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04 agosto 2021

HOT SEASON. Capítulo IV: TAXIS CALLEJEROS

                                                                 HOT SEASON

Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes


Capítulo 4:  TAXIS CALLEJEROS

El aeropuerto de Kos es siempre desagradable, como el de muchas islas grandes durante el verano. Está permanentemente lleno de hordas de turistas depositas allí por aviones de diversas empresas baratas que aterrizan sin cesar. Las recogen hileras de buses turísticos que esperan acantonados en el parking, con sus correspondientes capitanas de las de pañuelo al cuello y micrófono en mano al mando. Los llevan directamente a los hoteles con piscina y programa de actividades que reservaron desde sus países, para que no pierdan un instante en disfrutar de sus vacaciones organizadas. No tengo nada contra esa forma de veranear en rebaño. Al contrario, apoyo firmemente que todo el que busca la playa, el exotismo controlado y la bebida fácil permanezca el máximo de tiempo en esos recintos hoteleros. Cerrados, si puede ser. Para ellos es un modo de felicidad y a mí me relaja no cruzármelos. Sin embargo, lo cierto es que en los aeropuertos el movimiento de esa masa vociferantes y sonrojada, entre revuelos de maletas con ruedas y sombreros de paja falsa, complica los desplazamientos.
Así que cuando consigo abrirme paso hasta la parada de taxis y supero la espera tras algunas parejas que se ve que han contratado paquetes más económicos es ya casi imposible alcanzar mi barco antes de que zarpe.

Pese a todo, uno -que en verano nunca tiene nada menor que hacer- siempre lo intenta. Me subo a uno de los escasos taxis de Kos, propiedad de un griego del sur de la isla que ahora vive y conduce en el capital. Trabaja diez horas al día pero las otras catorce tiene a un extracomunitario conduciendo para él. Es una isla pero incluso aquí el capital no duerme.

En cierto modo soy un afortunado de que me haya tocado el propietario. Ya se sabe del poco apego de los griegos de origen a las normas de tráfico. Me había olvidado de la eficacia de los taxistas suicidas de Kos. Se saltan sin pudor la doble línea continua de la carretera y conducen como si una cámara oculta estuviera rodando la segunda parte de Perros Callejeros y ellos fueran los protagonistas. El Vaquilla adelanta sin el más mínimo temor al riesgo. Los locales, conocedores de esas costumbres, les dejan paso rápidamente y se meten en el arcén. A los extranjeros en coche de alquiler y los que se han escapado de sus hoteles en un buggy playero (a los rusos les encanta) hay que intimidarlos un poco más.  Pero basta que el Mercedes negro de mi taxista se les coloque al lado a pocos centímetros demostrando su voluntad de adelantar cueste lo que cueste para que también ellos dejen paso. Ni siquiera hay que recurrir al claxon.

Como ninguna aventura es nunca perfecta, tenemos mala suerte y un coche de policía aparece de pronto delante nuestra a la lentísima velocidad máxima permitida. Empiezo a quedarme sin esperanza y se lo comento al conductor, que como debe ser es un tipo jovial y charlatán. Sin inmutarse, habla por el radioteléfono con la central y pide que llamen al barco para que nos espere mientras seguimos el resto del trayecto manteniendo la reglamentaria distancia de seguridad con el vehículo policial.

Efectivamente, en el puerto, nos encontramos que el barco destartalado y humeante que ha de llevarme a mi destino ha levantado ya unos centímetros – más de la cuenta en verdad, para quienes no somos marineros- la rampa de acceso de vehículos pero mantiene una maroma gruesa atada al poyete del puerto. Me despido del señor, que apoya su mano en mi hombro y me sonríe impertérrito y sonriente, y salto a la nave que lleva sólo cinco minutos de espera.


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