Dicen los que saben que el Sant’Eustacchio ofrece el mejor espresso del
mundo. El sitio está planteado como un templo del café cargado de
rituales entre los que destacan tostar los granos secos cada mañana o servirlo con el azúcar
ya incluido. Y en efecto, aquí el sabor de los cafés es intenso, sabe a tostado y
a delicias. Es un líquido sabroso y espeso; casi tiene cuerpo, que diría un sumiller de los
cafés. Es realmente un placer sensorial, así que vengo a menudo.
Circula por Roma el rumor de que en el Sant’Eustacchio añaden al café una
espuma falsa, hecha con clara de huevo, para que parezca más especial y más auténtico. La
mecánica del local fomenta estos rumores: ese camarero escondido del público
tras la enorme máquina de café, como si estuviera oficiando una ceremonia
secreta. La verdad, en todo caso, es que yo oigo siempre un leve tintineo sospechoso
justo antes de que saquen mi espresso y me lo pongan en la barra. Fuerte y
cremoso, como a Kissinger.
El local está decorado con prodigalidad de signos del santo. Dicen que a san
Eustaquio, centurión romano, se le apareció Jesús entre los cuernos de un ciervo
que iba a cazar. No dice la historia nada de como acabó el ciervo, pero lo
cierto es que la iglesia, a una decena de metros del local, está coronada de
una buena cornamenta de ciervo rodeando la cruz. En el café han preferido un
símbolo que reproduce la cabeza entera del ciervo, con la cruz surgiéndole de
la testuz. Menos exagerado que el famoso cuadro de Durero en el que el estandarte
del santo es algo parecido… salvo el detalle de que la cruz tiene a un cristo
crucificado. Demasiado. Curiosamente, como quien no quiere la cosa, detrás de
la barra del Sant’Eustacchio hay siempre visible una botella de Jagermeister
destacando entre las de amaros italianos. La marca alemana tiene el mismo
símbolo, se supone que porque para algo el santo es el patrón único y auténtico
de los cazadores, que seguramente en los buenos tiempos bebían el licor como si
no hubiera mañana.
Últimamente la mayoría de los camareros son de origen asiático, de
Bangladesh al menos. Eso está acabando, aunque no del todo, con una de las
características tradicionales del local: la legendaria antipatía de los
camareros, incapaces de librarse de la mirada ceñida y los malos modos típicos
de los camareros romanos que te arrojan los productos como quien tirase su
porción diaria de alimento a una piara de cerdos. Estos muchachos, en cambio,
aunque han aprendido rápido guardan algo de humanidad. Uno de ellos es capaz ya
de reconocerme y a veces hasta me pone un vaso de agua de esos que tienen
listos y escondidos detrás de la barra. Sin tener que pedírselo. Un par de
veces, al despedirme, incluso ha esbozado una sonrisa, que es sin duda la mayor
deferencia que puede hacerte un empleado del Sant’Eustacchio.
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