EXTRANJEROS
Tras el terremoto de
2010 llegaron al país tropas de la ONU de todo el mundo. Entre ellos un
destacamento de soldados de Nepal. Al parecer esos soldados no eran un
ejemplo de higiene. El caso es que trajeron consigo una virulenta cepa
del cólera y con sus usos del agua la difundieron por todo Haití. El
resultado fueron decenas de miles de víctimas y miles de muertos por
culpa de la epidemia. La ONU ha reconocido su culpa, aunque se niega a
pagar indemnizaciones. En la población lo que surgió fue un odio a las
organizaciones humanitarias, acrecentado por la imagen de dispendio
ostentoso que dan algunos de sus miembros. Se sucedieron los ataques
espontáneos contra trabajadores de organizaciones internacionales. La
mayoría de oeneges, sobre todo las más pequeñas, se vieron obligadas
incluso a quitar sus logos de los coches y de la vestimenta del
personal. Todo un logro, la verdad, porque así uno tiene un poco más la
sensación de vivir en un país normal. Las calles están llenas de
todoterrenos blancos con chimenea de combustión, pero sin señales
distintivas. Así se mezclan los que han ido subastando las
organizaciones al reducir personal una vez pasada la primera emergencia y
los que siguen sirviendo a cooperantes nacionales o internacionales
para su trabajo cotidiano. Solo la ONU, Cruz Roja y Médicos sin
Fronteras mantienen sus coches con logotipo, recordándoles
insistentemente a sus habitantes que Haití aun sobrevive sólo gracias a
la descendente ayuda internacional.
En todo caso, al parecer
en Haití siguen presentes varios miles de cooperantes (incluyendo
generosamente en tal concepto a las tropas de naciones unidas). Pero
apenas se les ve. Es cierto que hay un par de grandes supermercados
donde la mitad de la clientela está compuesta de extranjeros; también
hay algunos bares (un pub irlandés, una sala cultural en centreville)
frecuentados por guiris, y un punado de restaurantes caros. Incluso hay
un garito, el Yanvalou, donde se juntas todos los cooperantes
alternativos: franceses jugando
a las cartas con sus novias haitianas, americanas buscando lio para una noche y españoles que apenas chapurrean ningún idioma. Pero es casi imposible verlos por las calles. Todas las organizaciones prohíben a su personal extranjero desplazarse a pie o en transporte público. Van a todas partes en sus todoterrenos; de parking a parking. Muchas incluso les prohíben salir de noche aunque sea en sus vehículos. El caso es que la inmensa mayoría de cooperantes no se ha subido jamás a un taptap, a un petit bus, ni a un mototaxi. Casi ninguno ha caminado a solas por las calles, mucho menos después del atardecer. Nosotros no tenemos coches. Como trabajamos con un partner local, a ellos les parece normal que tomemos varios taptaps al día y caminemos varios kilómetros al día. No tengo demasiada información sobre la situación de seguridad, de modo que no sé si nosotros arriesgamos demasiado o los otros exageran. Pero desde luego es una pena vivir en Haití sin salir del coche ni de casa más que para trabajar y a lo sumo un día a la semana cenar en un restaurante carísimo.
a las cartas con sus novias haitianas, americanas buscando lio para una noche y españoles que apenas chapurrean ningún idioma. Pero es casi imposible verlos por las calles. Todas las organizaciones prohíben a su personal extranjero desplazarse a pie o en transporte público. Van a todas partes en sus todoterrenos; de parking a parking. Muchas incluso les prohíben salir de noche aunque sea en sus vehículos. El caso es que la inmensa mayoría de cooperantes no se ha subido jamás a un taptap, a un petit bus, ni a un mototaxi. Casi ninguno ha caminado a solas por las calles, mucho menos después del atardecer. Nosotros no tenemos coches. Como trabajamos con un partner local, a ellos les parece normal que tomemos varios taptaps al día y caminemos varios kilómetros al día. No tengo demasiada información sobre la situación de seguridad, de modo que no sé si nosotros arriesgamos demasiado o los otros exageran. Pero desde luego es una pena vivir en Haití sin salir del coche ni de casa más que para trabajar y a lo sumo un día a la semana cenar en un restaurante carísimo.
Una noche quedamos con un
grupo de extranjeros. La mayoría trabajan en oenegés grandes. Hay
también un empresario algo turbio que dice ser centroafricano a pesar de
su piel blanquísima. Y un par de chicas de la embajada americana. Hemos
quedado para una fiesta en el Hotel Oasis. Uno de los varios hoteles de
lujo que florecen en Puerto Príncipe al hilo de tanta presencia
internacional. Nos cuesta trabajo aparcar porque la explanada de detrás
del hotel está rebosando de decenas de todoterrenos brillantes aparcados
de cualquier manera. Tomamos un refresco Sentados bajo las sombrillas
de champagne Taittinger (Reims, Francia, aclaran). Unos italianos en la
mesa de al lado se quejan del hotel: sí, sí. Es un cinco estrellas, pero
no es como un cinco estrellas italiano. Supongo que los hoteles
italianos tampoco están rodeados de barrios de chabolas donde la gente
malvive sin lo más básico. En fin. Entramos a la "fiesta", que no es
sino una discoteca al aire libre en los jardines del hotel. Para entrar
se paga un cover de 10 euros. La cerveza cuesta cuatro. Está repleto de
gente. La gran mayoría haitianos. Chicos y chicas relativamente jóvenes
haciendo ostentación de su estatus. No imaginaba que aquí hubiera
también tanto rico, pero después he leído que sorprendentemente en Haití
(un lugar paupérrimo, en el puesto 168 en el índice de desarrollo
mundial) hay una distribución desproporcionada de la riqueza y una
relativamente numerosa clase social muy alta. Y rica.
La fiesta fue aburrida y afortunadamente nos llevaron pronto de vuelta a la realidad.
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