El carácter nacional Armenio se forjó en un genocidio y allí se quedó. El lamento por las matanzas y los pogroms, actualizado con los sucesos de los años noventa -a pesar de que ganaran la guerra del Nagorno-Karabakh y se quedaran con él-, es la argamasa que une e identifica al país. Vivir instalado en la tragedia permanente no crea grandes expectativas de futuro.
El país está extraordinariamente conectado con la diáspora. Comunidades armenias de Beirut, Isfahan, Paris o Nueva York tienen presencia constante en la sociedad y acentúan el sentimiento de destino trágico de los armenios, demasiado refugiados en su religión como uno de los grandes símbolos patrios. otro es el rey XX que hace dos mil años durante unos pocos lustros mantuvo un imperio de vasallaje que llegaba hasta el Líbano. Es lo más grandioso de su pasado, pero lo que define al país es el sufrimiento, el dolor del genocidio y las persecuciones: un sentimiento de injusticia que llena de tristeza la esencia de la nación.
Aún así, el interior del país sigue siendo Caúcaso y todo recuerda a esta tierra de puente entre el final de Europa y Persia y asía Central. hasta el paisaje. La gente vive en un puñado de largos y fértiles valles encajonados entre montañas mayoritariamente secas y duras salpicadas de islas verdes, como oasis, donde se acumulan las casas y las aldeas. Los valles inmensos son planicies fértiles donde crece el cereal y el pasto y hasta laderas arboladas.Al mismo tiempo, Armenia también son cañones, barrancos y desfiladeros afilados. Lugares dramáticos que parecen hechos para que una caravana sinuosa los atraviese. El sur, hasta Goris, es así. Verdor y desierto, poco que ver con la frescura de las montañas en torno a Vanadzor, donde todo es verde, frondoso e intrincado.
Cerca de Goris, la carretera que une Armenia con Irán se vuelve, al llegar a Tatev, una pista montañosa llena de curvas cerradas bordeando barrancos y desfiladeros. Tan difícil que para evitar los primeros kilómetros se construyó el funicular más largo del mundo, que permite a los visitantes ir al monasterio de Tatev en once minutos, en vez de la hora y media que se tarda por la carretera infernal que baja hasta el puente del diablo. Los camioneros, evidentemente, no tienen otra opción. Algunos días la fila de volquetes iraníes y conteiners de nacionalidad imprecisa parece un cienpies que se retuerce por toda la carretera. Es una vía de comunicación difícil, pero en el Cáucaso nada ha sido nunca fácil en cuestión de viajes. En sus curvas radicales se dejan más de seis horas entre desfiladeros y precipicios. Este comercio a través de uno de los pocos pasos fronterizos terrestres abiertos que tiene la República Islámica es un comercio constante que no se interrumpe ni siquiera durante la noche.
En Goris, por su parte, se nota mucho la presión de los desplazados del Nagorno Karabaj. Hay organizaciones montando actividades para niños, los coches del comité internacional de la cruz roja recorren la ciudad y muchas familias no tienen nada que hacer en todo el día. Los soldados rusos de la fuerza de paz pasean armados por las tiendas y no cesan los helicópteros militares sobrevolando las montañas de alrededor. pese a las quejas contra la fuerza de paz, incapaz de proteger el flujo de alimentos al Karabah, los armenios de esta zona están aún mucho más conectados con Rusia que en Yerevan. En las tiendas la mayor parte de los productos vienen de allí y el ruso se sigue usando como lingua franca. Hay ambiente de frontera.
En mi hostal de Goris (en verdad seis habitaciones al final del huerto/jardín de una casa de pueblo) hay tres franceses dos chicas delgadas de pelo largo y un muchacho de ojos verdes y pelo rojizo que es el guapo novio de una de ellas. Viajan en un viejísimo y destartalado Lada georgiano y tienen pinta de escritores o periodistas. No son muy habladores ni sociables, pero pasan horas dándole de comer a la camada de gatitos de la casa y a algunos que vienen del vecindario. Él habla ruso bien y es un misterio a qué dedican el día y porqué desaparecen a veces una noche.
