Las calles de
Nísiros están plagadas de albahaca, que en griego se dice vasilikó, y significa
real, propio del rey. Las callejuelas de
la isla rebosan de macetas de barro o en antiguas latas de aceite y conservas
donde crecen todas las especies posibles de albahaca. La italiana, de hoja grande,
redondeada y jugosa. La tailandesa, de tallos muy largos, hojas afiladas y
florecillas moradas. La española, de hojitas pequeña como la que tenía siempre
mi abuela en la ventana de su cocina. Aquí las plantas son grandes y frondosas,
y con el viento que gira entre las callejuelas estrellas llega a menudo un
aroma a albahaca que debe ser el olor del verano.
La isla es volcánica,
redonda y muy pequeña. Todo el centro está ocupado por un inmenso cráter volcánico,
de forma que las cuatro aldeas habitadas están en las laderas externas del
cráter, hacia el mar. En total viven aquí menos de mil personas, pero incluso
en una comunidad tan pequeña cada núcleo tiene su personalidad.
Mandraki es la
capital, el puerto, la sede de la policía y prácticamente el centro de todo.
Tiene pocos siglos y un trazado urbano complicado que recuerda una medina.
Callejuelas estrechas que no siguen ninguna línea, trazadas para evitar el viento
y dar sombra con el ancho justo para que pase un burro o, mucho más actual, una
moto. En el barrio de Langadi, que es básicamente una calle que baja desde el
paleocastro y que en invierno se convierte en torrente, se puso de moda hace un
tiempo decorar el suelo de la entrada de las casas, elevadas más de metro para
evitar el agua, con mosaicos hechos con chinos de las playas de la isla. Suelen
representar peces y motivos marinos y lo hacía en sus ratos libres Dinos
Papelis, un peluquero de la ciudad. La idea gustó tanto que Dinos ha dejado la
peluquería y los mosaicos son ahora una de las señas de identidad de Nísiros.
Decoran incluso las plazas públicas del centro de la ciudad y, por supuesto, la
entrada a la mayoría de las casas.
Paloi es un
puerto de mar creado hace sólo unas décadas, junto a unos antiguos baños
romanos, por gente que bajó de Emporio. Es apenas una fila de casas frente al
muelle y sus habitantes viven de la pesca y de las tabernas donde ofrecen
pescado y otra comida a los patrones de los yates que pasan por el lugar. La gente
aquí es más expansiva, quizás por el contacto con el exterior y por la pequeña
playita de al lado del puerto. Allí, puntual como un reloj, se baña cada día
una señora de la que no he logrado saber el nombre aunque es la abuela de Panaiotis,
el niño gordito de la familia del bar de la playa. La señora, en torno a las seis,
sale de su casa que da a la playa vestida siempre con una bata de flores, un
pañuelo blanco en la cabeza y apoyada en dos bastones. De esa guisa se mete en
el mar hasta que le cubre el pecho. Se queda media ahí hora, aprovechando la
calma chicha del mediterráneo.
Luego, completamente vestida y apoyándose en sus bastones sale despacio; a menudo con la ayuda de alguno de sus nietos, y vuelve a su casa. Es un espectáculo cotidiano al que nadie le da mayor importancia. Las barcas de Paloi salen al atardecer. Un rato antes, uno de los pescadores -un muchacho rellenito y rudo- se sienta siempre en el mismo banco frente al cafenío Falimento. Junto a él suelen poner una mesa y sillas alguno de los personajes que a esa hora se toman su enésimo ouzo. Mientras ellos charlan y ríen el pescador, armado de unos pequeños alicates y un rollo de tanza se afana en preparar unos anzuelos grandes para la pesca del besugo que va clavando en el borde de corcho de un barreño de plástico.
Luego, completamente vestida y apoyándose en sus bastones sale despacio; a menudo con la ayuda de alguno de sus nietos, y vuelve a su casa. Es un espectáculo cotidiano al que nadie le da mayor importancia. Las barcas de Paloi salen al atardecer. Un rato antes, uno de los pescadores -un muchacho rellenito y rudo- se sienta siempre en el mismo banco frente al cafenío Falimento. Junto a él suelen poner una mesa y sillas alguno de los personajes que a esa hora se toman su enésimo ouzo. Mientras ellos charlan y ríen el pescador, armado de unos pequeños alicates y un rollo de tanza se afana en preparar unos anzuelos grandes para la pesca del besugo que va clavando en el borde de corcho de un barreño de plástico.
