Viajar por Irán es siempre como ir al encuentro de una vieja amiga. Antes de llegar a cada una de las ciudades que uno conoce se está siempre inquieto. dudando de si será capaz de reconocerla, de si todavía será la que uno guarda en el recuerdo. Después los primeros momentos suelen ser de confusión; hay que adaptarse, todo parece siempre lleno de detalles nuevos, pequeños cambios decisivos. Al poco tiempo, la ciudad recupera la familiaridad y el viajero recuerda porque era feliz allí. Cada lugar guarda el recuerdo de viajes anteriores y siempre surgen pequeñas aventuras que marcan la vida en ella a cada vez... pero acaba por volver a salir el carácter único, el ambiente propio y la personalidad permanente de cada lugar.
Se me hace difícil hablar de las ciudades iraníes si no es contando aventuras, historias, anécdotas de cada una de ellas. Pero puedo intentarlo, con trocitos de algunas de ellas.
SHIRAZ
El modo en que llegas a una ciudad determina a menudo como vas a sentirte en ella. El viaje es siempre una sensación subjetiva y los lugares se viven a menudo con independencia de su esencia real. Esta vez llegamos a Shiraz bajo la luz amarillenta de un día nublado. Casi al atardecer. La ciudad entera parecía bañada en oro suave. Los jardines, las casas de ladrillo, la gente en su paseo familiar vespertino. No pude dejar de pensar que también la tumba de Hafez estaría teñida de ese color pálido. Imaginé rosas amarillas sobre la lápida del poeta y tuve que contenerme para no correr inmediatamente allí.
Luego, al anochecer, la ciudad recuperó su colorido de siempre. Shiraz es una mezcla de colores y culturas. Gente del golfo, con las mujeres escondidas tras sus antifaces de cuero; árabes con túnicas blancas impolutas. Refugiados afganos. Hazaras. Kuchis, con su aire de gitano multicolor. Incluso gente de Teherán que viene de vacaciones disfrazados de turista accidental. Shoraz es alegre y activa y uno puede amenizar las noches fumando narguile en botijo en tabernas sucias donde no hay alcohol, pero té, tabaco, moscas, mesas de formica y personajes. Amigos.
YAZD
Yazd es la frontera. Es la frontera del desierto justo donde la civilización empieza a diluirse y todo se va convirtiendo en arena y desolación. Es la frontera de la antigua Persia, donde las caravanas abandonaban la seguridad del mundo organizado y siguiendo la ruta de la seda se lanzaban a los peligros de los bandidos de Afganistán.
Yazd está en el límite. Huye de la sofisticación de Esfahán, de la vibración cosmopolita de Shiraz y se desliza por vertientes rurales. El paisaje se plaga de chadores, tormentas de arena, callejas semi vacías. Tiendas sin clientes. Menos las pastelerías. yazd es la ciudad de los dulces, de los supositorios gigantes de azúcar y las pastelerías exuberantes cargadas de luz dorada.
Y al atardecer el barrio entero de Fahadán cambia de color; del rojizo al naranja. Se aclara el aire cargado de partículas de arena y hasta el momento en que el muecín inicia su llamada todo es paz y silencio. Entonces, justo al ponerse el sol, estalla el torrente de cantos que rompe el cielo y llega desde todos los puntos de la ciudad. Brotan melodías que suenan a Allah y Muhamed mientras se encienden las primeras luces y los callejones van cayendo en la oscuridad. De pronto sólo queda a lo lejos el perfil perpetuo de las montañas. Llega el frescor de la noche.
KERMÁN
Kermán es una pequeña Samarkanda. Las calles polvorientas huelen a Asia, a asno y frontera. Con la multitud que deambula por el bazar se mezclan turbantes, túnicas, chadores de colores, disfraces o vestidos diversos; entre puestos de fruta y carnicerías a cielo abierto que amontonan a su puerta cabezas de cabra con los ojos vidriosos. Las montañas que se alzan al final de cada calle son rocosas y huele a asia Central.
En Kermán apenas hay hoteles y casi nadie habla inglés, pero en los últimos años la ciudad ha crecido sin freno. Las fábricas de las afueras han atraído a miles de inmigrantes que huyendo de una sequía de dieciseis años y del hambre han abandonado para siempre sus aldeas. En la avenida florecen hileras de tiendas de moda, de telefonía, de electrodomésticos. Un mundo de progreso lento y masivo que convive con el bazar y con los mercados bulliciosos al aire libre. Las callejuelas que se separan de la avenida mantienen su aire canalla. Hay callejones sucios y polvorientos donde afganos, turkmenos, gitanos y otras gentes fuman opio y trafican con anillos y cuchillos.
TEHERÁN
Teherán, ya se sabe, tiene un auténtico centro moderno con nada que envidiar de cualquier ciudad europea, o de donde sea. Es grande y moderno, cuajado de avenidas. El Teherán moderno dejó de estar confinado al norte de la ciudad. No se trata ya sólo del trozo de la avenida Vali a Sadr entre la plaza y el cruce con la avenida Enghelab, sino todas las plazas y avenidas de alrededor, hasta la zona de la plaza Ferdosi. De pronto hay por todas partes teatros, cafés hipster, jóvenes que no se atienen a la forma de vestir tradicional. Casi imposible cruzarse con un chador por esta zona.
Pero todavía sigue valiendo el dicho de que si no has estado en el café Naderi, no has estado en Teherán. Fue el café de referencia de la ciudad de los años treinta, con su intelectualidad politizada, su sofisticación y su vida nocturna. Era una casa encantado
ra, con aires de palacete, regida por un inmigrante armenio. Luego, en los cincuenta tiraron el edificio y lo sustituyeron por otro feo y sin gracia para ampliar el hotel de encima. Aún así el local mantuvo su aire bohemio y un leve toque mundano como si Annemarie Schwarzenbach fuera entrar de un momento a otro con los ojos vidriosos por el opio y la fiesta. El sitio, pues, ha tenido momentos de gloria. Sin embargo, ha conseguido también sobrevivir a los correspondientes períodos de decadencia sin desvirtuar demasiado su personalidad. Vive en gran medida de esa fama. Lo frecuentan ahora jóvenes alternativos y antiguas glorias del espectáculo, gloriosas de su pasado de fama. A ratos hay tertulias casi-políticas. A mi me gusta ir por la tarde temprano, a tomar café decente y a admirarme de cómo los camareros serios y apuestos ayudan a mantener el carácter y la leyenda del lugar.
ra, con aires de palacete, regida por un inmigrante armenio. Luego, en los cincuenta tiraron el edificio y lo sustituyeron por otro feo y sin gracia para ampliar el hotel de encima. Aún así el local mantuvo su aire bohemio y un leve toque mundano como si Annemarie Schwarzenbach fuera entrar de un momento a otro con los ojos vidriosos por el opio y la fiesta. El sitio, pues, ha tenido momentos de gloria. Sin embargo, ha conseguido también sobrevivir a los correspondientes períodos de decadencia sin desvirtuar demasiado su personalidad. Vive en gran medida de esa fama. Lo frecuentan ahora jóvenes alternativos y antiguas glorias del espectáculo, gloriosas de su pasado de fama. A ratos hay tertulias casi-políticas. A mi me gusta ir por la tarde temprano, a tomar café decente y a admirarme de cómo los camareros serios y apuestos ayudan a mantener el carácter y la leyenda del lugar.
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