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22 agosto 2017

PISTACHOS DE JARANAQ


Jaranaq es un manantial de agua fresca y cristalina en mitad del desierto iraní.
Gracias a ese agua -mezclándola con paja, estiércol y tierra- un grupo de zoroastrianos construyó aquí hace siglos todo un pueblo de adobe y plantaron una huerta. Ahí cultivan todavía verduras y frutas diversas y, sobre todo, granados y pistachos.
La riegan con un qanat que lleva el agua del manantial a través del pueblo y, en días alternos, la divide equitativamente entre las distintas parcelas.
Los pistachos de Jaranaq son gordos y sabrosos. Pero, sobre todo, huelen excitantemente. Cuando llega la cosecha el aire entero del lugar huele a fragancias y delicias orientales. El aroma dulzón y embriagador de los pistachos verdes derrite a cualquiera. Sin solución.
Luego, una vez recogidos los frutos frescos, las mujeres del pueblo le quitan uno a uno su caparazón rojo gomoso que se abre sólo con apretarlo. Como los huevos de las tortugas marinas. Más tarde los pondrán a secar en las azoteas de las casas. Sólo entonces se les quita ese olor intenso y delicioso y se pueden comer.
Hace siglos, la aldea -como todos los oasis- tenía un caravanasar. Tras jornadas de polvo y sequedad  por el desierto las caravanas que hacían la ruta de la seda se solazaban al fresco de Jaranaq y su manantial. Cada caravana era una atracción llena de sorpresas. Los niños del pueblo se colaban en el recinto amurallado a espiar a los extranjeros recién llegados. después comentaban por el pueblo sus costumbres asombrosas. los guías con más experiencia, que ya habían pasado antes por aquí, se sentaban a fumar con los trabajadores de la posada. esops ritos se siguen repitiendo con los grupos aislados de turistas, la mayoría de Teherán, que pasa aún por las ruinas del pueblo.
Intentando que nada cambie del todo, como no cambia el aroma de los pistachos.

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