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19 marzo 2024

Triste Trieste

Nunca se olvida la primera impresión que uno recibe al llegar a una nueva ciudad. Incluso aunque con el tiempo se llegue a conocerla a fondo, aquel impacto inicial está siempre presente.

La primera vez que pasé por Trieste la guerra empezaba a diez kilómetros de la ciudad y yo iba hacia ella. Llegué en tren y tenía que coger un autobús que, si los bombardeos sobre el puente de Maslenica lo permitían, me acercara a mi campo de refugiados en Dalmacia. Era navidad. Lo recuerdo porque iba con mi amiga Cristina, italiana, y nos escondimos dentro del árbol de navidad que iluminada una rotonda junto al puerto para besarnos y hacer cosas de esas que no se pueden hacer en público. En aquella visita inicial la ciudad, casi vacía, se me apareció ya como la frontera de la civilización. Era el último lugar seguro y cercano antes de entrar en la incertidumbre de un país en armas y descomposición.  Con el tiempo aprendí que durante siglos, en efecto, Trieste fue frontera de todo. Aquí acababa la República de Venezia y casi empezaba el turco. Fue el acceso al mar del imperio austro-húngaro y la puerta del telón de acero ante el mundo comunista.

Después volví varias veces durante años; siempre a la ida o la vuelta de alguno de los países que formaban Yugoslavia y siempre para aventuras similares. Fui leyendo a Claudio Magris y a su mujer y empecé a cogerle el gusto a esta tierra que está en la esquina de todo, terriblemente provinciana y a la vez internacional. Trieste, en su diversidad de no lugar, tiene un ambiente cultural sorprendente y rico, y una pesada tradición pequeñoburguesa. 

En los caminos boscosos y abigarradamente románticos que rodean el castillo del Duino es imposible no evocar las elegías del joven Rilke, escritas cuando era aquí mismo huésped de María Bonaparte, la que fuera protectora de Freud y primera mujer psicoanalista de Francia. Los versos son desgarradores y anuncian catástrofes humanas que no parecen ajenas a esta tierra de acantilados. La ciudad, sin embargo, se libra del dramatismo de esas afueras y disfruta de un ambiente bonachón donde literatos y espías se mezclaban sin perder la armonía.

Joyce, el irlandés triestino, vivía en una casa en las escalinatas que hay cerca del castillo. Al parecer, al entrar o salir de su casa a veces se iba a tomar unas copas a la taberna que había donde hoy está la osteria de Libero, a pocos metros. El tal Libero, un yugoeslavo escapado del servicio en su país muchas décadas después de que el escritor irlandés hubiera vuelto a su patria, no se sin embargo cortaba en presentarse como "el anfitrión de Joyce". Con ese reclamo consiguió hacerse un sitio en la ciudad y convertir en cliente a Claudio Magris, que es un poco el albacea de James Joyce por aquí. Así, ese sitio de comida casera se hizo con un nombre entre los referentes culturales de todo el país. Más allá de la curiosidad acerca de como se construyen los lugares míticos de cualquier ciudad, impresiona tomarse unos gnocchis con gulash entre las paredes grasientas donde Italo Svevo y los demás de su parranda le regalaban al genio de Dublín los personajes y las tramas para sus dublineses. Como si en la madera sucia y repintada de esas paredes se hubieran quedado pegados los restos de algunas de esas conversaciones alcohólicas.

Trieste son sus trattorias y sus cafés. En el café Stella Polare para todo el mundo, aunque sea un momento. Está situado en un sitio estratégico para el triestino. Justo donde acaba el canal. A los pies de la escalinata de la iglesia de San Antonio Nuevo donde se sientan a besarse los jóvenes adolescentes. A la espalda de la catedral ortodoxa de San Sipiridione donde se juntan los serbios de la ciudad. Justo enfrente de la calle que lleva a la plaza de Oberdan, de donde sale el tranvía a Opcina. Rodeado de las calles peatonales donde se desarrolla la ciudad. Los sábados por la mañana su terraza es el lugar favorito para sentarse en medio de las compras. Al atardecer entran dentro profesores y estudiantes, todo el que tenga una cita en el centro. Desde sus mesas se veía subir el tranvía del Kars. Gran parte de la personalidad de Trieste está vinculada a ese tranvía cremallera de vagón único que sube hasta Opcina, la ciudad arriba de la montaña, justo en la frontera, con una estación de tren por donde el Orient-Express entraba en Yugoslavia. Trieste siempre ha considerado Opcina más como un barrio que como otra ciudad, a pesar de que está a varios kilómetros de distancia. Y eso era por el tranvía que viajaba constantemente de un sitio a otro. Gracias a eso algunos Triestinos vivían en el campo, en esa árida llanura montañosa y caliza que llaman Carso, pero trabajaban o iban a clase en la ciudad. Hace un par de años los dos vagones del tranvía (siempre hay uno arriba y otro abajo) chocaron frontalmente justo en el punto en que debían cruzarse. Fue debido a un despiste o una borrachera del guardagujas. Pero las autoridades cerraron el servicio hasta que se hicieran algunos arreglos y aún no lo han reabierto. Así que la gente de la ciudad ha dejado de ir al obelisco, la aguja austríaca que señalaba el fin de la carretera imperial a Viena o el inicio de la costa, según de dónde llegara uno.

