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28 agosto 2023

DE NUEVO EN TBILISI

Han pasado ya dos décadas desde mi primera estancia en Tbilisi. Entonces fueron solo un par de semanas durante un verano que pasé sobre todo trabajando en Marneuli, al sur del país. La sociedad ha cambiado. En aquellos tiempos aun secuestraban a los extranjeros, habías controles de milicias en las carreteras y mis anfitriones llevaban todos pistola escondida bajo la camisa. En las comidas nadie bebía sin permiso del Tamadán. La ciudad es otra también y en ella los cambios, progresivos, son más evidentes. Tbilisi nunca hace ya un siglo que no tiene ningún exotismo. Siempre ha sido orgullosamente ciudadana y el caúcaso llega a la ciudad filtrado por los ojos de la cultura local, que a menudo se recrea en el pasado y las tradiciones agrarias y regionales más con ojos de observador que de protagonista. Sin embargo fue una ciudad profundamente soviética y eso ya ha sido casi completamente borrado del paisaje urbano.
No quedan ni kioscos, ni Ladas, ni refrescos caseros callejeros,… Todo ello, ya sustituido por unos estándares mucho más cercanos a los países europeos y más aburridos. La ciudad solo se mezcla en los extremos con su país. Los mercados de Samgori o las estaciones de Didube están llenos de gente del campo y en ellos la vida parece aún partida en el caos de hace unas décadas. Año tras año, esta ciudad cambia más rápido que la mayoría de lugares que uno conoce. Afortunadamente se ha resistido a las brutales construcciones horribles y enormes que le han robado todo el encanto a tantos otros países excomunistas y el orgullo georgiano se ha enfocado en reformar lo antiguo, a la europea. Pero la europeización y el turismo hacen su papel.
La ciudad antigua, Kala, que hace mucho que era una maraña sucia de casas destartaladas y callejones estrechos y rotos se ha vuelto un lugar reconstruido lleno de nuevas atracciones. Está a medio camino entre el parque temático (un decorado vacío) y la ciudad de vacaciones chic. Rustavi sigue siendo la gran avenida de la ciudad y es donde están las tiendas caras pero cada vez se pasea menos por ahí (aunque en su extremo, en Vera, convertido en barrio vibrante y hipster) y parece que Marianjanshvili le está robando cierto protagonismo. Allí, la avenida de Davit Aghmashenebeli -totalmente renovada- y la presencia de jóvenes alternativos y hombres de negocios a la europea le hace a uno pensar que está paseando por cualquier ciudad centroeuropea. En las callejuelas traseras, como siempre, sobrevive aun la esencia del país, en un diálogo extraño. La ciudad aún tiene encanto, sus habitantes no han huido (salvo de la ciudad antigua que ya es solo una cáscara vacía para goce de los visitantes de fuera) pero una cierta gentrificación avanza, despacio aún. Los arquitectos que han recuperado la Fabrik lo saben y son conscientes de contribuir, pero es imposible frenar el avance de los tiempos. La gente no ha cambiado, sobre todo en un lugar tan urbano y tan diferente del campo georgiano.
Las tiflisianas siguen siendo mujeres muy guapas. Los hombres, recios. Unos y otras tienen un orgullo y una seguridad que los hace caminar por la vida con la cabeza alta. La gente georgiana puede volverse fácilmente sofisticada si se da la ocasión. Es un pueblo sociable pero ambicioso, capaz de estar siempre a salvo. Hay una sensualidad en la gente más abierta de Tbilisi que no se da en otros lugares del Cáucaso. La conciencia nacional parece anclada en los primeros años del siglo veinte, como la arquitectura popular. En la Capital, especialmente, se recuerdan con nostalgia los años del cambio de siglo cuando aún quedaba un eco de las últimas caravanas y en las tabernas donde se despachaba más vino que en ningún otro lugar del mundo, se debatía entre otomanos y rusos; entre burgueses y bolcheviques. En ese momento, entre imperios, nació el sentimiento nacional con ingredientes de unos y otros. El tiempo de Ali y Nino. Y de ahí no se han movido. 
Georgia, como tantos lugares, fijó una imagen de la cultura propia y se ha quedado parada en ella. Pirosmani fue un pobre alcohólico que, en su paranoia, desconfiaba de todos, pintaba a cambio de vino o habitación y andaba con aires de mendigo por las tabernas más canallas de su época. Los baños, por su parte, son casi más antiguos que la ciudad, que se construyó aquí precisamente por las fuentes medicinales de aguas sulfurosas. Los cronistas locales del siglo XIX hablan de mujeres que se contaban los cotilleos de la ciudad en los baños y de pandillas festivas que se emborrachaban en ellos. De los baños populares soviéticos y su decadencia antes del boom turístico, no se habla. Los artistas locales siguen pintando como Pirosmani y sus dibujos de la sociedad de Tbilisi de hace más de un siglo se siguen mirando como la quintaesencia del país. La foto de Vazhda con su papaji (el típico sombrero caucásico, en su caso en la versión más rasta) es omnipresente como evocación del carácter georgiano. Eso y los balcones de madera, que ahora se pintan de colores vistosos. 
El turismo ha ayudado a fijar definitivamente esos símbolos e imágenes como la representación del país de un modo accesible y simplón. Igual que lo fueron los cuernos para beber y las espadas. Como iconos vacíos de más relevancia. Ciertamente, eso relega la cultura nacional a algo del pasado, parado en el tiempo y sin proyección hacia el futuro. Aporta las dosis justas de exotismo para las masas de turistas que pasean entre restaurantes falsos por la única calle rehabilitada de la ciudad vieja, se detienen a fotografiar el reloj instalado en la torre inclinada hace unos pocos años, suben al funicular y solo eventualmente (los más atrevidos e independientes) se llegan a un baño de sulfuro a precios disparatados.
Mientras, en el metro de Tbilisi las parejas aún juegan a bajar las escaleras interminables dándose la cara, con las narices juntas, aprovechando ese minuto de amor. Solo que ahora, al menos en las dos o tres paradas del centro también hay parejas de chicos y de chicas. Nos queda eso y las manadas de enormes perros callejeros, todavía.







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