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16 julio 2022

Trocitos de El Hierro


“Nosotros nos enteramos de cada guardia civil que viene antes de que se baje del barco”. Me lo cuenta Guiomar, la dueña de un restaurante en La Caleta, mientras charlamos sobre la patrulla que lleva toda la tarde haciendo un control en la rotonda que va a la Estaca. En la isla, durante todo el año apenas hay un par de parejas de civiles, que todo el mundo conoce. Pero en verano llegan refuerzos de Tenerife y de pronto deja de ser tan fácil volver a casa por la noche enfilando las estrechas carreteras de montaña con más alcohol de la cuenta. Incluso se acaba lo poder ir a más de sesenta por hora en todas ellas, que es una velocidad absurda en la mayoría de tramos. Los herreños son una comunidad cerrada y ante las amenazas saben organizarse. Tienen grupos de WhatsApp donde van aportando información. Otro amigo me cuenta cómo se enteran de qué apartamentos alquilan a través de los propios dueños. Saben en qué calle vive cada agente y muchos pares de ojos desconfiados lo siguen a él y su familia cuando en su tiempo libre va al supermercado o a la playa. En los grupos de Facebook los llaman las palomas y a menudo algún habitante local se le ofrece para solucionarle un pequeño problema: poder entrar a una piscina, reparar algo de su coche, conseguir un producto que no llega a la isla. Con cada favor intentan crear lazos que les permitan sacarle información o lo pongan en un compromiso antes de poner una multa. No siempre funciona, porque los números de la benemérita no son conscientes de lo importante que es el trueque de favores en una isla tan dura.
De hecho, la forma de reaccionar unidos ante la presencia de agentes es sólo un ejemplo de la solidaridad herreña. Vivir en una isla aislada y poco habitada no es fácil; ayuda mucho contar con la comunidad y un sentimiento de pertenencia que se remonta a siglos atrás. El Hierro tiene hoy prácticamente los mismos habitantes que a finales del siglo diecinueve. En esa época empezó ya la emigración masiva e ilegal a sudamérica para huir de la pobreza. Desde el pequeño muelle de Orchilla, en el paraje más remoto de la isla, justo por donde cruza el meridiano terrestre, salían hasta después de la guerra civil, los barcos ilegales cargados de emigrantes. El destino casi siempre era Venezuela. De hecho la isla tiene multitud de modismos venezolanos y hasta una inusual afición a las arepas producto de ese intercambio. Últimamente son los latinos quines llegan aquí como inmigrante, la mayoría evocando ancestros isleños. Se ocupan mayoritariamente de trabajos que los locales no quieren: dependientas, mecánicos y hasta socorristas. Pero también hay muchos propietarios de bares y restaurantes de origen venezolano y no pocas mujeres de allí se han casado con herreños.

Como Juan, que tiene un restaurante en la zona de Las Playas, cerca del parador. Es un tipo turbio y fantasioso, aunque jovial y divertido, que hasta este verano soñaba aún con montar granjas de bots para criptomonedas y hacerse rico. Su restaurante está lejos de cualquier núcleo de población, rodeado de cactus y calcosas, como en un western junto al mar, y por toda la isla se cuentan rumores de un pasado oscuro que es mejor no confirmar. En esos rincones casi despoblados y azotados con frecuencia por el viento la vida no es fácil. Menos si tienes que mantener también a un primo con alguna enfermedad que le nubla a ratos el juicio. Los mentideros herreños se ceban en la historia de un familiar que se suicidó ahorcándose justamente sobre la puerta del restaurante. El conjunto no es tan sórdido como narran, pero parece que a los lugareños les atrae tener su propio no-lugar, para cumplir con el aserto de que la isla tiene de todo.

El viajero que aterriza por primera vez en El Hierro puede encontrarse un paisaje inesperado. Aunque la isla es pequeña y está rodeada de recodos y charcos de agua cristalina, tiene poco que ver con las suaves imágenes del mediterráneo. En las partes bajas de la isla el terreno es negro y rocoso. Árido y salpicado sólo por las calcosas, las sinjonas y las pitas que parecen pegadas a las rocas. Sólo después, si se tiene la oportunidad de explorar un poco el lugar, aparecen en la cumbre los bosques primigenios de laurelsilva, siempre húmedos, verdes y plagados de helechos. Los pinares, los campitos de cereales y vides y los huecos cargados de vida. El terreno árido rocoso y negro ha forjado el carácter y desarrollado la inventiva de los herreños. Desde que, se dice que en tiempo de los romanos, llegaron las primeras tribus bereberes y se instalaron aquí. El pastoreo, la agricultura y el marisquero han sido durante siglos la principal fuente de subsistencia. Todavía hoy unos pocos herreños conscientes de su cultura disfrutan manteniendo algunas de esas tradiciones. Como mi amigo Carlos, del Mocanal, que recolecta hierbas para todos los males tal y como le cuentan los viejos. También recoge la flor de sal de las piedras de las playas y en invierno deja en los grandes charcos que ahora sirven para el baño las cañas para que se ablanden y poder hacer cestos con ellas.

