Esta tierra está acostumbrada a las oleadas que la asolan. A estas alturas debería. No es algo que pase cada día, ni cada siglo, pero sí se repite con cierta
cadencia histórica.
Por aquí las civilizaciones vienen y van. Algunas dejan
huellas visibles yotras desaparecen o, a lo sumo, se vuelven pasto
de la arqueología especializada. Ha sido así desde siempre. Prácticamente desde que nace la civilización humana.
Así que cuando Alejandro Magno arrasó Samarcanda la ciudad era ya un
sitio floreciente con una rica cultura propia. Tras la masacre, se reinventó mejor aún.
Muchos siglos después -que son también son muchas vidas
transcurridas una detrás de otra- fueron las hordas mongoles las que pasaron a
fuego el lugar. Para entonces habían pasado ya otro puñado de civilizaciones,
incluyendo diversos grupos de árabes poco dispuestos a abandonar la zona. Gengis Khan no dejó una piedra en pie; hasta tal punto que la ciudad sólo pudo reconstruirse a unos kilómetros de la anterior, sobre el
campamento del guerrero. Volvieron a pasar siglos y generaciones hasta que el
imperio ruso se apropió de estas tierras. La geografía, el paisaje, debe ser lo único
que permanece en el tiempo. El oasis que se abre tras el desierto, las lomas amarillentas, los ríos que serpentean alrededor de la ciudad deberían seguir siendo los mismos de siempre, con unos u otros.
Tras los enviados del imperio ruso llegaron también los soviéticos que de nuevo acabaron -a menudo a cañonazos- con un modo de vida. A cambio trazaron avenidas rectilíneas y, esta vez sí, desviaron los ríos para convertir el desierto en campos de algodón.
Tras los enviados del imperio ruso llegaron también los soviéticos que de nuevo acabaron -a menudo a cañonazos- con un modo de vida. A cambio trazaron avenidas rectilíneas y, esta vez sí, desviaron los ríos para convertir el desierto en campos de algodón.
Así que finalmente, de todo este tiempo el paisaje tampoco es testigo mudo. Se
ha ido llenando de símbolos. O ruinas. La arena del desierto y la pobreza de
los materiales los unifica y a veces los vuelve casi indistinguibles. Hay mausoleos árabes, madrasas de la época de
Tamerlán. Mezquitas y minaretes de todos los siglos. Ciudadelas que combatieron
a los soviets. Esa acumulación de construcciones sumadas a lo largo de los
siglos es la causa de la horda más reciente que acecha las estepas y los oasis
uzbecos: el turismo.
El turismo viene atraído sobre todo por un mito. De todo está
historia de guerras y desolación periódica sólo lo cautiva la magia de los
relatos de la ruta de la seda durante el siglo de Tamerlán. La imagen
pintoresca de las caravanas que iban del Mediterráneo a China. Aquí, en la
mitad del camino, las ciudades de Jiva, Bujara y la propia Samarcanda eran
parada obligada. A veces incluso destino final, pues en ellas se intercambiaban
los productos llegados de cada extremo de la ruta. El mito seguramente lo
inventara Marco Polo, pero las autoridades uzbecas no dudan en fomentarlo con
una simplicidad perfecta para el turismo de masas.
Y en su nombre, esas autoridades han emprendido una
restauración brutal de esos monumentos que, a menudo, implica cambios drásticos
en las propias ciudades. En los minaretes y las madrasas muchos de las antiguas
teselas de esmalte turquesa han sido sustituidas por azulejos brillantes de
cuarto de baño. Han reconstruido cúpulas hundidas desde hace siglos y decorado
con frescos y oro interiores que muchas generaciones sólo conocieron de piedra o cal. El resultado es efectista y, sobre todo, gusta mucho
al turista.
Una vez construidos de nuevo los mausoleos, las mezquitas y
los palacios y tras decorarlos para que luzcan como una brillante caja de
bombones decidieron situarlos en un entorno propicio para el turista. De lo que
se trató es de hacer parques temáticos que evocaran la ruta de la seda medieval
tal y como aparece en las películas. Para ello lo. rimero fue hacer espacio.
Miles de casas tradicionales han sido arrasadas, y lo son aún, en cada una de
las tres ciudades mágicas. En Samarcanda se ha dejado la plaza de Registan en
medio de una llanura inmensa donde solo se ven las cúpulas de las tres
madrasas. Además han conectado todas las antigüedades con un enorme y moderno
parque llano creado a base de demoler barrios enteros. En Bujara y sobre todo
en Jiva la ciudad antigua es una ciudadela adónde no entran más que los turistas y sus servidores; una mera acumulación de edificios visitables y tiendas
de souvenirs construida tras expulsar a los vecinos y tirar abajo la mayoría de sus
casas.
Rebaños de turistas pasean cada día por estos parques
temáticos recién construidos disfrutando de su ambiente de antigüedad,
visitando monumentos y sin extrañarse de no cruzarse con más uzbecos que los
que atienden las tiendas y servicios para turistas.
Si volviera a estas tierras Ruy Gonzalez de Clavijo le costaría mucho describir ningún tipo de cultura local como no saliera de las murallas reconstruidas y se perdiera en los arrabales sin asfaltar. Incluso así debería hacerlo de prisa porque la destrucción y su consiguiente reconstrucción avanzan por días. El embajador de Enrique III probablemente acabara narrando aventuras de grupos disciplinados y aborregados que hacen cola para colocarse un sombrero de cosaco, agarrar una espada de madera y posar para la foto sobre el paisaje de su época. A la caída de la tarde el señor encargado del atrezzo recoge los ropajes de guerreo y cortesana, los escudos falsos y la variedad de tocados. Los guarda en una caja y se va tranquilo caminando hasta su casa en las afueras. Allí se sentará en el patio, rodeado de amigos y de su mujer, su suegra, su cuñada y otras vecinas a comer pilaf y comentar las anécdotas de japoneses y españoles que ni siquiera llegan a enterarse de en qué ciudad se fotografían ese día.
Si volviera a estas tierras Ruy Gonzalez de Clavijo le costaría mucho describir ningún tipo de cultura local como no saliera de las murallas reconstruidas y se perdiera en los arrabales sin asfaltar. Incluso así debería hacerlo de prisa porque la destrucción y su consiguiente reconstrucción avanzan por días. El embajador de Enrique III probablemente acabara narrando aventuras de grupos disciplinados y aborregados que hacen cola para colocarse un sombrero de cosaco, agarrar una espada de madera y posar para la foto sobre el paisaje de su época. A la caída de la tarde el señor encargado del atrezzo recoge los ropajes de guerreo y cortesana, los escudos falsos y la variedad de tocados. Los guarda en una caja y se va tranquilo caminando hasta su casa en las afueras. Allí se sentará en el patio, rodeado de amigos y de su mujer, su suegra, su cuñada y otras vecinas a comer pilaf y comentar las anécdotas de japoneses y españoles que ni siquiera llegan a enterarse de en qué ciudad se fotografían ese día.
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