HOT SEASON
Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes
Capítulo 4: TAXIS CALLEJEROS
El aeropuerto de Kos es
siempre desagradable, como el de muchas islas grandes durante el verano. Está permanentemente
lleno de hordas de turistas depositas allí por aviones de diversas empresas
baratas que aterrizan sin cesar. Las recogen hileras de buses turísticos que
esperan acantonados en el parking, con sus correspondientes capitanas de las de
pañuelo al cuello y micrófono en mano al mando. Los llevan directamente a los
hoteles con piscina y programa de actividades que reservaron desde sus países,
para que no pierdan un instante en disfrutar de sus vacaciones organizadas. No
tengo nada contra esa forma de veranear en rebaño. Al contrario, apoyo
firmemente que todo el que busca la playa, el exotismo controlado y la bebida
fácil permanezca el máximo de tiempo en esos recintos hoteleros. Cerrados, si
puede ser. Para ellos es un modo de felicidad y a mí me relaja no cruzármelos.
Sin embargo, lo cierto es que en los aeropuertos el movimiento de esa masa
vociferantes y sonrojada, entre revuelos de maletas con ruedas y sombreros de
paja falsa, complica los desplazamientos.
Así que cuando consigo abrirme paso hasta la
parada de taxis y supero la espera tras algunas parejas que se ve que han
contratado paquetes más económicos es ya casi imposible alcanzar mi barco antes
de que zarpe.
Pese a todo, uno -que en
verano nunca tiene nada menor que hacer- siempre lo intenta. Me subo a uno de
los escasos taxis de Kos, propiedad de un griego del sur de la isla que ahora
vive y conduce en el capital. Trabaja diez horas al día pero las otras catorce
tiene a un extracomunitario conduciendo para él. Es una isla pero incluso aquí
el capital no duerme.
En cierto modo soy un
afortunado de que me haya tocado el propietario. Ya se sabe del poco apego de
los griegos de origen a las normas de tráfico. Me había olvidado de la eficacia
de los taxistas suicidas de Kos. Se saltan sin pudor la doble línea continua de
la carretera y conducen como si una cámara oculta estuviera rodando la segunda
parte de Perros Callejeros y ellos fueran los protagonistas. El Vaquilla
adelanta sin el más mínimo temor al riesgo. Los locales, conocedores de esas
costumbres, les dejan paso rápidamente y se meten en el arcén. A los
extranjeros en coche de alquiler y los que se han escapado de sus hoteles en un
buggy playero (a los rusos les encanta) hay que intimidarlos un poco más. Pero basta que el Mercedes negro de mi taxista
se les coloque al lado a pocos centímetros demostrando su voluntad de adelantar
cueste lo que cueste para que también ellos dejen paso. Ni siquiera hay que
recurrir al claxon.
Como ninguna aventura es
nunca perfecta, tenemos mala suerte y un coche de policía aparece de
pronto delante nuestra a la lentísima velocidad máxima permitida. Empiezo a
quedarme sin esperanza y se lo comento al conductor, que como debe ser es un
tipo jovial y charlatán. Sin inmutarse, habla por el radioteléfono con la
central y pide que llamen al barco para que nos espere mientras seguimos el
resto del trayecto manteniendo la reglamentaria distancia de seguridad con el
vehículo policial.
Efectivamente,
en el puerto, nos encontramos que el barco destartalado y humeante que ha de
llevarme a mi destino ha levantado ya unos centímetros – más de la cuenta en
verdad, para quienes no somos marineros- la rampa de acceso de vehículos pero
mantiene una maroma gruesa atada al poyete del puerto. Me despido del señor, que
apoya su mano en mi hombro y me sonríe impertérrito y sonriente, y salto a la
nave que lleva sólo cinco minutos de espera.
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