Una historia veraniega de
misantropía, sexo y viajes
Capítulo 1: LA HUIDA
En verano hay
que huir. No es que me moleste la ciudad semivacía. Justo lo contrario. De
pronto hay sitio para aparcar y uno encuentra mesa en cualquier restaurante sin
necesidad de reservar. El calor tampoco es un problema si tienes un aire
acondicionado potente y te refugias en la penumbra, en casa durante las horas
en las que la calle es una plancha para asar. Así tienes además la ventaja de
no cruzarte con los turistas que masoquistamente disfrutan ese tiempo
arrastrándose penosamente de monumento en monumento.
El lado malo es
que en los bares se quedan precisamente esos parroquianos que nunca viajan, con
su cháchara repetitiva e insufrible. También desaparece cualquier posibilidad
de un encuentro interesante. En todo caso uno no huye por eso, sino por
aparentar que es normal. Para evitar las miradas compasivas y los
interrogatorios de las amistades que empiezan a sospechar que uno es demasiado
antisocial. Por eso y porque uno siempre mantiene la ilusión de que hay
alternativa a la vida cotidiana. Como si el veraneo fuera una vida alternativa
sostenible a largo plazo y no un mero descanso.
El caso es que
llegado este punto todos los años me voy a Grecia. A una isla. Siempre la
misma. Aparte de la playa y la comida deliciosa tiene muchas ventajas. En mi
isla no hay turistas, o solo los hay por la mañana. Los deposita en el puerto
una batería de barcos turísticos. Desde allí una serie de guías turísticos los
pastorean hasta las pocas atracciones turísticas del pueblo. Después los
autobuses turísticos del señor Manos los llevan a visitar el cráter del volcán,
que ocupa prácticamente todo el centro de la isla. Después se vuelven a sus
apartamentos y resorts turísticos a seguir disfrutando de su merecida semana de
vacaciones.
El caso es que
en la isla sólo están los vecinos que han emigrado a trabajar o estudiar y
vuelven en vacaciones, alguna pareja de turistas de edad, un puñado de nostálgicos excéntricos entre los que
supongo que me tengo que incluir y los hippies, mayoritariamente atenienses,
que acampan en la playa. Eso hace más fácil pasar el tiempo hasta que sea
conveniente volver a la ciudad.
Para llegar a la
isla tengo que pasar por Atenas y aprovecho para ir a alguna exposición o
alguna obra de teatro que tenga ya localizada de antemano.
La llegada a
Atenas es siempre agradable y me pierdo por las callejuelas de la antigua zona
comercial entre el mercado y la calle Ermou, dedicada a Hermes, el comerciante
que protege a los tenderos de este país. Paseando por ahí descubro un taller en
el que nunca había reparado, dedicado a hacer placas para las puertas y, sobre
todo, sellos de caucho. Entro y allí conozco a Leon, mi descubrimiento del día.
En verdad se llama Leónidas, aunque lo abrevien sin perder la ene. Su familia
es de Piros, en el sur del Peloponeso, pero él nació ya en Atenas. Es delgado,
enjuto, casi sin pelo y con unos ojos vivos. En cuanto habla se descubre como
una persona sensible, delicada, minuciosa y de gran curiosidad intelectual. Me
cuenta que tuvo la gran suerte de que su padre fuera tipógrafo y de heredar el
pequeño negocio familiar. Se siente un absoluto privilegiado por poder
dedicarse a lo que le gusta, que es hacer sellos de caucho. Experimenta
constantemente con dibujos, plantillas y tintas. Me señala delicadamente unas
pruebas que ha hecho con un sello de puntos, mezclando tinta roja y azul marino
cada vez que lo estampa sobre un papel. En efecto, los colores tienen una serie
de matices de belleza inusual.
Así que le encargo un sello. Como suelo tener poca imaginación le pido un ex libris con una inscripción en griego y una figura del Partenón. Por tener un recuerdo. Cuando paso a recogerlo poco después me enseña que ha añadido a cada lado de la banda con las letras un pequeño círculo. Probamos el sello y me pasa una lupa para que aprecie los detalles de los minúsculos círculos. Me explica que son flores de siete pétalos, típicas en los dibujos cretenses de época minoica. El siete es un número mágico. Sin lupa parecen sólo dos puntos ligeramente estilizados. Esa es la gracia de Leon. Le gusta su trabajo y lo hace con la bastante emoción como para llenarlo de detalles memorables. Marguerite Yourcenar solía repetir un proverbio chino “hace falta el mismo cuidado para gobernar un imperio y para freír un pescado”. En efecto, cualquier tarea, cualquier trabajo exige dedicación y entrega para hacerse bien y hay no hay faenas más importantes que otras. Sin duda Leon es un resto de otra época en la que ya no cabemos.
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