El San Calisto es uno de los pocos bares míticos
que quedan en el centro histórico de Roma. Está en pleno Trastévere, una de las
zonas más devastadas por la plaga turística que ha arrasado gran parte de la
ciudad antigua los últimos años. Hace poco más de una década Trastévere era
todavía una zona tranquila, llena de señores mayores que hacían la compra en
las tiendas del barrio, y que destacaba por la abundancia de librerías. Hoy día
parece un parque temático en el que cada casa es un restaurante o una tienda de
souvenirs. Por las calles pasea constantemente una masa compacta de turistas entre la que no puede uno abrirse
paso. Y en mitad de todo eso falso y nuevo, sigue el San Calisto, auténtico
como siempre. Para muchos, el último reducto del Trastévere de siempre.

Está en una placita justo tras la plaza de
la basílica de Santa María del Trastévere, pero en realidad está a años de
distancia. Es un bar barato. Extraordinariamente barato. Dentro, Marcelo lleva
años en la caja. Es el dueño y el único que se maneja con los dineros. Ni a su
hijo, ni a ninguno de los camareros de toda la vida les deja que se acerquen.
La decoración está llena de fotos de púgiles que hace años que fallecieron y de
fotos, la mayoría antiguas, de los dos equipos de la ciudad. Ambos por igual,
en una neutralidad cuidada.
En los ochenta el lugar se convirtió en la sede
casi fija de algunas bandas de delincuentes y los camareros cuentan que el
tráfico y consumo de drogas eran la principal actividad por la noche en sus
mesas. Al fin y al cabo el líder de la Banda de la Magliana, que dominó Roma durante los setenta y hasta los noventa era vecino del barrio. En efecto,
er Negro nació muy cerca de aquí, hijo de un panadero. En la serie
Romanzo Criminale lo llaman
Libanés y esconden que era un ferviente ultraderechista. Pero aquí lo recuerdan bien, y recuerdan sobre todo el día que lo mataron, en la plaza de San Cosimato, tan sólo un par de calles más arriba. Lo acribillaron cuando salía de jugar al billar en el bar Castelletti. Dicen que su hermano sigue siendo panadero en el barrio.
Pero nunca faltaron tampoco los artistas. El cantautor Stefano Rosso, la
voz de Roma en los setenta, era hermano de uno de los camareros y pasaba aquí
los días entre tantos, gente del barrio e otros intelectuales. Walter Veltroni
grabó aquí uno de los primeros spots de la campaña electoral que lo convertiría
en alcalde de Roma. Hasta Sorrentino, en ese recorrido nostálgico que es a
ratos
La Grande Belleza, ironiza en
una escena con las antológicamente inacabables colas de espera para entrar en
el baño del San Calisto.
La clientela del ‘Sanca’ está llena
compuesta casi a partes iguales por personajes del barrio, jóvenes alternativos
y estudiantes de marcha. Sin embargo, son los personajes los que destacan. Una
fauna de todo pelaje unidos por su amor al local… y al alcohol. La excepción
son algunas señoras ya muy mayores que se acercan temprano a beber el café que
Marcello les deja a precios antiguos. Pero entre los demás predominan las
muecas faciales, el habla italiana y el aroma a alcohol incluso cuando no
beben. La mayoría se sienta en las diminutas mesas redondas de madera o formica
que llenan la terraza. Tampoco hay mucho más sitio, puesto que una de las
habitaciones de dentro es la barra y la otra una antesala diminuta a los baños.
Es en ésa donde se refugia Matia, napolitano entrado en muchos años. Se sienta
en una silla de plástico debajo bajo del poster con el mapa de Roma y se dedica
a darle conversación a las muchachas que esperan
para entrar al servicio unisex. En todas sus conversaciones deja siempre muy
claro que es napolitano de origen y que vive en el bar.
Fuera, en las mesas, siempre pasan cosas.
Al san Calisto no se viene a estar sólo una hora, ni a tomarse sólo un par de
rondas de cerveza. El lugar invita a los excesos inadvertidos. Siempre hay
alguien que te habla, aventuras que pasan en las mesas del alrededor. Una
señora con la boca apretada te pide, en romano cerrado “
Che c’hai ‘na sigheretta?”. Los parroquianos llegan cuando quieren
y siempre tienen sitio en alguna mesa, se acoplan con cualquiera a quien
conozcan aunque luego se pasen horas sin hablar. Una mujer negra, de edad
indescifrable, que confiesa ser descendiente caboverdiana y chapurrea el
portugués ligotea a voces con tres francesas. Su pareja, un señor muy delgado,
vestido con una chaqueta arrugada, observa impertérrito y sonriente. Cuando se
van aún no está claro si viven en la calle o en casa de la madre de él. Su lugar lo ocupan dos muchachas, de estética
variada, que intentan convencer a un muchacho fuertote con pinta de chulo de
que haga un trío con ambas.
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