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12 agosto 2018

BAALBEK


Dicen en Baalbek que la caravana que escapaba dolorosamente desde Kerbala a Damasco tras el martirio de Hussein pasó por aquí. Y dicen que aquí mismo murió por unas fiebres y fue enterrada la hija pequeña del imán asesinado, biznieta del profeta.

Las fuentes históricas no confirman la existencia siquiera de esta nieta pero siempre ha tenido aquí su mausoleo, ahora enriquecido lujosamente por obra de Hezbollah y fondos iraníes.
En el pueblo hay devoción por este santuario donde algunos años se produce el mismísimo milagro de la sangre licuada que afecta a San Genaro en Nápoles o que maravilló al Líbano cristiano con el cuerpo incorrupto y sangrante del Santo Cherbal. Las religiones tienen todas sus milagros, así que la gente viene y toca la reja del mausoleo y pide cosas.

El misticismo parece intrínseco a la ideosincracia de este lugar, y el hacer templos enormes también. Que aunque en fenicio antiguo significa Señor de la Bekaa se convirtió rápidamente en el lugar del Dios Baal, que molaba más. Hicieron un gran templo. Cuando llegaron los griegos, se convirtió en Heliópolis, como la ciudad del Betis. Luego los romanos hicieron encina otro templo a Júpiter, y así siempre. Baalbek siempre ha vivido de sus templos, ahora convertidos en unas ruinas esplendorosas que sin la mayor atracción turística del país.

Por la ciudad actual pululan los beduinos y tiene toda un aire de árabes del desierto que la acerca más a Jordania o Siria que a las alegres ciudades de la costa del Líbano.

La gente de Baalbek es serena y cívica. Tienen fama de honestos, lo que en boca de un libanés suele ser un calificativo despectivo contra quien no aprovecha el menor resquicio para hacer negocio.


En Baalbek abundan los volvos y mercedes destartalados que andan a duras penas y que si aparecieran por cualquier sitio del centro de Beirut serían objeto de todas las burlas desdeñosas del mundo.

Aquí ls viernes son el día festivo de la semana. Por la tarde el parque se llena de familias sentadas en alfombras sobre el césped haciendo picnic, como en cualquier ciudad iraní. Y como allí, no arrojan ni un papel al suelo. Seguramente tienen algo que ver los guardianes fortachones que están por las esquinas atentos a mantener el orden en el parque. Cuidan de que no entren perros, ni música occidental, ni haya peleas o indecencias.
Mientras, en torno a las ruinas florecen dos negocios, el de las kufias palestinas para poner en la cabeza y el de las camisetas de Hezbollah. El primero es típico de otras atracciones turísticas como Petra. El otro es exclusivo de aquí. Cuando en los noventa Hezbollah aún secuestraba occidentales en Beirut ningún niñato americano se habría atrevido a llevar el escudo verde con el kalashnikov sobre fondo amarillo. Ahora les parece kitch y levemente provocador. Se venden como rosquillas entre turistas que quieren presentar como una aventura su excursión a este lugar tan normal.

Crecí con la guerra del Líbano en todos los telediarios. Conocíamos de oídas los lugares de esos combates y en mi barrio había un derribo inhóspito por el que teníamos que cruzar a veces al que, irónicamente, llamábamos el valle de la Bekaa. Siempre lo imaginé así, como un lugar peligroso, casi desértico, inapacible. La primera vez que, viniendo del monte Líbano lo vi a mis pies sufrí un impacto emocional al descubrir esta banda verde, fértil y llena de cultivos que se extendía en todo el valle entre estas montañas y las que poco más allá señalan la frontera con Siria. Fue la despensa de Oriente Medio en época romana. Desde entonces es famoso por el trigo y la vid, que a modo de ying y yang representan el trabajo y la diversión, la muerte y la vida. Y algo de eso de haber en un sitio que ha sido escenario de masacres y que ahora emana tanta paz. La rompen los frecuentes checkpoints del ejército libanés y el trasiego constante de armas. 
Pero sobretodo la sensación de paz la ahuyentan las decenas de campos de refugiados sirios diseminados por el valle. Están en los basureros de las ciudades recuperando residuos, en los campos sembrados trabajando como aparceros y más veces aún mirando pasar el día, sin nada que hacer más que esperar y pasar hambre mirando las colinas de su país, al que no saben si podrán volver.


La guerra, pues, no se aleja de la Bekaa, igual que no se alejan los dioses.


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