HOT SEASON
Una historia veraniega de misantropía, sexo y viajes
Capítulo 2: UNA NOCHE EN EPIDAURO
Pasar por Atenas tiene muchas ventajas. Como comer en el Ivi o el Diporto, que aunque la comida no sea espectacular le recuerdan a uno dónde está: en la esquina de los Balcanes. También es una buena ocasión para comprar cuadernos, probar el pastermá del año o pasar un rato antiguo en el koukles, donde las drag queen y la escenografía de cabaret nunca defraudan. Todo eso son agradables ejercicios de melancolía que recuerda a la adolescencia, cuando nuestra ciudad era otra cosa. La misma razón por la que uno va a alguno de los cines de verano atenienses. Junto a ello está el festival de teatro de Epidauro.
Uno no puede
vivir sólo para la pornografía o la comida, por mucho que sean dos de las
necesidades más básicas de la vida. A ratos hay que alimentar un poco el alma,
como dicen los cursis. No cabe duda de que la conexión con la historia
emociona. Tampoco de que los clásicos siguen siendo quienes mejores plantean
los dilemas de la vida humana, con el vértigo añadido de que se dieron cuenta
hace casi tres mil años. Así que suelo empezar mis vacaciones con una excursión
nocturna al viejo teatro del Peloponeso .
Al llegar a
cualquier de estos eventos impresiona el civismo del pueblo griego, habitualmente bullanguero
y ruidoso. En todo lo que tiene que ver con la cultura clásica se comportan
como en misa, sobrecogidos; con un respeto sincero que resulta impactante. Debe
ser cosas de la educación nacionalista que les dan desde chicos en el colegio y
que se sustenta en una supuesta conexión directa entre los griegos clásicos y
los actuales. Es una mentira descarada que se salta siglos de presencia
otomana. La comida, la música y el carácter de los griegos actuales debe mucho
más a los turcos y albaneses que a Pericles o Sócrates. Sin embargo para su
romántica guerra de la independencia se envolvieron en la bandera de la
antigüedad y extrañamente ha colado. En primer lugar en el extranjero: millones
de turistas rubias desembarcan cada año en el país esperando encontrar un
pueblo que se viste con túnicas, calza sandalias y adorna su ropa con grecas.
Al finas son ellas las que se compran esos disfraces mientras los griegos
rellenan berenjenas escuchando música oriental. Pero la idea también ha calado
entre los griegos, ingnorantes de cualquier acontecimiento de su historia entre
la edad media y el siglo pasado pero convencidos de ser los descendientes de
Homero.
Así que desde que se entra
a las ruinas apenas se oye un murmullo en la multitud que va a buscar su asiento.
Luego, ante el anuncio de que comienza la obra, un largo silencio sin toses. En
ese momento sólo se oye el ruido de los pinos y los cipreses cuando los mueve
el viento y suena como el arrullo de una cascada lejana. Eso, y las chicharras.
No estás en Grecia si no oyes permanentemente el sonido de las chicharras.
Este año la fecha es
perfecta. El escenario está iluminado desde atrás por la luna llena que se
confunde entre los focos. Justo enfrente, como siempre puesto que el teatro se
construyó justo para eso, se ve tililar la osa mayor.
La obra en esta ocasión es Los Rastreadores, de
Sófocles. Era una de las obras perdidas. En verdad conocemos sólo una ínfima
parte de las obras teatrales clásicas. Sólo aquellas poquísimas que resultaron
populares primero en Roma y después de copiaron en la edad media de los rollos
de papiro a los primeros libros. Rara vez se encuentra una obra desconocida,
aunque hay buscadores de tesoros que se patean las antiguas bibliotecas
monásticas y judaicas del orbe buscando un tesoro de esos. Esta obra, en
concreto, se encontró hace un siglo, en un basurero. En Oxirrinco.
Oxirrinco es una ciudad
egipcia al sur del Cairo junto a un antiguo brazo del Nilo. No sé muy bien cómo
ni porqué a finales del siglo diecinueve dos arqueólogos decidieron excavar el
basurero de la antigua ciudad en busca de frágiles restos de papiros con obras
clásicas y versiones perdidas de la biblia.
Desconozco qué intuición
los llevó a esa excavación, supongo que tendrían chivatos locales que ya
habrían encontrado algunos de esos antiguos textos. Tampoco termino de entender
porqué acabaron en el basurero todas esas obras. Supongo que si las tiraron a
la basura tampoco serían tan buenas, pero en fin, no soy especialista en esas
cosas.
El caso es que el
argumento de Los Rastreadores a simple vista parece aburrido: Apolo ha perdido
su rebaño y lo busca desesperadamente, dispuesto a pagar lo que sea a una banda
de sátiros para que se lo traigan de vuelta. En la
búsqueda se cruza con Hermes y su Lira, que produce una música tan maravillosa,
que se la cambia por el rebaño que justo acaba de aparecer de nuevo gracias a
la ayuda de una diosa que se ha apiadado de los sátiros. El caso es que Apolo elige
la música, abandona a las vacas y se va a difundir la música por el Olimpo. A
los sátiros y su padre les da el premio que le habían pedido, que no era solo
oro sino también la libertad.
La representación me hizo recordar las
palabras de un crítico inglés cuando hace unas décadas se estrenó la obra en
Londres: “sólo se me ha quedado la imagen de muchos sátiros corriendo de aquí
para allá con sus enormes falos”. También en esta versión están los sátiros
corriendo como cabras locas arriba y abajo. Como pasa cada vez más en el
teatro, la escenografía es interesante. Hay señores tocando el trombón
diseminados por las gradas de piedra y un contante de ópera travestido hace el
papel de Hermes con tal erotismo que más que el hermano de Apolo parece su
novio, lo que conociendo la facilidad de los dioses antiguos para el incesto
tampoco desentona. Hay logrados efectos escénicos que tienen algo de música,
ballet y hasta pintura, con hábiles recursos para evocar el rebaño perdido.
Pero como tantas veces la obra se queda en eso. En un despliegue estético sin
contenido.
Sospecho que la obra
original quería hacerte pensar sobre la tendencia a buscar siempre la comodidad.
Uno se encariña con lo habitual por el mero hecho de serlo. Todo ese edificio
se altera y se derrumba cuando uno por casualidad descubre la emoción y se
entrega a ella. Pasa cuando uno decide dedicarse a su pasión y lo abandona todo
por convertirse en científico, arqueólogo, corresponsal de guerra o músico
solista. También cuando uno decide viajar como modo de vida. Incluso, de manera
más leve, algo de eso hay en el señor gris, casado y con niños que abandona a
su familia por una jovencita glamurosa que le parece entonces el culmen de la
sofisticación intelectual. La búsqueda
de la sabiduría, el afán por aprender o crear y el ansia por vivir de verdad
son pulsiones más necesarias que el limitarse a ganarse la vida y comer, sin duda.
De eso va la obra, que pretende ser un llamamiento a disfrutar lo espiritual y
lo trascendente. Porque los griegos ya tenían vida cotidiana, aunque los
escenógrafos y teatreros actuales no se hayan enterado de nada. Sátiros
corriendo arriba y abajo.
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