Sin embargo, si hay un café en la ciudad es el Antico Caffé San Marco. Un establecimiento de aires vieneses, reconstruido a principios del siglo veinte después de que los alemanes lo destruyeran por ser lugar de reunión de los unionistas italianos. El sitio mantiene todo su encanto y su decoración, además de ser uno de los únicos lugares tranquilos de Trieste para trabajar con el portátil. Por eso aún lo frecuentan señoras elegantes y estudiantes universitarios. Según Claudio Magris esté café es la imagen de Europa. Pero él exagera porque siempre ha sido un asiduo y porque aquí ha escrito algunas de sus novelas. El lugar parece, eso sí, un trocito de Austria escondido en esta ciudad italiana a frente al mar. Hasta hace poco los pocos burgueses resto de la minoría austríaca venían cada día aquí a leer en alemán Der Zeit. Pared con pared está la masiva sinagoga triestina, así que siempre han tenido también menús kosher. Hace unos años abrieron dentro una librería, que ocupa solo un trozo y que vende libros de todo tipo, con predilección por los clásicos de Trieste: Rilke, Joyce, Stendhal y por supuesto Italo Svevo, Magris, Jan Morris y Paolo Rumiz. También hay presentaciones y en ocasiones -yo sólo vi una, pero no parecía la primera- entran al vetusto establecimiento jóvenes alternativos de estética okupa aunque sólo sea para reventar la de algún pseudo-escritor muy conservador.

Todos esos escritores que se venden en las estantería han pasado también por sus mesas. Jan Morris es de los más interesantes; nació hombre y fue soldado del imperio británico. Viajó como comando de las fuerzas especiales por África y Asia y fue guerrillero en la segunda guerra mundial. Un señor aficionado a la historia militar y los viajes que siempre se sintió mujer pero no lo hizo público hasta que un día, con sus hijos ya mayores, apareció con nombre nuevo, pelado y ropa de mujer en una presentación de libros. Siguió escribiendo con el nuevo nombre, pero salvo eso no cambió nada. Ni siquiera de mujer que siempre fue  la que mejor conocía su secreto, cosa muy conveniente. Siguieron juntas ya como dos apacibles viejecitas retiradas en la campiña inglesa, recuerdo las fotos de ella en alguna entrevista y parecía una señora típica inglesa con un pañuelo en la cabeza, aunque de joven se hubiera tirado de paracaídas sobre las líneas enemigas con un cuchillo en los dientes. Supongo que esos son los secretos que unen a una pareja. En Trieste se siente cierta predilección por Jan, porque le dedicó uno de los libros de viajes más bonitos que existen.

Es Trieste un lugar imaginario, más dinámico en los viajes soñados que en su realidad provinciana. Más majestuoso en la historia que en la cotidianidad. La ciudad está marcada por su geografía. Unas pequeñas colinas sobre el golfo que ocupa la esquina misma de esa bota que es la península italiana. Rodeada en el pasado de salinas que, junto al comercio marítimo, fueron su fuente de riqueza. En época romana se instaló un templo sobre la más prominente de esas colinas, como debe ser. Luego se convirtió en basílica bizantina y a su lado se construyó un imponente castillo veneciano que pervive. Ahí acaba la majestuosidad de la ciudad que prosperó de verdad un pàr de siglos después, cuando construyó el canal mayor como ría donde descargar barcos y en donde refugiarlos de las tormentas. Eso fue el desarrollo de la Trieste burguesa y plana junto al mar. Un lugar casi balneario. tanto que en sus afueras el malogrado Maximiliano de México edificó una pequeña joya decimonónica. Un palacio presuntuoso y lleno de jardines que no llegó a disfrutar. Seguramente, el día que lo fusilaron en los cerros de Querétaro ante el pelotón, el emperador se acordó con melancolía del día que con una chalupa salió desde el coqueto embarcadero de su palacio triestino de Bellevedere camino de esa aventura. Una locura  con las dosis de extravagancia y exotismo que son tan caras a los triestinos.

