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05 agosto 2021

HOT SEASON: CAPÍTULO V : En el mar

 

                                                                HOT SEASON

Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes



Capítulo 5:  EN EL MAR


Como es sábado, el barco que toca es el Joy Star. Pequeño y destartalado. En el mundo de los ferries debe ser el equivalente a viajar en el volquete de un camión de arena. De hecho, la única plaza para coches la ocupa un pick up viejísimo con la caja de madera despintada que va cargado de sacos de cemento. El interior del barco parece parado en el tiempo. Algún día fue, o intentó ser, un coqueto barquito de pasajeros. Pero de eso hace mucho y desde que se botó nadie parece haber cambiado ningún detalle de la nave. Como las casas de la zona contaminada de Chernobil. Los ventanales están cubiertos por unas amarilleantes cortinas de encaje muy apropiadas para un cottage británico o una cafetería soviética. Hay una barra de bar presidida por una foto tan gastada  que es difícil reconocer cuáles son las ruinas clásicas que representa. En los asientos de escai gastado se amontonan las cajas y los paquetes pues la gente de la isla tiene que utilizar estos barquitos para hacerse llevar todo tipo de suministros. El caso es que la mayoría de los pasajeros, apenas dos docenas, se acomoda en los asientos de plástico de la cubierta donde azota el viento y el sol quema sin la mínima clemencia. Son, esencialmente, cinco o seis parejas con aire desaliñado que anticipa el ambiente relajado y ligeramente hippy de la isla, alguna familia y dos o tres señores mayores que rápidamente huyen a la cabina a charlar con los marineros.

Las mujeres llevan vestiditos ligeros y cortos. Sin querer, ayudado por el viento y las piernas levantadas me entretengo comprobando el color de su ropa interior. Verde Oliva, negro, burdeos. Gris con unas graciosas rayas negras. A los hombres solo se les aprecia el borde del elástico de sus calzoncillos, todos de marca. Mucho menos morboso.

A medida que nos alejamos de la costa el viento arrecia. Ahora vamos todos completamente despeinados y, a ratos, el ruido constante en nuestros oídos impide escuchar nada así que las conversaciones se limitan a cuchicheos. Una racha de viento le arranca el sombrerito a un chico francés muy alto y lo arroja al mar. Algunos turistas dan gritos de asombro y por un momento el suceso es la comidilla de todos. El muchacho intentaba tener aire interesante, muy macho, pero descubrimos que tras su barbita recortada se ocultaba una calva total y muy lustrosa. Nunca he entendido la costumbre de disimular las calvas con sombreros ridículos. Este en concreto era de ala corta, seguramente fabricado en China e importado por el afamado (y avispado) sombrerero tesalonicense Stammios, que les pone etiqueta propia y los vende como producto local en todas las tiendas de souvenir. Aunque consigas parecer mucho más atractivo por un instante es algo llamado al fracaso a corto plazo. Dudo de que nadie de los que lo usan pueda postergar mucho el momento de reconocer ante cualquier nuevo ligue que tras su aire bohemio en verdad se esconde un complejo y una brillante bola de billar. Creo que la inevitabilidad de ese momento y el miedo al consiguiente rechazo me crearía suficiente ansiedad como para no volver a usar sombrero jamás, si siquiera bajo el sol tropical. Pero hay gente para todo y el chico de barco no tarda en moverse con su novia al otro extremo del barco, fuera de nuestras miradas.  

En la cubierta estamos todos sentados en los bordes, casi en círculo. A estas alturas todos nos hemos observado de sobra y nos hemos hecho una idea del resto. Hay una pareja británica, ella de origen hindú, con dos niños de tirabuzones negrísimos. Ellos y dos muchachas rubias, aparentemente griegas,  que visten camisas vaporosas de lino y pamelas bien sujetas, son los únicos que conservan un cierto aire burgués de clase media. El resto han optado por un estilo mucho más informal, casi desaliñado, y parece dispuesto a dejarse ir cuanto antes lánguidamente al sol junto a un chiringuito lleno de hippies o emborracharse cuanto antes en alguna taberna ruinosa y con chinches. Hay una mujer muy delgada, de dientes grandes y los dedos llenos de anillos que acaricia un diminuto cachorro de gato. No sé si se lo ha encontrado en el barco o lo traía ya puesto. También hay una chica muy morena, con vestido escaso y ligero y un tatuaje budista en el tobillo, que creo que me mira. No estoy seguro porque lleva unas gafas de sol negras e impenetrables, pero me gusta pensarlo así. No soy un tipo atractivo ni que destaque físicamente. En mi vida sólo he ligado a base de verbo, pero nunca pierdo la esperanza. Mi pose de escritor acodado en un banco de babor cuaderno en ristre debería bastar para atraer alguna atención erótica de chicos o chicas. Tengo la impresión de que no lo consigue.

Me entretengo imaginando que el barco se parara en medio del mar y tuviéramos que quedarnos juntos una semana. Seguro que surgían amores y odios. Una semana es el tiempo justo para caernos bien justo antes de que empiecen los malos rollos. Así que el grupo tendría su interés. Quizás alguna pareja se rompiera. O, mejor aún, se abriera. Es fácil imaginar el ecosistema que crearíamos. Yo me haría amigo de la señora hindú, que parece buena persona. El francés calvo y su novia se juntarían con la chica de las gafas de sol y su novio. Apuesto a que tienen intereses similares. Las chicas de las pamelas demostrarían ser menos mosquita muerta de lo que parecen y una de ellas al menos acabaría por caerme bien…

Desecho pronto la idea porque no tengo muy claro cuál sería mi papel en esa obra. En esos casos uno siempre tiene que elegir un personaje y me cuesta decidirme entre el señor gruñón que le pone pegas a todo, el chico atento y divertido que hace bromas y desdramatiza todo o la persona taciturna que no se relaciona con nadie. Son mis tres especialidades, pero con el paso del tiempo me va costando más optar por ninguna de ellas. Y combinar las tres puede resultar de una tripolaridad desconcertante. Así que mejor que funcionen los motores y no nos caiga encima ninguna cuarentena por una dolencia infectosísima.

Cambio de fantasía. Si lo pienso bien, prefiero imaginarme que viajo con un backgammon grande y dedico el trayecto a ganarle a una chica de clavícula saliente y pecas. Me gusta ganar al backgammon. Pero con una chica así, apasionada del juego, puedo incluso aceptar perder si hace falta. Esta pequeña fantasía no llega a concretarse más porque el ferry empieza a dar bandazos y no sé si me preocupa más la imagen de las fichas desparramadas por esta cubierta grasienta o la de un vómito repentino que me explotase sobre el tablero para espanto de la chica de las clavículas. Me relajo en mi banco marinero.

El mar hoy está de un color oscuro que evoca viajes más largos. Creo que ese color se llama azul de Prusia pero podría ser azul negro. Recuerda a la tinta de las plumas antiguas y sólo se aclara al acercarnos a las rocas de la isla. Entre ellas es aguamarina o turquesa. Estamos llegando y no han volado más sombreros, no ha habido peleas, ni -aparentemente- se han roto parejas.  Supongo que esto es una buena travesía.

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