Emporio fue en
otros tiempos el pueblo más importante de la ciudad. Hoy es un conjunto de
casas, deshabitadas y en ruinas en su mayoría, apiñadas en un peñasco. Hay una
iglesia en todo lo alto y un pope que viene casi cada día y que sube por las
empinadas callejuelas y los escalones escarpados con ayuda de un muchacho
fuerte y jovial. Junto a la iglesia hubo un castillete hospitalario, Pantoniki,
del que sólo quedan los muros y que le da a todo el pueblo un aire maniota. La
poquísima vida que queda en emporio se concentra en un espacio diminuto,
lejanamente parecido a una mini plaza, donde resisten dos cafés y una iglesia
mucho más accesible, dedicada al génesis. En la plazoleta y los cafés hay
algunas sillas y los parroquianos recuerdan los tiempos heroicos de la segunda
guerra mundial, cuando un mítico comando griego (liderado por británicos, eso
sí) desembarcó en la isla y a tiros capturó a toda la guarnición alemana. En el
café balkoni, que da al cráter, guardan un espejo roto por uno de los tiros de
ese día. Aunque es difícil, alguno de los habitantes, más escéptico, podría contar
también que aquella noche de 1945 uno de los oficiales alemanes logró llegar a
Paloi con ayuda de alguien y huyó en barca desde allí. La gente de Emporio es
gente adusta y de montaña. Cerrada. Nada que ver con las alegrías costeñas de Mandraki,
allá abajo, al menos seis kilómetros de lejos.
Nikia es un
pueblecito recogido en torno a una plaza que llaman porta, encaramado en el
poco espacio que queda entre los acantilados que dan al mar de un lado y los
que llevan al volcán de otro. Las casas son blancas y los habitantes festivos.
Con mucha personalidad propia. Sobre la plaza de porta reina el café de Giorgos,
a quien conocí hace años en mi primera visita a la isla. Sigue siendo charlatán
y jartible pero el exceso continuo de alcohol ha mermado sus capacidades. Ahora
sólo lo dejan beber Fanta y empieza a perder la cabeza.
Toda la gente de
la isla se conoce. Y todos se encuentran en los panegiri. Hay cuatro panegiri
al año, cada uno en una iglesia aislada y la dinámica es la misma de todas las
islas griegas. Se ponen largas mesas en el patio de la iglesia. Unas señora
voluntarias preparan comida, y los hombres las sirven gratuitamente. El público
paga por las bebidas nada más y con eso se sufraga el mantenimiento de la
ermita. Hay música tradicional en directo, normalmente acompañada de lira
cretense, que es una especie de violín de la zona. El baile es siempre en
mismo, en uno o carios círculos concéntricos en los que se junta gente de todo
tipo. Siempre empiezan liderando el baile personas ya mayores, excelentes
bailarines. A medida que avanza la noche van rebajándose la edad de los
participantes. De madrugada no suele quedar más que jóvenes y todo se vuelve
menos formal.
Estuvimos en el
panegiri de final de julio en la iglesia de San Pantaleón en Avlaki y vimos a
toda la gente que conocemos de la isla: los camareros y parroquianos del bar el
oasis, en la playa de Lies, que es el centro de los hippies que vienen en
verano desde Atenas a acampar en la playa. El rico dueño de una casa en Emporio
que la ha arreglado con todo lujo y se pasa el día al sol en la puerta o en su
yate de Paloi. Pipo, la hija de Manos, el dueño de la tienda de alquiler de
motos y coches que hay en el puerto y que es toda energía. El hijo del guarda
del cráter de Stéfano, que gestiona el bar del cráter y que se hizo famoso como
protagonista de una película de Eleni Alexandraki sobe la nostalgia rodada en
la isla. El camarero de una de los abres de plaza porta en Nikia, que tiene una
sospechosa pinta de seminarista ortodoxo…
Y conocimos al
señor Nikos. Tiene 98 años, es de Nikia y vive en Nueva York. De joven trabajó
como pescador en Paloi y Mandraki, pero tuvo que emigrar. Desde que se jubiló,
todos los veranos consigue que su hija la traiga de vuelta a Nísiros para,
entre otras cosas, venir al panegiri. Aunque no anda muy bien se desenvuelve
con su bastón entre las mesas consiguiendo donaciones para la ermita y
saludando a todo el mundo como si quisiera agarrar cada trocito de la vida de
la isla para tenerlo siempre consigo. A ratos se apoya en un enorme Quercus para
mirar a la gente que baila. El árbol lo plantó su padre hace más de un siglo.
Esa es la manera en la que en Nísiros pasa el tiempo, con una continuidad
pasmosa entre el presente y el pasado. Cosas de las islas pequeñas de esta parte del mundo.
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