De los cafés, los italianos prefieren seguramente el de los espejos. Es un lugar elegante y sofisticado con una terraza de postín en un lateral de la plaza de la unidad, que es como si estuviera en la de San Marcos de Venecia. La plaza, desde donde Mussolini proclamó las leyes raciales, es amplia, de mármol, imponente y acaba en el mar. Los camareros llevan chaqueta blanca, las mesitas tienen mantel de tela y los spritz se beben con la indolencia de la dolce vita. Aquí se viene a ver y ser visto y el tiempo parece parado en esa Italia glamurosa de los cincuenta convertida ahora en icono.

En su permanente decadencia centroeuropea, Trieste es una ciudad tranquila. Lo bastante pequeña como para que haya pervivido la leyenda del pingüino Marco, al que trajo de mascota una expedición del ártico y que vivió años en el acuario, paseando por sus alrededores para delite de los niños. Lo bastante abarcable como para que cada café tenga su estilo y cada restaurante su historia. De muchos de ellos apenas se atisba. En el Sándwich Club del puerto no ofrecen bocadillos, sino delicias caseras y vino baratísimo para que pandillas de cargadores entrados en años pasen aquí el día en una especie de macarra club del jubilado. En Da Mara la señora Mara, su hija y su nieto atienden un puñado de mesas contando, desde hace décadas, los cotilleos de la ciudad y la gente viene a compartirlos como si fuera el mentidero local. Y sobre todos ellos está el fabuloso y mágico buffet Da Pepi.

Una vez que pasé por Trieste camino de un asentamiento de refugiados sirios en la frontera bosnia nos tocó pasar por Trieste en plena navidad. Todo estaba cerrado o lleno y por casualidad entramos en Pepi y desde entonces para mí ese lugar es la ciudad entera. Cuando estoy allí iría cada día y casi lo hago. Es un antro antiguo y diminuto de comida, forrado de madera amarillenta que parece sacado de cualquier pueblo de la provincia austriaca o húngara. Solo sirven carne hervida o pasada por el horno. Deliciosa carne de cerdo hervida. Hay panceta, lomo, lengua, jamón, salchichas,… todo cortado en lonchas y guardado en bandejas humeantes de vapor. Nada más. Y de guarnición mostaza y chucrut… y ralladura de rábano picante. Constantemente salen bandejas de esa mezcla olorosa. El sitio es estrecho y aunque ya no lo llevan los descendientes del famoso Pepi Klainsic, que en el siglo diecinueve decidió establecerse en la ciudad, ni de su sucesor Pepi Tomasic, muerto en un bonbardeo nazi sobre el local, el ambiente no ha cambiado. Entra una señora envuelta en pieles a la que todos saludan y al verla sentada parece que uno está en una escena de la Grande belleza, con toda la decadencia antigua de la ciudad a cuestas.

Hasta 1954 Trieste no se incorporó a Italia, después de unos años de control internacional tras la guerra mundial en los que aún no se tenía claro a qué país había de anexionarse. Todavía hoy hay quien duda de que pasara. Hace unos años, haciendo una encuesta, descubrieron que más del sesenta por ciento de los italianos no sabían que Trieste perteneciera a Italia. Cuando en 2004 la corona de Miss Trieste recayó sobre una muchacha de la minoría eslovena, natural de las afueras de la ciudad, hubo quien acudió raudo al reglamento para negarle el derecho a representar al territorio en el certamen de Miss Italia. Quizás sea cierto lo que dice Paolo Rumiz de que Italia acaba en Mestre y a partir de ahí las vías del tren entran en los Balcanes… no deja de ser una boutade, viendo el amor de los triestinos por el café ceremonioso, su afición al prosecco que se elabora en las alturas de la ciudad y su misma forma de vestir. En verdad no sé qué es Italia, ni qué es Centroeuropa y a duras penas entiendo qué son los Balcanes. Trieste es, sin duda, la esquina donde todo eso se une. 





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