Los turistas y los herreños disfrutan ahora del baño en esos lugares, recodos naturales donde muros de piedra llevan creando piscinas desde hace siglos. En ellos antes se dejaban los sacos de altramuces y otras plantas para que salaran, y hoy compensan la falta de playas de arena o piedra de la isla. El Charco del Manso es una de esas piscinas naturales de la isla. Está en un lugar apartado al que apenas llega algún turista, muy apreciado por la gente de aquí y donde se ha instalado un kiosco del que cuentan que hace fiestas hasta bin entrada la madrugada. Está al final de una larguísima cuesta que parte de Echedo entre un paisaje despoblado donde lo único parecido a un árbol son los frutos de las pitas, erguidos en cada cresta de la montaña y con las flores de un verde casi fluorescente. Echedo ha sido durante siglos un pueblo que, alejado del mar, sólo se habitaba en verano. La gente de Valverde al llegar el estío cargaban sus pertenencias en mulas y se venía aquí. Lo mismo hacía la gente de las cumbres. La familia de Carmelo, que es conserje y viticultor, pasaba el invierno en San Andrés, donde el ganado podía disfrutar de los pastos de la meseta alta de la isla y ellos plantaban millo y cereales. Al llegar el verano bajaban a los Llanitos, cerca del mar. El agua que se filtra por las montañas florece allí en fuentes salobres ideales para lavar y abrevar a las bestias.

La sociedad de El Hierro es tenaz, pero también cerrada. Aimar, el socorrista de el charco del Manso es boliviano pero llegó a la isla de muy pequeño. Su infancia la pasó como todos los críos de la isla: saltándose las clases del instituto de Valverde para bajar por caminos de tierra a bañarse en el Tamaduste. Los tatuajes que enseña no dejan duda a que es de aquí: son multitud de dibujos básicos, sin demasiada ligazón, tal y como llevan los jóvenes que se los hacen en la isla. Pese a todo eso, cuando algunos amigos me hablan de él lo primero que me dicen es que es latinoamericano. Lo mimo le sucede a Guillermo, el carpintero de Erese. Hace ya más de veinte años que llegó a El Hierro, donde tiene familia. Está absolutamente involucrado en las tradiciones más potentes del Norte, como los bailarines, los pitos y los tambores. El día de San Pedro lo vi cargando las andas del santo durante horas y cuando llega la bajada se va la noche antes a la dehesa para estar el primero cuando la virgen de los Reyes salga de su santuario y acompañarla hasta la villa. Aún así, nadie lo considera herreño y todos recuerdan constantemente que es de fuera. Aquí se acoge con bondad y alegría a todo el mundo, pero la isla sigue siendo de unos pocos y los lazos de vecindad y familiares determinan la propia vida. Sobre todo para los más jóvenes.

No tanto para Jose, que a sus noventa años se ha pasado toda la vida en el campo. Recuerda perfectamente los tiempos en los que uno sólo podía moverse por caminos y el único modo de vida era la pequeña agricultura. 

Cultivaba habas, maíz, uvas y papas. Muchas papas. Luego vendía leche, queso, vino y si terciaba, algunos animales. En la isla ha sido siempre habitual que cada familia haga su propio vino y la mayoría de las casas antiguas conservan aún dos o tres grandes toneles en las cuadras donde envejecía y se guardaba el néctar fermentado. Las ladera del valle del Golfo y  los barrancos de El Pinar están plagados de vides sembradas hace décadas en pequeños terrenos delimitados por muros de piedra. Las viñas tradicionales se plantan a ras de suelo y de manera desordenada, así cubren toda la superficie, rastreras, tan pegadas a la tierra que siguen todas sus ondulaciones. Son plantas que resistieron la filoxera y, a menudo, a años de abandono. El suelo de esos diminutos viñedos familiares está sembrado de piedras vivas y muertas. Las dos son volcánicas. Las vivas son las piedras porosas, rojizas y que casi no pesan. Son las que retienen el agua de la lluvia y la bruma de los alisios y la van soltando poco a poco después. Las piedras muertas son negras y duras, pesan y mantienen el calor. En las viñas unas sirven para que la vid de secano coja algo de humedad, las otras proporcionan el calor necesario para que madure la uva.

En el diecinueve El Hierro fue un gran productor de vino y aguardiente de caña. Se exportaba sobre todo a Marsella en goletas que fondeaban en el golfo y cargaban mediante lanchas desde el muelle de las puntas. Allí dejaban cajones de tejas marsellesas con las que pagar el alcohol. Ese trueque facilitó que toda la isla cambiara los tradicionales techos de cañizo por otros más sólidos. Esa teja plana y cuadrada era la única que se usaba en las casas herreñas. Hasta que llegaron los alemanes.

