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23 diciembre 2016

Un encuentro en Aloma

La cafetería Aloma, justo donde el largo de Camoes (que en verdad ya tampoco se llama así) pierde su nombre y se convierte en el largo de Calhariz. Como el príncipe.
Tiene un clientela fiel e, incluso en esta ciudad de hosteleros agradables, es famosa por la simpatía de sus camareros. Tienen ese toque perfecto de familiaridad que no resulta servil sin la necesidad habitual de ser, o parecer, graciosos.
La frecuentan señoras entradas en años que vienen en parejas a charlar en voz queda; señores solitarios que que toman bola de arroz por la mañana y sándwiches a mediodía, siempre con su periódico por delante a modo de entretenimiento y muralla; jóvenes de paso y con prisas; ocasionalmente algún turista despistado al que los locales intentan ignorar.
La cafetería intenta promocionar sus pasteles de nata, pero a juicio de la mayoría es una batalla perdida frente al café del Chiado, situada sólo unos números más arribas, en su misma acera, y que presume de vender los mejores de la ciudad. A cambio Aloma ha sido capaz de mantener su aire clásico y modesto a través de las numerosas reformas sufridas.
Aquí se sienta Fernando. Es temprano y quiere aprovechar para desayunar antes de que el almacén se llene de proveedores y clientes que vienen a cobrar, a despachar mercancía, a protestar por envíos defectuosos o que se perdieron en el camino. Es la rutina de cada día. Como si existieran unas leyes secretas que rigen los horarios de aglomeración a las que obedeciera como autómatas la pequeña multitud de personas de distinto pelaje que cada mañana, a eso de las once se concentra frente a su escritorio, en la parte de atrás del almacén de productos de alimentación al por mayor de Alvarados e Hijos, S. L.
Viste un traje oscuro gastado; con el corte y el color apagado que tienen la extraña cualidad de diferenciar perfectamente los trajes de los empleados -que los llevan casi como un babi o un modo de trabajo-  de los elegantes y vistoso que gastan sus jefes. No sea que alguien se confunda. No pide pastel de nata, que le parece empalagoso. Tampoco una torrada con exceso de manteca. Se limita a hacer un gesto al encargado, un rollizo y sonriente camarero de bigote, que le trae inmediatamente una pasta reseca cubierta de azúcar glas para acompañar su galao.
Fernando ha dejado de cortarse el pelo en la barbearia Campos, a unos pocos centenares de metros, acosado por unos precios demasiado altos; cosas del turismo, dice. Así que mientras se bebe el café se acaricia a ratos el pelo que ya le crece en la nuca, sopesando si probar suerte en la pequeña peluquería que ha abierto un chico, parece que pakistaní, en una callejuela junto a la Rua do Alecrim...

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