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26 agosto 2015

Mani I (Maniotas)

Mani debería significar luna. Por sus montañas peladas de polvo grisáceo; por lo aislado del lugar; y hasta por el carácter lunático de los lugareños. Sin embargo siempre se ha llamado Mani y el único consuelo que nos queda es que a los habitantes se les llame maniacos, que no es poco.
Los maniacos son fuertes y orgullosos. Les gusta mantener su leyenda de pueblo inexpugnable, hijos de piratas. Casi en cada casa ondea la bandera de la revolución griega con el moto "victoria o muerte" (Niki i thanatos) y la cruz azul de la ortodoxia cristiana alzada contra el turco.
-¿Y qué cantamos juntos? -el niño sonríe y entonces los dos entonan juntos la primera estrofa de aquella canción que dice "mi país es Mani y nadie lo puede conquistar". Toda la familia reunida alrededor aplaude con entusiasmo.
En Mezapos nos cruzamos con un abuelo jugando en la calle con su nieto de poquísimos años. Le pregunta: -¿Cual es tu país? -¡Mani!
En busca de esos mitos, los aficionados a la buena literatura de viajes suelen venir a la península de Mani siguiendo las huellas de Patrick Leigh Fermor -Paddy, para los desconocidos-. O incluso con la idea de sentarse a mirar el paisaje sobre la tumba de Bruce Chatwin, perdida bajo algún olivo junto a la iglesia de San Jorge en Chora. Llegan imaginando un lugar inhóspito e inaccesible de habitantes fieros. Pero eso era antes, cuando había que desplazarse en mula y la subida al Taigetos desde Kalamata era una aventura como para pensársela. Ahora hay carreteras por toda la península y en veinte minutos desde Esparta o Kalamata los griegos en busca de playas se plantan en mitad de lo que aún se llama el Mani interior.
Se supone que ésa ha sido siempre la esencia de Mani. El sentido de pueblo guerrero. El paisaje desolado de las montañas grises está salpicado de torres de guerra e iglesias. Los maniotas acostumbran a pelear entre sí. Y cada familia tiene su torre y su capilla. Desde hace siglos.
Las tiendas de Mani son el testimonio de un tiempo que se va acabando.La foto de los antepasados, fundadores del negocio, comparten siempre lugar de honor con carteles publicitarios de colores desvaídos de marcas que hace ya mucho que dejaron de existir. En casi todas esas fotos lo padres o abuelos aparecen en blanco y negro mirando seriamente a la cámara, con los largos bigotes arreglados y ropa de boda. A su lado la decoración se completa con fotos de grupo de gente del pueblo en algún acto público; relojes que dan la hora a pesar del polvo acumulado sobre sus agujas; pósteres de actrices en blanco y negro; mapas amarillentos; pegatinas de origen inexplicable. Las paredes de las tiendas, los cafés, las pastelerías... no han cambiado en décadas. Seguramente es un modo de seguir sintiéndose en casa mientras afuera las cosas empiezan a cambiar y a entregarse al nuevo turismo.
Por las mañanas la gente de los pueblos y las aldeas de alrededor coge el coche y se viene a Areópolis. A comprar suministros y, cada vez más, con la edad, a la única farmacia de la zona. Las calles estrechas y empedradas se llenan de pickups y coches que jamás pasarían una ITV.
Mani no esta hecho para el verano. La península, áspera y seca, despoblada, pero cuajada de calas de agua transparente, recoletas y llenas de peces, es demasiado atractiva para el turismo local. Familias de Atenas y de todo el Peloponeso bajan hasta aquí a echar unos días y en verano las tardes de Areópolis se llenan de tabernas, restaurantes y bares para los turistas. Los maniotas, siempre rebeldes y revueltos, no renuncian a sus habilidades de piratas. Se las apañan para cobrar siempre de más a esos turistas, tanto como para no pagar a hacienda, que es una de las partes del Estado griego que nunca llegó a la zona. En invierno las aldeas fortificadas vuelven -dentro de lo que cabe- a su pasado aislado. A los kafeníos donde sólo entran siempre las mismas caras y a las historias nocturnas de vampiros, venganzas y muertos.
En el centro de la ciudad hay algo parecido a un supermercado. En letras grandes e historiadas el cartel pone "Yperágora". Lo lleva Vasilis Kilakos con malas pulgas y ese carácter tan cortante que triunfa en Mani. Es un sitio destartalado aunque con alguna reciente concesión al turismo: esencialmente, Vasilis ha colocado en la puerta una estantería con miel, alcaparras, aceitunas y otros productos locales. Y a su lado un maniquí jubilada de unos antiguos almacenes de Kalamata, disfrazada de maniota. El pelo estropajoso le sobresale en mechones por los lados de un pañuelo y tiene los ojos vidriosos agrietados en una mirada perdida. El resultado es inquietante. Sin embargo dentro sigue todo igual. Una escasez de productos casi comunista y ninguna concesión a la decoración. Casi ni a la limpieza. Vende un poco de todo, aunque todo algo polvoriento. los instrumentos de caza tienen un lugar destacado, sobretodo disfraces de camuflaje, lubricante para armas y cartuchos de diversos calibres. En la parte de atrás tiene un patio con un horno de pan que inunda todo el local de aroma cálido y casi maternal.
Antes de los maniotas paraban por estas tierras viajeros neolíticos de paso desde las islas jónicas. Eso viene muy bien tanto para el turismo como para las leyendas. Dejaron sus restos en las cuevas de Pirgos, una atracción de estalactitas y estalagmitas iluminadas que se visitan en barca. Allí encontraron hace unos meses dos esqueletos, uuna muchacha y un muchacho, que en la edad de hierro alguien enterró abrazados. Los turistas lo verán como una historia de amor, los maniotas como alguna maldición maligna. Puntos de vista.

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