La obra resultó mediocre. El montaje, como suele pasar demasiado a menudo, se quedaba en lo estético: se limitaba a visualizar la obra de un modo diferente, ligeramente rompedor, tras el que no había ningún discurso ni mensaje ni concepto.
Usaron la versión de Tsarouchis, el genial pintor reflejo en sí mismo de lo mejor del siglo veinte griego. Está cargada de insinuaciones sugerentes e interpretaciones rompedoras... todas ignoradas olímpicamente por los encargados de la puesta en escena. Vamos, que resultó un aburrimiento.
Lo único interesante en la obra fue un efecto aparentemente involuntario. El director, en buen ortodoxo, no se atrevió a presentar la relación entre Orestes y Pilíades con toda la carga homoerótica que indudablemente tiene. La quiso presentar como sano compañerismo guerrero. El resultado -una pandilla torpe y agresiva de nacionalistas más bien fachas- resultó inquietantemente parecido a dos matones cualesquiera del partido neonazi Aurora Dorada (huevo dorado, con el juego de palabras más en boga). Así va el país.
Sin embargo el teatro, y la noche, era espectaculares. A pesar de que es un espacio grande, ocupado por miles de asistentes, los actores hablaban sin micrófono y se oía perfectamente. El decorado de columnas, piedras y sillares antiguos diseminados entre las ruinas le daba un esplendor permanente a la representación. La luna llena, que hacía prácticamente innecesarias las luces, lo realzaba.
De lo que pasó por el escenario, lo mejor fue un gato. Un gato que vive, entre otros muchos, en las ruinas y que se paseó por mitad de escenario en plena obra como si nada estuviera pasando y ésa fuera simplemente una noche más entre las piedras en las que vive.
Tras el teatro y el repunte de la pena por la terrible situación de este país necesitaba algo de optimismo. Así que al día siguiente fui a buscar algunas de sus últimas calas desiertas, justo tras el istmo de Corinto. Efectivamente, por la zona de Alkiona hay calas escondidas donde los atenienses más hippies aún acampan y se bañan desnudos lejos de turistas y domingueros. Se llega por pistas forestales sin asfaltar que suben y bajan por montes de pinos. De hecho, el olor de los pinos es intenso y se percibe desde lejos, anunciando el mar incluso antes de verlo. Después aún hay que bajar andando por un camino empinado de tierra. Una vez allí, uno diría que son las últimas calas secretas del mar Egeo. Pequeñas, de piedras, con forma semicircular. Se pasa de una a otra trepando por un grupo de rocas. También bordeando una pequeña colina si se quiere ir a las dos o tres más inaccesibles. El agua es transparente y plácida, sin apenas olas. Está llena de vida: pequeños arrecifes, peces de todos los tamaños, estrellas de mar, erizos, gigantes mejillones anaranjados, caballitos de mar.
Jóvenes griegos suelen acampar en estas playas. Instalan alguna tienda, se llevan comida y pasan algunos días totalmente desnudos. Por las noches sentados ante pequeñas fogatas beben, juegan a juegos de mesas y cantan. De día dormitan en la playa, bucean, toman el sol. El sol en esas playitas parece diferente; se diría que es un sol más auténtico y luminoso. Con la pureza del concepto de Mediterráneo. Ante él no hay manera de evitar el deseo de desprenderse de la menor prenda de ropa y dejarse acariciar por u calor, por el mar, por el olor de los pinos, como si uno acabara de nacer.
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