El Amu Daria es un río inmenso. Incomprensiblemente ignorado en las escuelas de occidente, es el río grande que recorre dos mil kilómetros en Asia Central y le da vida y forma a toda esta parte del mundo. Al verlo a su paso por Uzbekistán sorprende por lo ancho: es una manta de agua de muchos cientos de metros que se tarda en cruzar por un puente moderno que sustituye al famoso puente de barcas de Urgench. Al pasar sobre sus aguas uno se emociona recordando que está sobre el legendario río Oxus que enamoró a Robert Byron. Viene de Afganistán y aquí está ya cerca de diluirse cerca de los restos del mar de Aral. Por ahora, en la República de Karakalpakstan, es todavía la frontera entre el vergel y el desierto. La margen derecha riega y fertiliza kilómetros y kilómetros de cultivo. Al otro lado, el desierto arenoso donde apenas crecen algunas hierbas bajas. Dos mundos enfrentados por mor del agua y la tecnología.
Al norte de Urgench una pequeña franja de territorio de la margen derecha ha vencido también a la desolación.
Una miríada de canales, la mayoría tan grande como un arroyo, recorre los huertos. En las márgenes han crecido árboles y hay gente pescando. Agua por todas partes. Las técnicas rusas de bombeo de agua desde el río grande, además de secar el mar, han expandido los oasis naturales por terrenos que antes eran desérticos.
Gracias a eso en los campos de Kholzum hay vegetación y barro por todas partes.
Las casas están edificadas en mitad de las huertas. Al conducir por la estrechísima y recta carretera que atraviesa el territorio hay que tener cuidado para no arrollar aquí y allí a señoras que han extendido una alfombra ocupando el único carril y la están lavando con mangueras y cepillos. Las lavan en la carretera porque el asfalto es el único sitio donde no hay tierra ni barro.
Es una zona extremadamente frondosa donde todo es muy verde. No sólo hay campos inmensos de algodón; también terrenos con hortalizas, pequeñas plantaciones de maíz y muchos frutales. Hasta las casas parecen escondidas entre la vegetación desbordante.
Nada anuncia que a sólo unos kilómetros surge de pronto el desierto de piedras y arena salada. Un desierto donde el viento cubre de arenilla cualquier construcción en cuestión de minutos, salpicado por fortines y caravanasares abandonados que parece el paisaje de una película de aventuras orientales. Todo está cerca, amenazante, pero en los campos del Amu Daria parece imposible. Aquí la vida se ha detenido en los días de una infancia de dachas de madera y baños en el río. De niños jugando entre las vacas y grupos de campesinas bulliciosas que se arreglan el pañuelo cuando pasa quien les gusta y cantan a corto cuando están solas. Días de botes de conservas de pepinillos, granjas colectivas y tractores renqueantes.
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