Después volví varias veces durante años; siempre a la ida o la vuelta de alguno de los países que formaban Yugoslavia y siempre para aventuras similares. Fui leyendo a Claudio Magris y a su mujer y empecé a cogerle el gusto a esta tierra que está en la esquina de todo, terriblemente provinciana y a la vez internacional. Trieste, en su diversidad de no lugar, tiene un ambiente cultural sorprendente y rico, y una pesada tradición pequeñoburguesa.
En los caminos boscosos y abigarradamente románticos que rodean el castillo del Duino es imposible no evocar las elegías del joven Rilke, escritas cuando era aquí mismo huésped de María Bonaparte, la que fuera protectora de Freud y primera mujer psicoanalista de Francia. Los versos son desgarradores y anuncian catástrofes humanas que no parecen ajenas a esta tierra de acantilados. La ciudad, sin embargo, se libra del dramatismo de esas afueras y disfruta de un ambiente bonachón donde literatos y espías se mezclaban sin perder la armonía.
Joyce, el irlandés triestino, vivía en una casa en las escalinatas que hay cerca del castillo. Al parecer, al entrar o salir de su casa a veces se iba a tomar unas copas a la taberna que había donde hoy está la osteria de Libero, a pocos metros. El tal Libero, un yugoeslavo escapado del servicio en su país muchas décadas después de que el escritor irlandés hubiera vuelto a su patria, no se sin embargo cortaba en presentarse como "el anfitrión de Joyce". Con ese reclamo consiguió hacerse un sitio en la ciudad y convertir en cliente a Claudio Magris, que es un poco el albacea de James Joyce por aquí. Así, ese sitio de comida casera se hizo con un nombre entre los referentes culturales de todo el país. Más allá de la curiosidad acerca de como se construyen los lugares míticos de cualquier ciudad, impresiona tomarse unos gnocchis con gulash entre las paredes grasientas donde Italo Svevo y los demás de su parranda le regalaban al genio de Dublín los personajes y las tramas para sus dublineses. Como si en la madera sucia y repintada de esas paredes se hubieran quedado pegados los restos de algunas de esas conversaciones alcohólicas.
Trieste son sus trattorias y sus cafés. En el café Stella Polare para todo el mundo, aunque sea un momento. Está situado en un sitio estratégico para el triestino. Justo donde acaba el canal. A los pies de la escalinata de la iglesia de San Antonio Nuevo donde se sientan a besarse los jóvenes adolescentes. A la espalda de la catedral ortodoxa de San Sipiridione donde se juntan los serbios de la ciudad. Justo enfrente de la calle que lleva a la plaza de Oberdan, de donde sale el tranvía a Opcina. Rodeado de las calles peatonales donde se desarrolla la ciudad. Los sábados por la mañana su terraza es el lugar favorito para sentarse en medio de las compras. Al atardecer entran dentro profesores y estudiantes, todo el que tenga una cita en el centro. Desde sus mesas se veía subir el tranvía del Kars. Gran parte de la personalidad de Trieste está vinculada a ese tranvía cremallera de vagón único que sube hasta Opcina, la ciudad arriba de la montaña, justo en la frontera, con una estación de tren por donde el Orient-Express entraba en Yugoslavia. Trieste siempre ha considerado Opcina más como un barrio que como otra ciudad, a pesar de que está a varios kilómetros de distancia. Y eso era por el tranvía que viajaba constantemente de un sitio a otro. Gracias a eso algunos Triestinos vivían en el campo, en esa árida llanura montañosa y caliza que llaman Carso, pero trabajaban o iban a clase en la ciudad. Hace un par de años los dos vagones del tranvía (siempre hay uno arriba y otro abajo) chocaron frontalmente justo en el punto en que debían cruzarse. Fue debido a un despiste o una borrachera del guardagujas. Pero las autoridades cerraron el servicio hasta que se hicieran algunos arreglos y aún no lo han reabierto. Así que la gente de la ciudad ha dejado de ir al obelisco, la aguja austríaca que señalaba el fin de la carretera imperial a Viena o el inicio de la costa, según de dónde llegara uno.
Sin embargo, si hay un café en la ciudad es el Antico Caffé San Marco. Un establecimiento de aires vieneses, reconstruido a principios del siglo veinte después de que los alemanes lo destruyeran por ser lugar de reunión de los unionistas italianos. El sitio mantiene todo su encanto y su decoración, además de ser uno de los únicos lugares tranquilos de Trieste para trabajar con el portátil. Por eso aún lo frecuentan señoras elegantes y estudiantes universitarios. Según Claudio Magris esté café es la imagen de Europa. Pero él exagera porque siempre ha sido un asiduo y porque aquí ha escrito algunas de sus novelas. El lugar parece, eso sí, un trocito de Austria escondido en esta ciudad italiana a frente al mar. Hasta hace poco los pocos burgueses resto de la minoría austríaca venían cada día aquí a leer en alemán Der Zeit. Pared con pared está la masiva sinagoga triestina, así que siempre han tenido también menús kosher. Hace unos años abrieron dentro una librería, que ocupa solo un trozo y que vende libros de todo tipo, con predilección por los clásicos de Trieste: Rilke, Joyce, Stendhal y por supuesto Italo Svevo, Magris, Jan Morris y Paolo Rumiz. También hay presentaciones y en ocasiones -yo sólo vi una, pero no parecía la primera- entran al vetusto establecimiento jóvenes alternativos de estética okupa aunque sólo sea para reventar la de algún pseudo-escritor muy conservador.
Es Trieste un lugar imaginario, más dinámico en los viajes soñados que en su realidad provinciana. Más majestuoso en la historia que en la cotidianidad. La ciudad está marcada por su geografía. Unas pequeñas colinas sobre el golfo que ocupa la esquina misma de esa bota que es la península italiana. Rodeada en el pasado de salinas que, junto al comercio marítimo, fueron su fuente de riqueza. En época romana se instaló un templo sobre la más prominente de esas colinas, como debe ser. Luego se convirtió en basílica bizantina y a su lado se construyó un imponente castillo veneciano que pervive. Ahí acaba la majestuosidad de la ciudad que prosperó de verdad un pàr de siglos después, cuando construyó el canal mayor como ría donde descargar barcos y en donde refugiarlos de las tormentas. Eso fue el desarrollo de la Trieste burguesa y plana junto al mar. Un lugar casi balneario. tanto que en sus afueras el malogrado Maximiliano de México edificó una pequeña joya decimonónica. Un palacio presuntuoso y lleno de jardines que no llegó a disfrutar. Seguramente, el día que lo fusilaron en los cerros de Querétaro ante el pelotón, el emperador se acordó con melancolía del día que con una chalupa salió desde el coqueto embarcadero de su palacio triestino de Bellevedere camino de esa aventura. Una locura con las dosis de extravagancia y exotismo que son tan caras a los triestinos.
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