
Liberakis Gerakaris, primer Bey de Mani, era un pirata. Un auténtico pirata de los que abordan barcos a golpe de espada y cañón. Los turcos, hartos de perder galeras en el mediterráneo, decidieron nombrarlo representante del Sultán en su Mani natal. Liberakis aceptó porque lo pilló en un momento de rabia, deseando vengarse de la familia más importante de la zona: los Stefanopoulis, que le habían prometido a su hija en matrimonio y en el último momento -aprovechando que el pirata se había ido a atacar a alguien- se la dieron a un noble pretencioso del pueblo de al lado. Así que nada más ser nombrado aprovecho el apoyo turco para lanzarse contra los Stefanopoulis. Los cercó en su casa castillo de Itylo y cuando la arrasó no dudó en decapitar a su fallido suegro, al marido de la chica y a treinta cabecillas más. Los setecientos habitantes de Itylo no vieron más solución que escapar. El pueblo entero se subió a un gran velero y se fueron a Córcega, donde fundaron una nueva ciudad y hasta hay quien dice que son los antepasados de Napoleón Bonaparte. Por su parte Liberakis siguió toda la vida oscilando entre la piratería y el gobierno. Y en revancha se casó con la bellísima Anastasia, princesa y sobrina de un voivoda de Valaquia.
Este tipo es, hoy por hoy, el ídolo nacional de los maniotas. Orgullosos de sus piratas, sus eternas guerras civiles y las venganzas familiares que consideran la esencia de esta tierra. Tanto como el paisaje de pequeños pueblos fortificados diseminados entre matorrales y cactus por estas montañas peladas.
En Mani, las torres eran a la vez símbolo de estatus y mecanismo de defensa. Los clanes maniotas se peleaban a ver quién las tenía más largas. Es cierto que al ser más alta era más fácil apedrear con rocas los tejados de los enemigos, pero la cosa se les fue de las manos.


Las casas de Mani son pequeños castillos, casi todas construidas alrededor de su torre. Los pueblos cuajados de torreones surgían a menudo cuando una familia derrotada en las intensas guerras civiles que se celebraban de un lado a otro de la calle, se iba unos kilométros más allá.
Las montañas son de piedra. Com las casas y los muros que las rodean. De hecho todo es de piedra aquí. Las casas se confunden con el paisaje árido y pedregoso. Apenas se hacen notar, colgadas sobre los barrancos, camufladas en la montaña casi lunar entreverada de chumberas. El paisaje es seco, como la gente. Dura y correosa.
La única variación son las pequeñas iglesias repartidas por todo el territorio. Uno podría pensar que eso demuestra un rastro de piedad, casi bondad, en el carácter peleón de los maniotas. En verdad son iglesias guerreras. Cada familia tenía su iglesia. Y cada pirata. Una iglesia con un santo al que agradecer los buenos botines y donde rogar por que la suerte acompañe la próxima campaña. De hecho los curas, que otras islas siempre fueron el objetivo preferido del saqueo pirata (los papas guardan dinero en su casa y si era necesario la comunidad pagaba suculentos rescates para recuperar a su cura) en Mani eran ellos mismos piratas. Me contaron una noche la historia de Mitrófanis Fasidonis, el monje que sólo salía de su Monasterio en Gerolimenas para encabezar la flota corsaria frente a alguna víctima apetecible.
Se mantiene en pie la mayoría de las torres, y no han desaparecido los clanes ni las familia. La más importante de todas es la de los Mavromichalis (lois de miguel el negro). Señores de Areópolis que siempre han mandado: fueron representantes de los turcos, luego encabezaron la guerra de independencia contra los turcos, después han sido ministros y diputados. Alguno queda en el Parlamento aún y otros pocos mantienen un centro social en el pueblo. Cada tarde un grupo de cinco o seis personas, descendientes de la familia, se sientan en la puerta, a la sombra de una morera. Beben café y tsipuro y charlan con aires señoriales. Dentro, el centro es un despliegue de libros, cuadros y gráficos con toda las hazañas y miembros distinguidos de la familia.

A pocos metros, la torre que hay junto a la iglesia pertenece a la familia Versakós. Ahí Giorgios Versakós -todo un carácter- ha creado su propio museo "de la guerra". De todas ellas. La puerta de la torre la ha decorado con lápidas narrando las hazañas guerreras de sus antepasados, seguramente, visto el estilo, encargadas a la funeraria local. Es un claro desafío a los Mavromichalis para dejar claro que ellos no son los únicos con pasado glorioso. Pero Giorgios está en minoría en el pueblo, y se lo hacen notar. La entrada a su museo estaba decorada hasta hace unos meses con una enorme bomba de cañón. Sin explotar. Alguien lo denunció y de pronto un día la plaza se llenó de policías, artificieros, el ejército y ambulancias. Un despliegue oficial alarmado que procedió a retirar la bomba sin peligro.
En su lugar ha colocado una antigua batería antiaérea. Sobre ella un vecino poco piadoso -o simplemente harto- ha pegado un papel: "no subirse ni hacer ruido después de las nueve de la noche. Llamo a la policía." A ver lo que dura.
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