HOT SEASON
Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes
Como es sábado, el barco que toca es el Joy Star. Pequeño y destartalado. En el mundo de los ferries debe ser el equivalente a viajar en el volquete de un camión de arena. De hecho, la única plaza para coches la ocupa un pick up viejísimo con la caja de madera despintada que va cargado de sacos de cemento. El interior del barco parece parado en el tiempo. Algún día fue, o intentó ser, un coqueto barquito de pasajeros. Pero de eso hace mucho y desde que se botó nadie parece haber cambiado ningún detalle de la nave. Como las casas de la zona contaminada de Chernobil. Los ventanales están cubiertos por unas amarilleantes cortinas de encaje muy apropiadas para un cottage británico o una cafetería soviética. Hay una barra de bar presidida por una foto tan gastada que es difícil reconocer cuáles son las ruinas clásicas que representa. En los asientos de escai gastado se amontonan las cajas y los paquetes pues la gente de la isla tiene que utilizar estos barquitos para hacerse llevar todo tipo de suministros. El caso es que la mayoría de los pasajeros, apenas dos docenas, se acomoda en los asientos de plástico de la cubierta donde azota el viento y el sol quema sin la mínima clemencia. Son, esencialmente, cinco o seis parejas con aire desaliñado que anticipa el ambiente relajado y ligeramente hippy de la isla, alguna familia y dos o tres señores mayores que rápidamente huyen a la cabina a charlar con los marineros.
Las mujeres llevan
vestiditos ligeros y cortos. Sin querer, ayudado por el viento y las piernas
levantadas me entretengo comprobando el color de su ropa interior. Verde Oliva,
negro, burdeos. Gris con unas graciosas rayas negras. A los hombres solo se les
aprecia el borde del elástico de sus calzoncillos, todos de marca. Mucho menos
morboso.
A medida que nos alejamos
de la costa el viento arrecia. Ahora vamos todos completamente despeinados y, a
ratos, el ruido constante en nuestros oídos impide escuchar nada así que las
conversaciones se limitan a cuchicheos. Una racha de viento le arranca el
sombrerito a un chico francés muy alto y lo arroja al mar. Algunos turistas dan
gritos de asombro y por un momento el suceso es la comidilla de todos. El
muchacho intentaba tener aire interesante, muy macho, pero descubrimos que tras
su barbita recortada se ocultaba una calva total y muy lustrosa. Nunca he
entendido la costumbre de disimular las calvas con sombreros ridículos. Este en
concreto era de ala corta, seguramente fabricado en China e importado por el
afamado (y avispado) sombrerero tesalonicense Stammios, que les pone etiqueta
propia y los vende como producto local en todas las tiendas de souvenir. Aunque
consigas parecer mucho más atractivo por un instante es algo llamado al fracaso
a corto plazo. Dudo de que nadie de los que lo usan pueda postergar mucho el
momento de reconocer ante cualquier nuevo ligue que tras su aire bohemio en
verdad se esconde un complejo y una brillante bola de billar. Creo que la
inevitabilidad de ese momento y el miedo al consiguiente rechazo me crearía
suficiente ansiedad como para no volver a usar sombrero jamás, si siquiera bajo
el sol tropical. Pero hay gente para todo y el chico de barco no tarda en
moverse con su novia al otro extremo del barco, fuera de nuestras miradas.
En la cubierta estamos
todos sentados en los bordes, casi en círculo. A estas alturas todos nos hemos
observado de sobra y nos hemos hecho una idea del resto. Hay una pareja
británica, ella de origen hindú, con dos niños de tirabuzones negrísimos.
Ellos y dos muchachas rubias, aparentemente griegas, que visten camisas vaporosas de lino y
pamelas bien sujetas, son los únicos que conservan un cierto aire burgués de
clase media. El resto han optado por un estilo mucho más informal, casi
desaliñado, y parece dispuesto a dejarse ir cuanto antes lánguidamente al sol junto
a un chiringuito lleno de hippies o emborracharse cuanto antes en alguna
taberna ruinosa y con chinches. Hay una mujer muy delgada, de dientes grandes y
los dedos llenos de anillos que acaricia un diminuto cachorro de gato. No sé si
se lo ha encontrado en el barco o lo traía ya puesto. También hay una chica muy
morena, con vestido escaso y ligero y un tatuaje budista en el tobillo, que
creo que me mira. No estoy seguro porque lleva unas gafas de sol negras e impenetrables,
pero me gusta pensarlo así. No soy un tipo atractivo ni que destaque
físicamente. En mi vida sólo he ligado a base de verbo, pero nunca pierdo la
esperanza. Mi pose de escritor acodado en un banco de babor cuaderno en ristre
debería bastar para atraer alguna atención erótica de chicos o chicas. Tengo la
impresión de que no lo consigue.
Me entretengo imaginando
que el barco se parara en medio del mar y tuviéramos que quedarnos juntos una
semana. Seguro que surgían amores y odios. Una semana es el tiempo justo para
caernos bien justo antes de que empiecen los malos rollos. Así que el grupo
tendría su interés. Quizás alguna pareja se rompiera. O, mejor aún, se abriera.
Es fácil imaginar el ecosistema que crearíamos. Yo me haría amigo de la señora
hindú, que parece buena persona. El francés calvo y su novia se juntarían con
la chica de las gafas de sol y su novio. Apuesto a que tienen intereses
similares. Las chicas de las pamelas demostrarían ser menos mosquita muerta de
lo que parecen y una de ellas al menos acabaría por caerme bien…
Desecho pronto la idea
porque no tengo muy claro cuál sería mi papel en esa obra. En esos casos uno
siempre tiene que elegir un personaje y me cuesta decidirme entre el señor
gruñón que le pone pegas a todo, el chico atento y divertido que hace bromas y
desdramatiza todo o la persona taciturna que no se relaciona con nadie. Son mis
tres especialidades, pero con el paso del tiempo me va costando más optar por
ninguna de ellas. Y combinar las tres puede resultar de una tripolaridad
desconcertante. Así que mejor que funcionen los motores y no nos caiga encima
ninguna cuarentena por una dolencia infectosísima.
Cambio de fantasía. Si lo
pienso bien, prefiero imaginarme que viajo con un backgammon grande y dedico el
trayecto a ganarle a una chica de clavícula saliente y pecas. Me gusta ganar al
backgammon. Pero con una chica así, apasionada del juego, puedo incluso aceptar
perder si hace falta. Esta pequeña fantasía no llega a concretarse más porque
el ferry empieza a dar bandazos y no sé si me preocupa más la imagen de las
fichas desparramadas por esta cubierta grasienta o la de un vómito repentino
que me explotase sobre el tablero para espanto de la chica de las clavículas.
Me relajo en mi banco marinero.
El mar hoy está de un
color oscuro que evoca viajes más largos. Creo que ese color se llama azul de
Prusia pero podría ser azul negro. Recuerda a la tinta de las plumas antiguas y
sólo se aclara al acercarnos a las rocas de la isla. Entre ellas es aguamarina
o turquesa. Estamos llegando y no han volado más sombreros, no ha habido
peleas, ni -aparentemente- se han roto parejas. Supongo que esto es una
buena travesía.
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