Sentados en un café junto a las marismas de Tsairi. Delante, el mar. Y al fondo, la silueta del monte Olimpo. Esa joroba con forma de aleta dorsal donde se supone que viven los dioses.
Tan cerca, que no parece que le suponga gran molestia acercarse por aquí a sus cosas. Básicamente a hacernos pagar por sus caprichos a los pobres mortales que intentamos vivir sin meternos en líos ajenos.
Incluso a los seguidores de Arístipo de Cirene, ese discípulo predilecto de Sócrates conocedor del gran secreto de la Felicidad: no buscarse problemas.
Con el Olimpo tan cerca, ni eso es garantía. Nadie nos asegura que esa señora en pareo, o incluso el caniche que salta a sus pies, no sean un dios disfrazado, jugando a alguno de sus jueguecitos que acaban volviéndose contra alguien.
Qué miedito. Qué Zeus nos coja. Confesados.
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