En los primeros días de mayo por las callejuelas de “San Lollo”, que es como dio en llamar al barrio en jerga cariñosa, brotan terrazas como champiñones al sol. En un par de días prácticamente todos los bares del barrio -y son muchísimos- instalan en la calzada de delante una plataforma que ocupa el hueco de dos plazas de aparcamiento y sobre la que se instalan luego sillas y mesas. Así empieza el verano.

Por el Pommidoro ha pasado toda la historia del
barrio. Empezó siendo un negocio de vino, en el que acostumbraban a pararse los
artesanos del mármol y algunos obreros del barrio. En esa época lo gestionaba
la abuela del propietario actual, una mujer grande y fuerte capaz de mantener a
raya a los borrachos. En el barrio la llamaban La sora Clementona y cuentan que necesitaba dos sillas para
sentarse. El lugar tuvo tanto éxito que decidieron convertirlo en trattoria y
quitarse así un poco de en medio a los borrachos, pero a la vista está que no
lo consiguieron del todo. Basta darse una vuelta a la horade la comida y
escuchar las conversaciones de algunos parroquianos recién salidos de la
cárcel, o de otros que parece que fueran a entrar en ella.
El día del bombardeo, los vecinos del
bloque se refugiaron todos en el sótano del local, con tan mala fortuna que una
bomba impactó ahí de lleno. Murieron decenas, sobre todo mujeres y niños que a
esas horas de la mañana estaban en casa.
En los cincuenta, el local cobró cierta
fama entre los intelectuales de izquierdas, que se sentían cómodos en este
barrio proletario y el ambiente desenfadado. Pier Paolo Pasolini y Alberto
Moravia se hicieron realmente asiduos. Pasolini solía meter en su coche a sus
cuatro o cinco ragazzi di vita protegidos y se los traía a cenar aquí. Al
acabar solían jugar un partido de fútbol con el resto de clientes, en la misma
plaza, delante de lo que entonces era un cine. Aguantaban poco todos menos
Pasolini, a quien llamaban el maestro. Él seguía metiendo goles mientras los
otros corrían a beber del nasone de
la esquina. Después al maestro un día le regalarían la camiseta celeste con el
número treinta y su nombre escrito.
La noche en que un chapero asesinó a
Pasolini en la playa del idroscafo de
Ostia, venía de cenar en el Pommidoro con un amigo. De hecho, en el restaurante
conservan el cheque con su firma con el que pagó esa última comida, que nunca
cobraron.

El negocio sigue siendo familiar y, como entonces, todavía lo gestiona Aldo. Ahora pasa el tiempo sentado en su mesa de la esquina, siempre rodeado de amigos de su pandilla, sin quitarse las gafas de sol. Los otros son todos jubilados, de diverso pelaje, salvo alguno que pese a los años mantiene aún su taller de ebanistería a la espalda de la trattoria. Comen con alegría y a voces, siempre acompañados de algún amigo más joven. Acaban dándole al amaro y pasan inmediatamente a la partida de cartas. No es una partida sosegada de jubilados, sino que, de no ser por la edad, se diría que se trata de una banda de delincuentes juveniles jugándose las ganancias de su última fechoría, entre risotadas y peleas. Las peleas se guardan de un día para otro y no es raro que eleven el tono a mitad de la comida discutiendo quién ganó realmente la partida de ayer y pidan testigos entre los parroquianos y el servicio del local, familiares y amigos casi todos.
Del negocio está ahora pendiente su hija y
en las mesas sirven nietos y yernos. Pero a la hora de cobrar, el que sea, le
lleva siempre los billetes a Aldo, que desde su esquina no pierde de vista el
negocio. Él se levanta trabajosamente de la silla saca un fajo de billetes que
lleva enrollado en el bolsillo, le quita la goma y añade el que le traen. Si
hace falta, él mismo proporciona la vuelta.
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