Las sólidas casas de piedra volcánica y los techos rojizos dan ahora una falsa idea de prosperidad de una isla que ha sido siempre árida y pobre, casi miserable. Sila tiene ochenta y seis años y una memoria de elefante que refuerza con su afición a coleccionar cacharros antiguos, recortes de prensa y sus diarios de infancia. Nada raro en una isl en la que todavía se mantiene e recuerdo del barco que se hundió en 1918 camino de cuba. Iba cagado de inmigrantes yaquí hablan aún de los muertos de cada familia como s hubiera sucedido el año pasado. Una tarde ventosa en su casa sobre el Mocanal, Sila me contó la anécdota de su padre que es típicamente herreña. En una de las grandes sequías que sufría la isla se secaron todos los pozos y decidió subir con una mula al único sitio donde quedaba algo: el Garoé. El árbol santo garoé es la esencia de la mitología herreña: situado en una ladera detrás de la Llanía es el sitio donde a diario rompe el mar de nubes que permanentemente se mueve sobre El Hierro. Son unas nubes majestuosas arrastradas por los alisios y otros vientos que provocan lo que se llama la lluvia horizontal cuando la bruma se estrella contra las plantes y las paredes de piedra. Alrededor de las raíces de este tilo y otros árboles abundan las pozas donde se acumulan  a diario esas preciosas gotas de agua. Hasta aquí tuvo que subir el buen hombre, por el único camino existente. El risco de Jinama: un sendero peligroso llenos de pozos y piedras, escenario de historias de amores clandestinos,  bandoleros y niños perdidos. Llegó al Garoé con tanta angustia por coger el agua antes que nadie que llenó de prisa dos cántaros enormes y los cargó en la mula. Hacía frío y el camino de vuelta fue un infierno. Al llegar a casa su. Mujer descubrió que le habían salido cinco golondrinos en la axila. Sila guarda celosa la receta de la cura de esos bultos malignos. Sólo me cuenta que usó vejigas moradas. Al parecer, mano de santo.

Entre piedras volcánicas y suculentas, las historias y los rumores vuelan por la isla. Antes se contaban en los mentideros o a voces en una especie de aquelarres que  montaban cada vez que moría un mulo dando voces por los riscos con las intimidades de cada uno. Ahora eso ha pasado a las redes sociales… y a los bares.

Cada pueblo de la isla tiene su bar. Antiguamente eran casinos, donde se organizaban bailes y se conocían las parejas. Se convirtieron en bares o kioscos donde se juega a las cartas y, sobe todo, al dominó: en la plaza de El Pinar, en Isolda, los Llanitos o El Tamaduste. Los viejos pasan el día discutiendo y apostando mientras beben algo y comen cacahuetes. Esa falsa sensación de ociosidad tiene muy poco que ver con la dura realidad del lugar.

La Sabina es el símbolo de El Hierro. Es un árbol capaz de sobrevivir a la sequedad y que se adapta tanto al viento que los troncos se le tuercen con su empuje y sus ramas crecen en el suelo. Cada vez quedan menos sabinas, pero siguen creciendo de vez en cuando en el sitio más inesperado. Su supervivencia se la deben a que saben convertirse en mierda. Los cuervos se comen las bayas de las sabinas y luego las expulsan dentro de la caca en los lugares donde se posan. Esa dureza de las semillas es también la de los herreños.

Guiomar trabaja en su bar con la resignación de la gente de estas tierras. Cocina la carne de cabra y la de fiesta, recoge sillas y mesas, limpia continuamente el mostrador. La constante laboriosidad de los isleños, dedicados constantemente a tareas productivas, engaña  un poco y los hace parecer mucho más reservados de lo que realmente son. Cuando Unamuno -brevemente desterrado en Lanzarote- llamó a estas tierras las hurdes isleñas estaba bajo esa primera impresión. La misma que siente quien ve a los trabajadores del campo sucios aún de tierra negra beberse una dorada tras otra en el antiguo casino de El Pinar. En el kiosco Pedri, situado entre los invernaderos de piñas y plátanos del Golfo un polvo amarillento impregna a los trabajadores que hacen una pausa. Es tierra traída de lejos: los campos de ese valle llevan siglos rellenándose con tierra fértil de la cima de la isla. Desde que hace menos de un siglo se construyó la carretera de la cumbre, lo hacían camioneros que paraban sólo en agosto cuando hacían su fiesta y asaban cochinos enteros.

Durante años funcionaron también unos larguísimos tubos de metal instalados en la peña, desde los riscos hasta abajo. Ahora, oxidados, son simplemente parte del paisaje. Los clientes vienen todos de la cooperativa y en la mayoría son jornaleros en sus propias plantaciones de banana o piña. Hoy el tema de conversación es el agua. La isla vuelve a padecer una de las tremendas sequías que la caracterizan. Los agricultores se quejan de los canaleros, que no cumplen bien su tarea ni vigilan a quienes roban el agua ajena. Se ha decidido multar a quien abra sus riegos fuera de las horas autorizadas para ello y Felipe, un trabajador de todo lo que salga, apunta que es buena ocasión para vengarse de alguien a quien pocos soportan, abriendo sus grifos para que lo multen a él. Los parroquianos responden con unas risas roncas y hoscas, como si no les pareciera mala idea del todo o alguien hubiera hecho ya algo del estilo. En El Hierro se sabe todo pero casi nunca se cuenta.

Se acerca un coche por la carretera y Felipe comenta “vaya, es la tercera vez que pasa por aquí el Renault camuflado de la Guardia Civil”. Todos asienten y siguen con la mirada al coche marrón. 


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