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11 mayo 2017

EL BAR SAN CALISTO -Historias de Roma (3)

El San Calisto es uno de los pocos bares míticos que quedan en el centro histórico de Roma. Está en pleno Trastévere, una de las zonas más devastadas por la plaga turística que ha arrasado gran parte de la ciudad antigua los últimos años. Hace poco más de una década Trastévere era todavía una zona tranquila, llena de señores mayores que hacían la compra en las tiendas del barrio, y que destacaba por la abundancia de librerías. Hoy día parece un parque temático en el que cada casa es un restaurante o una tienda de souvenirs. Por las calles pasea constantemente una masa compacta de  turistas entre la que no puede uno abrirse paso. Y en mitad de todo eso falso y nuevo, sigue el San Calisto, auténtico como siempre. Para muchos, el último reducto del Trastévere de siempre.
Está en una placita justo tras la plaza de la basílica de Santa María del Trastévere, pero en realidad está a años de distancia. Es un bar barato. Extraordinariamente barato. Dentro, Marcelo lleva años en la caja. Es el dueño y el único que se maneja con los dineros. Ni a su hijo, ni a ninguno de los camareros de toda la vida les deja que se acerquen. La decoración está llena de fotos de púgiles que hace años que fallecieron y de fotos, la mayoría antiguas, de los dos equipos de la ciudad. Ambos por igual, en una neutralidad cuidada.
En los ochenta el lugar se convirtió en la sede casi fija de algunas bandas de delincuentes y los camareros cuentan que el tráfico y consumo de drogas eran la principal actividad por la noche en sus mesas. Al fin y al cabo el líder de la Banda de la Magliana, que dominó Roma durante los setenta y  hasta los noventa era vecino del barrio. En efecto, er Negro nació muy cerca de aquí, hijo de un panadero. En la serie Romanzo Criminale lo llaman Libanés y esconden que era un ferviente ultraderechista. Pero aquí lo recuerdan bien, y recuerdan sobre todo el día que lo mataron, en la plaza de San Cosimato, tan sólo un par de calles  más arriba. Lo acribillaron cuando salía de jugar al billar en el bar Castelletti. Dicen que su hermano sigue siendo panadero en el barrio.
Pero nunca faltaron tampoco los artistas. El cantautor Stefano Rosso, la voz de Roma en los setenta, era hermano de uno de los camareros y pasaba aquí los días entre tantos, gente del barrio e otros intelectuales. Walter Veltroni grabó aquí uno de los primeros spots de la campaña electoral que lo convertiría en alcalde de Roma. Hasta Sorrentino, en ese recorrido nostálgico que es a ratos La Grande Belleza, ironiza en una escena con las antológicamente inacabables colas de espera para entrar en el baño del San Calisto.
La clientela del ‘Sanca’ está llena compuesta casi a partes iguales por personajes del barrio, jóvenes alternativos y estudiantes de marcha. Sin embargo, son los personajes los que destacan. Una fauna de todo pelaje unidos por su amor al local… y al alcohol. La excepción son algunas señoras ya muy mayores que se acercan temprano a beber el café que Marcello les deja a precios antiguos. Pero entre los demás predominan las muecas faciales, el habla italiana y el aroma a alcohol incluso cuando no beben. La mayoría se sienta en las diminutas mesas redondas de madera o formica que llenan la terraza. Tampoco hay mucho más sitio, puesto que una de las habitaciones de dentro es la barra y la otra una antesala diminuta a los baños. Es en ésa donde se refugia Matia, napolitano entrado en muchos años. Se sienta en una silla de plástico debajo bajo del poster con el mapa de Roma y se dedica a darle conversación a las muchachas que esperan para entrar al servicio unisex. En todas sus conversaciones deja siempre muy claro que es napolitano de origen y que vive en el bar.
Fuera, en las mesas, siempre pasan cosas. Al san Calisto no se viene a estar sólo una hora, ni a tomarse sólo un par de rondas de cerveza. El lugar invita a los excesos inadvertidos. Siempre hay alguien que te habla, aventuras que pasan en las mesas del alrededor. Una señora con la boca apretada te pide, en romano cerrado “Che c’hai ‘na sigheretta?”. Los parroquianos llegan cuando quieren y siempre tienen sitio en alguna mesa, se acoplan con cualquiera a quien conozcan aunque luego se pasen horas sin hablar. Una mujer negra, de edad indescifrable, que confiesa ser descendiente caboverdiana y chapurrea el portugués ligotea a voces con tres francesas. Su pareja, un señor muy delgado, vestido con una chaqueta arrugada, observa impertérrito y sonriente. Cuando se van aún no está claro si viven en la calle o en casa de la madre de él.  Su lugar lo ocupan dos muchachas, de estética variada, que intentan convencer a un muchacho fuertote con pinta de chulo de que haga un trío con ambas.

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