Goris es una ciudad acogedora. Al menos, el centro. Porque Goris son básicamente cuatro calles larguísimas trazadas con tiralíneas en un valle, justo en paralelo al río. Son varios kilómetros de calle cada una, cortados a intervalos regulares por otras trasversales para formar una cuadrícula. Mi hostal está en el extremo de dentro, justo donde las últimas manzanas acogen al ayuntamiento, el centro cultural y un par de plazas rectangulares y amplias. Todas las casas de Goris son iguales por fuera. Hechas de piedra y salpicadas a veces por balcones salientes de madera. El conjunto queda bien y es fotogénico.
De Goris sale la carretera que a pocos kilómetros se convierte en el corredor de Lachin, que es la carretera que conecta Armenia con el Nagorno Karabaj. Esa región fue asignada ya en el comunismo a Azerbaiyán, aunque está poblada mayoritariamente por armenios. Armenios y azeríes no solo son de religión diferente (cristianos ortodoxos los unos, musulmanes los otros) sino que hablan idiomas distintos (armenio frente a turco) y se consideran de razas distintas. Y no encuentran la manera de convivir. Con la independencia de los dos países tras la caída de la URSS, a principios de los noventa, estalló una guerra brutal. Cientos de miles de muertos por ver quién controlaba este territorio. La ganó Armenia, que se quedó con el control no solo del Nagorno Karabaj sino de gran parte del territorio de Azerbaiyán en torno a esa zona. Impusieron así un corredor que conectaba Goris con la ciudad de Lachin, ya dentro del enclave.
Hace tres años hubo una nueva guerra en la que los azeríes se tomaron la revancha. Reconquistaron terreno y el control sobre esa franja de su país que se usaba de corredor y que es por donde le entra toda la comida y los suministros al Karabaj. Aún así, se siguió usando hasta el año pasado. Hace unos meses un grupo de supuestos ecologistas, con pinta de ser agentes del Gobierno de Azerbaiyán, lo cortaron alegando que los armenios contaminaban mucho con unas minas ilegales. Luego fue ya el ejército el que formalizó el bloqueo con el argumento de que con la comida entraban armas.
Y ahora la gente vive allí como en un campo de concentración... A poquísimos kilómetros de aquí.
Conocí a Arman al recogerlo cuando hacía autostop en una gasolinera en Tegh, el último pueblo armenio en la carretera hacia Karabah. Lo llevé a Gori y a cambio me invitó a su casa a comer y a probar el vodka que hace. Vive en Kodiznor, una aldea a cien metros de la frontera con Azerbaiyán. Vive en casa de sus padres, una granja dentro del pueblo, como todas, de madera y con huerto, establo y alambique incluidos. La parte baja sigue siendo granero y cuadra y allí se sienta en el suelo, en cuclillas, su madre, sin quitarse nunca el pañuelo, a desgranar alubias o preparar verdura para secarse. Arman tiene cinco hijos, pero dos han conseguido emigrar a Erevan y allí estudian. Los tres más pequeños viven aquí, peleándose por el único teléfono móvil de la familia. aquí las mujeres solo hablan con mujeres y yo apenas puedo relacionarme con el propio Arman o su padre, Sejo. Un señor de 86 años que aún me cuenta con emoción sus tres años de mili en el ejército rojo, de la Unión Soviética. Habla un ruso fluido y se acuerda de los detalles del viaje en tren hasta su cuartel Ucrania, el gran viaje de su vida. Es un señor divertido que insiste en que se puede aparcar el coche en su granero y en ofrecerme que me quede a dormir en la casa. Es divertido pero capaz de parar de beber al tercer vaso de vodka, porque sabe lo que pasa. Arman no se contiene tanto y le empieza a brillar los ojos a base de brindar con su propio licor. Su madre le riñe con picardía y escandaliza a las nietas. La comida es modesta, sin carne. maíz en mazorca, tomates, pepinos y patatas presentadas en varias formas. Y queso. El pan es lavash que hace su mujer por la mañana. En Kodiznor no preocupa el Nagorno-Karabakh. Saben que viven en primera línea y que cuando estalle de nuevo la guerra tienen muchas oportunidades de que les pille, pero les agobia más su futuro. Si en la provincia autónoma se pasa hambre, en casa de Arman también. Aquí no hay más trabajo que el de los propios cultivos y cuidar a los animales. Con las dificultades del mercado cada vez están más cerca de vivir exclusivamente del autoconsumo.
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