

Las tiflisianas siguen siendo mujeres muy guapas. Los hombres, recios. Unos y otras tienen un orgullo y una seguridad que los hace caminar por la vida con la cabeza alta. La gente georgiana puede volverse fácilmente sofisticada si se da la ocasión. Es un pueblo sociable pero ambicioso, capaz de estar siempre a salvo. Hay una sensualidad en la gente más abierta de Tbilisi que no se da en otros lugares del Cáucaso. La conciencia nacional parece anclada en los primeros años del siglo veinte, como la arquitectura popular. En la Capital, especialmente, se recuerdan con nostalgia los años del cambio de siglo cuando aún quedaba un eco de las últimas caravanas y en las tabernas donde se despachaba más vino que en ningún otro lugar del mundo, se debatía entre otomanos y rusos; entre burgueses y bolcheviques. En ese momento, entre imperios, nació el sentimiento nacional con ingredientes de unos y otros. El tiempo de Ali y Nino. Y de ahí no se han movido.
Georgia, como tantos lugares, fijó una imagen de la cultura propia y se ha quedado parada en ella.
Pirosmani fue un pobre alcohólico que, en su paranoia, desconfiaba de todos, pintaba a cambio de vino o habitación y andaba con aires de mendigo por las tabernas más canallas de su época. Los baños, por su parte, son casi más antiguos que la ciudad, que se construyó aquí precisamente por las fuentes medicinales de aguas sulfurosas. Los cronistas locales del siglo XIX hablan de mujeres que se contaban los cotilleos de la ciudad en los baños y de pandillas festivas que se emborrachaban en ellos. De los baños populares soviéticos y su decadencia antes del boom turístico, no se habla.
Los artistas locales siguen pintando como Pirosmani y sus dibujos de la sociedad de Tbilisi de hace más de un siglo se siguen mirando como la quintaesencia del país. La foto de Vazhda con su papaji (el típico sombrero caucásico, en su caso en la versión más rasta) es omnipresente como evocación del carácter georgiano. Eso y los balcones de madera, que ahora se pintan de colores vistosos.
El turismo ha ayudado a fijar definitivamente esos símbolos e imágenes como la representación del país de un modo accesible y simplón. Igual que lo fueron los cuernos para beber y las espadas. Como iconos vacíos de más relevancia. Ciertamente, eso relega la cultura nacional a algo del pasado, parado en el tiempo y sin proyección hacia el futuro. Aporta las dosis justas de exotismo para las masas de turistas que pasean entre restaurantes falsos por la única calle rehabilitada de la ciudad vieja, se detienen a fotografiar el reloj instalado en la torre inclinada hace unos pocos años, suben al funicular y solo eventualmente (los más atrevidos e independientes) se llegan a un baño de sulfuro a precios disparatados.
Mientras, en el metro de Tbilisi las parejas aún juegan a bajar las escaleras interminables dándose la cara, con las narices juntas, aprovechando ese minuto de amor. Solo que ahora, al menos en las dos o tres paradas del centro también hay parejas de chicos y de chicas. Nos queda eso y las manadas de enormes perros callejeros, todavía.
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