama de creativos y de ingeniosos. Y cargan esa fama con orgullo. Orgullo de pueblo, porque si algo tienen los armenios de Beirut es conciencia de pueblo. Una nación concentrada en un enorme barrio llamado Bourj Hammoud.
A principios del siglo veinte algunas de las penoso columnas de refugiados armenios moribundas que huían del genocidio turco llegaron a Beirut. Se establecieron primero en campos muy precarios en la zona del puerto, donde pronto proliferaron epidemias. Por eso, pasados pocos años el gobierno local les ofreció que se instalaran en la zona de Bourj Hammoud: un huerto al otro lado del río dedicado sobre todo al cultivo de morera para los productores de seda de la ciudad. Aceptaron, y ahí construyeron su propio barrio, una ciudad de exiliados añorando su país. Y ahí sigue. Es una zona pintoresca y alegre, con una de las mayores densidades de población de Oriente Medio.
Durante la guerra civil de Líbano el barrio decidió no alinearse con ninguno de los múltiples bandos en liza. Aprovechando que tienen un perímetro muy claro, crearon un grupo de autodefensa que no dejó entrar a ninguna milicia en su zona. Hubo algún intento y muchas provocaciones pero resistieron. Fueron la única zona de Beirut donde no hubo combates y ahora es la única donde todos los edificios son antiguos, de antes de la guerra. No hay grandes bloques de cemento y acero. Eso aumenta el encanto de su trazado de callejuelas ordenadas y vitales, siempre bulliciosas, que sólo podría existir en esta parte del mundo. Las calles de Bourj Hammoud rebosan de tiendas, talleres y tenderetes.
Con la melancolía del exiliado, todas las arterias llevan el nombre de ciudades armenias, y de entre ellas, la calle Marash y la calle Arax son las que vertebran sentimentalmente el barrio. Marash es para ir con hambre, acoge sobre todo las tiendas de droguería y comestibles; especias de todo tipo, cardamomo, bami seco, mil mezclas de zlatar de Alepo, jabón de Saida, pétalos de rosa, esponjas naturales, berenjenas secas. Caramelos de mil sabores distintos envueltos en papel brillante. Calabazas, hierbabuena, perejil, cilantro, albahaca, menta; hierbas que no sé nombrar pero huelen de lejos. En paralelo, Arax es para la ropa. Aquí se compran zapatos, camisetas, ropa interior sexy o abrigada, maletas. Las dos están salpicadas de talleres que reparan zapatos o cacerolas. Y como en el resto del barrio, en cada esquina hay un puesto de kebab o una cafetera.
Los armenios tienen mucho de balcánicos y están tan enganchados al café expreso -fuerte y espeso- como al backgammon que aquí llaman Tavlie. Por todos lados hay grandes máquinas de café de las que funcionan con pistones. Por muy pocas libras tienes asegurado todo el día un líquido fuerte y con mucho sabor que la gente bebe con fruición. En la puerta de la mayoría de negocios dormita el dueño sentado en una silla sobre la acera. Apenas abre los ojos para saludar a algún vecino… salvo cuando se une a una partida de backgammon. Entonces se forman melés de jugadores y observadores que dan consejo durante horas.
Cuando a un cristiano libanés se le pregunta si es árabe siempre responde que no, que él es fenicio. Aquí, en cambio, todos se declaran armenios. Y abunda el merchandasing armenio, desde las banderitas y las bufandas con las franjas azul, roja y naranja hasta las figuritas de barro del pueblerino armenio, pasando por los souvenirs made in china siempre en el mismo tono. Hay banderas armenias con su franja naranja colgando prácticamente de cada balcón y en los altavoces de las tiendas suena una canción que dice Ararat, Ararat.
Evidentemente, la inmensa mayoría de la población es armenia; y de religión ortodoxa. Hay un buen puñado de iglesias con el típico techo cónico y los letreros en ese alfabeto. Sin embargo, el barrio es mucho más plural y más mezclado de lo habitual en el Beirut de nuestros días. Hay importantes comunidades de católicos, de chiitas y hasta de etíopes eritreos. Estos últimos son sobre todo mujeres dedicadas al trabajo doméstico en la ciudad. Las que no viven en las casas en las que trabajan suelen quedarse a dormir aquí. Los domingos y se las ve pasear en grupos por las calles del barrio, delgadas, de piel oscura y a menudo con el pelo cubierto por pañuelos blancos.

Y de hecho, lo mejor de Bourj Hammoud es su gente. Hay en el barrio cierta pasión por la charla y la conversación que engatusa a cualquiera que va. He pasado horas hablando con Michael que tiene una tienda de cosas usadas y antigüedades que se entretiene convirtiendo en lámparas y relojes, increíblemente creativos. Chapurrea varios idiomas y en todos ellos es capaz de bromear, de lanzar amenazas de muerte y de contarte los intríngulis de su nuevo invento. Pasa el día a la puerta de su tienda, sobre un tablero, rodeado de sopletes, sierras, cables y amigos curiosos. Presume de sus creaciones y de un humor ácido y duro, a prueba de guerras; negociando jamás da un paso atrás, dice es que los armenios son así.  
Me estoy haciendo amigo del señor Zaven, que es camisero. Tiene modales suaves y pasión por su trabajo. Tiene su negocio en un pequeño local al que se entra bajando unos escalones. Está repleto de paquetes de telas, sobre todo de colores claros e italianas. Tiene un tablero enorme sobre el que extiende los patrones y corta el tejido. En verdad debería estar jubilado, como el par de amigos que vienen a pasar el día sentados charlando en su tienda sin beber ni fumar para no manchar el género. Pero cuando entra un cliente, a Zaven le brillan los ojos de un modo especial explicando la doble costura de los hombros o el refuerzo de los cuellos. Se activa y despliega telas, muestras y camisas terminadas por toda la tienda, recordando que es un tendero. Un tendero armenio.


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