En Beirut, cuando algo se rompe, se lleva a un armenio que lo arregle. Si
no puede repararlo un armenio, es que no tiene arreglo. Tienen fama de
creativos y de ingeniosos. Y cargan esa fama con orgullo. Orgullo de pueblo,
porque si algo tienen los armenios de Beirut es conciencia de pueblo. Una nación
concentrada en un enorme barrio llamado Bourj Hammoud.
A principios del siglo veinte algunas de las penoso columnas de refugiados
armenios moribundas que huían del genocidio turco llegaron a Beirut. Se
establecieron primero en campos muy precarios en la zona del puerto, donde pronto
proliferaron epidemias. Por eso, pasados pocos años el gobierno local les
ofreció que se instalaran en la zona de Bourj Hammoud: un huerto al otro lado
del río dedicado sobre todo al cultivo de morera para los productores de seda
de la ciudad. Aceptaron, y ahí construyeron su propio barrio, una ciudad de
exiliados añorando su país. Y ahí sigue. Es una zona pintoresca y alegre, con
una de las mayores densidades de población de Oriente Medio.
Durante la guerra civil de Líbano el barrio decidió no alinearse con ninguno
de los múltiples bandos en liza. Aprovechando que tienen un perímetro muy
claro, crearon un grupo de autodefensa que no dejó entrar a ninguna milicia en
su zona. Hubo algún intento y muchas provocaciones pero resistieron. Fueron la
única zona de Beirut donde no hubo combates y ahora es la única donde todos los
edificios son antiguos, de antes de la guerra. No hay grandes bloques de cemento
y acero. Eso aumenta el encanto de su trazado de callejuelas ordenadas y
vitales, siempre bulliciosas, que sólo podría existir en esta parte del mundo. Las
calles de Bourj Hammoud rebosan de tiendas, talleres y tenderetes.
Con la melancolía del exiliado, todas las arterias llevan el nombre de
ciudades armenias, y de entre ellas, la calle Marash y la calle Arax son las que
vertebran sentimentalmente el barrio. Marash es para ir con hambre, acoge sobre
todo las tiendas de droguería y comestibles; especias de todo tipo, cardamomo,
bami seco, mil mezclas de zlatar de Alepo, jabón de Saida, pétalos de rosa,
esponjas naturales, berenjenas secas. Caramelos de mil sabores distintos envueltos
en papel brillante. Calabazas, hierbabuena, perejil, cilantro, albahaca, menta;
hierbas que no sé nombrar pero huelen de lejos. En paralelo, Arax es para la
ropa. Aquí se compran zapatos, camisetas, ropa interior sexy o abrigada,
maletas. Las dos están salpicadas de talleres que reparan zapatos o cacerolas.
Y como en el resto del barrio, en cada esquina hay un puesto de kebab o una
cafetera.
Los armenios tienen mucho de balcánicos y están tan enganchados al café
expreso -fuerte y espeso- como al backgammon que aquí llaman Tavlie. Por todos
lados hay grandes máquinas de café de las que funcionan con pistones. Por muy
pocas libras tienes asegurado todo el día un líquido fuerte y con mucho sabor
que la gente bebe con fruición. En la puerta de la mayoría de negocios dormita
el dueño sentado en una silla sobre la acera. Apenas abre los ojos para saludar
a algún vecino… salvo cuando se une a una partida de backgammon. Entonces se
forman melés de jugadores y observadores que dan consejo durante horas.
Cuando a un cristiano libanés se le pregunta si es árabe siempre responde
que no, que él es fenicio. Aquí, en cambio, todos se declaran armenios. Y abunda
el merchandasing armenio, desde las banderitas y las bufandas con las franjas azul,
roja y naranja hasta las figuritas de barro del pueblerino armenio, pasando por
los souvenirs made in china siempre en el mismo tono. Hay banderas armenias con
su franja naranja colgando prácticamente de cada balcón y en los altavoces de
las tiendas suena una canción que dice Ararat, Ararat.
Evidentemente, la inmensa mayoría de la población es armenia; y de religión
ortodoxa. Hay un buen puñado de iglesias con el típico techo cónico y los letreros
en ese alfabeto. Sin embargo, el barrio es mucho más plural y más mezclado de
lo habitual en el Beirut de nuestros días. Hay importantes comunidades de católicos,
de chiitas y hasta de etíopes eritreos. Estos últimos son sobre todo mujeres
dedicadas al trabajo doméstico en la ciudad. Las que no viven en las casas en
las que trabajan suelen quedarse a dormir aquí. Los domingos y se las ve pasear
en grupos por las calles del barrio, delgadas, de piel oscura y a menudo con el
pelo cubierto por pañuelos blancos.
Y de hecho, lo mejor de Bourj Hammoud es su gente. Hay en el barrio cierta
pasión por la charla y la conversación que engatusa a cualquiera que va. He
pasado horas hablando con Michael que tiene una tienda de cosas usadas y antigüedades
que se entretiene convirtiendo en lámparas y relojes, increíblemente creativos.
Chapurrea varios idiomas y en todos ellos es capaz de bromear, de lanzar
amenazas de muerte y de contarte los intríngulis de su nuevo invento. Pasa el
día a la puerta de su tienda, sobre un tablero, rodeado de sopletes, sierras,
cables y amigos curiosos. Presume de sus creaciones y de un humor ácido y duro,
a prueba de guerras; negociando jamás da un paso atrás, dice es que los
armenios son así.
Me estoy haciendo
amigo del señor Zaven, que es camisero. Tiene modales suaves y pasión por su
trabajo. Tiene su negocio en un pequeño local al que se entra bajando unos
escalones. Está repleto de paquetes de telas, sobre todo de colores claros e
italianas. Tiene un tablero enorme sobre el que extiende los patrones y corta
el tejido. En verdad debería estar jubilado, como el par de amigos que vienen a
pasar el día sentados charlando en su tienda sin beber ni fumar para no manchar
el género. Pero cuando entra un cliente, a Zaven le brillan los ojos de un modo
especial explicando la doble costura de los hombros o el refuerzo de los
cuellos. Se activa y despliega telas, muestras y camisas terminadas por toda la
tienda, recordando que es un tendero. Un tendero armenio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario