Entre el coliseo y el circo máximo hay una calle
estrecha y elevada que rodea el parque del Celio y por la
que prácticamente solo pasa el tranvía de la línea tres. Por un lado está
flaqueada por la valla metálica que protege el parque. Por el otro hay una
ladera verde que baja hasta la vía San Gregorio, donde está la entrada
turística a los foros del Palatino. En esa ladera, trufada de arbustos, ha plantado
su tienda de campaña -de un color verde que se camufla perfectamente con la
pradera- un refugiado sirio sin techo.
Tiene, posiblemente, una de las mejores vistas de ciudad. Al abrir la
cremallera, cada Mañana ve a un lado la mole del Coliseo, un poco más abajo el
arco de Adriano y justo en frente las ruinas de los foros; todo ello en un
ambiente verde que le haría a uno pensar que se halla en pleno campo, lejos de
cualquier ciudad. A unos metros de la tienda, bajo unos pinos, hay un trozo de
pradera al mismo nivel de la calle que algún coche usa a veces para aparcar un
rato en un lugar discreto en pleno centro turístico de Roma.
Ahí llega el coche de los carabinieri, hace un giro poco elegante, se mete
en la hierba y para. El inmigrante de la tienda lo mira un momento, con
tranquilidad y vuelve a su contemplación sosegada del paisaje romano sin
mostrar ninguna inquietud. Lleva las ventanillas bajadas, seguramente por el
calor de estos primeros días de mayo. Los dos agentes se desabrochan los
cinturones de seguridad, pero no bajan del vehículo. Uno de ellos se vuelve al
asiento de atrás y agarra dos tarteras. Le pasa una a su compañero. Los
policías, entonces, abren la tapa de sus respectivas tarteras y justo después
se vuelven el uno al otro y se besan. Un beso sentido, no demasiado largo. Y
vuelven sonrientes a su almuerzo y a ver el paisaje romano desde ese escondite.
Como una pareja cualquiera de enamorados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario