La acrópolis de
Nísiros se conserva bien para su edad. Las dura piedras de basalto volcánico de
sus muros han resistido en gran parte incólumes el paso de los siglos. Los
canteros que hace casi tres mil años tallaron cuidadosamente esos bloques -alguno
de casi cinco toneladas- consiguiendo que encajaran perfectamente entre sí
sabía lo que hacían.
En nuestros días
puede verse prácticamente el mismo paisaje que observaron ellos. Los olivos cargados
de chicharras que descienden por la ladera rocosa hacia el mar y allí, justo
enfrente, el islote de Yali que sigue siendo, como entonces, sólo una cantera
deshabitada. De ahí salía la obsidiana más famosa del Dodecaneso. La piedra negra,
brillante y dura que aparece en
todas las excavaciones de Grecia. Es más frágil que la de Milos, pero su accesibilidad hizo que desde la antigüedad se extendiera más por todas las ciudades Estado de este mar. Más allá en el horizonte se aprecia el nítido perfil de Kos. La isla madre de la que, según la mitología, se desgajó esta, cuando Poseidón arrancó un trozo para arrojárselo a un gigante. La fuerza del golpe explicaría, evidentemente, que toda la isla sea volcán.
todas las excavaciones de Grecia. Es más frágil que la de Milos, pero su accesibilidad hizo que desde la antigüedad se extendiera más por todas las ciudades Estado de este mar. Más allá en el horizonte se aprecia el nítido perfil de Kos. La isla madre de la que, según la mitología, se desgajó esta, cuando Poseidón arrancó un trozo para arrojárselo a un gigante. La fuerza del golpe explicaría, evidentemente, que toda la isla sea volcán.
No se sabe si la
acrópolis existía ya cuando los barcos de Nísiros, según cuenta Homero, se
apuntaron a la excursión punitiva contra Troya. Pero no hay duda de que en sus
callejuelas y templos se decidió apoyar a Jerjes y los persas en la batalla de
Salamina. Mal negocio, en términos de crédito histórico, pero es que aquí las fronteras
siempre han sido variables. Nísiros sólo se integra en Grecia tras la segunda
guerra mundial, hace nada. Antes fue italiana, turca y hasta tuvo un gobernador
catalán. El caso es que pese a su origen dorio los habitantes de la isla fueron
con los persas, perdieron, y pagaron las consecuencias.
Desde los muros
del paleocastro, con el permanente acompañamiento de las chicharras, es
inevitable evocar el poema de Kavafis que describe una ciudad alterada y
nerviosa esperando a los bárbaros. Aquí llegaron los vengativos barcos
atenienses primero. Y luego los espartanos. Nísiros se doblegó a unos y a
otros. Tal y como se ha doblegado a otras civilizaciones, sin dejar de ser
ellos, isla pequeña y cerrada con personalidad propia inalterable. Ni los
cristianos caballeros hospitalarios, ni turcos y otomanos, ni italianos ni
nazis han conseguido más que ocupar levemente este lugar. Instalaron castillos,
guarniciones y otras demostraciones de poder terrenal, pero no alteraron su
modo de vida.
Hoy la isla tiene
dos policías, que cuidan sobre todo el atraque de los barcos en el puerto, y
sus mil habitantes no parecen más afectados por ninguna amenaza. En ausencia de
los refugiados que desembarcan en islas vecinas, aquí la más brutal es la del
turismo, que aquí resbala como el aceite. Nísiros disfruta de una posición envidiable
que hace que cada mañana desembarquen oleadas de rusos, ingleses y rubicundos
turistas de cualquier país. Vienen de los resorts de Kos, mayormente en rebaños
masivos que visitan el monasterio y el volcán, llenan las tiendas y los restaurantes
y antes de que caiga la tarde se vuelven en los mismos barcos a sus
apartahoteles despersonalizados. La isla recupera la calma y el ritmo de vida
de siempre apenas alterado por un pequeño rosario de acontecimientos marcados: algún
panegiri, un campeonato de volley a la entrada de Mandraki, la presentación de
un libro de poemas sobre la isla, algún concierto veraniego de música griega. Y
poco más.
En los muros de la acrópolis se conserva una inscripción del siglo cuarto antes de Cristo que prohíbe a los ciudadanos construir sobre las murallas. Por el bien de la ciudad. Hoy las callejuelas
de Mandraki, llenas de señores que pasean, se saludan e intercambian noticias
sobre el día, yacen a los pies de esa acrópolis y desde sus muros se ven
agitadas, como si en estos siglos hubiera cambiado muy poco en Nísiros, y
siguieran esperando a los bárbaros.
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