VECINOS
Vivimos en una gran
mansión colonial decadente. Tiene un jardín enorme y descuidado con una
piscina llena de hojas. Y una sala grande llena de sillones de teca,
decorada con pieles de cocodrilo, símbolos de vudú y coloristas pinturas
naif locales. Hay también una barra de bar con algunas botellas
polvorientas y aparadores con vajilla de metal cubierta de polvo. En
torno a la casa principal, alrededor de la piscina, hay otras tres
casitas independientes adosadas. El lugar debió servir un tiempo como
casa de huéspedes y residencia de su propietario, un croata reconvertido
en francés que lleva casi cuarenta años en el país. El lugar entró en
decadencia, seguramente por falta de demanda y el dueño se trasladó a
una casita más confortable con su jovencísima mujer haitiana.
Últimamente
alquila las tres habitaciones de la casa y sobre todo las casitas
adosadas a trabajadores de organizaciones internacionales. Hay un
policía ruso de la UN (serge, sergei para los amigos), un brasileño que
trabaja para la FAO y una señora, posiblemente africana, de la que no
sabemos nada. Nosotros vivimos en una de las habitaciones de la casa,
con un ventilador de techo y una enorme terraza que da al jardín. De las
otras dos habitaciones, una está vacía y en la otra vive un doctorando
haití-americano del que dicen que trabaja para la CIA pero que
aparentemente esta siempre de vacaciones. Así que estamos casi siempre
solos en la mansión. Compartimos la gran cocina vieja con dos empleados
haitianos que llevan decenas trabajando para el dueño y se ocupan de la
limpieza y de vigilar la casa.
La
decadencia está por todas partes. En el polvo acumulado en las
vitrinas, en los azulejos rotos del baño y la cocina. En la plaga de
ratones y cucarachas que nos atacan al atardecer: mi primera noche en la
cocina conté mas de doce cucarachas del tamaño de un dedo (a las mas
pequeñas ni las conté)y al anochecer en la terraza vemos trepar a los
ratones sin pudor por las ventanas. Así que el alquiler sale
increíblemente barato.
La mansión está cerca del centro de petionville, pero justo donde empieza un barrio de chabolas de muy dudosa reputación.
Al anochecer los ruidos
del suburbio se cuelan a través del muro. Justo al otro lado de esa
barrera de ladrillo coronada de trozos de botellas rotas empieza una
ciudad diferente. Un barrio de callejuelas estrechas sin asfaltar y
casuchas grises construidas de bloques de cemento barato. Pasan pocos
coches pero el ambiente es bullicioso. Un grupo de borrachines bien
provisto de botellines de cerveza y ron ensaya cánticos. Como ya se ha
acabado el futbol, es difícil saber si es para el carnaval de las
flores, para la iglesia o para el vudú. Luego se une un grupo de
muchachas y un ritmo pegadizo de tambores.
Nos asomamos a la puerta
de la calle. Las mismas mujeres que vienen de rebuscar en la basura del
vertedero que linda con el barrio pasan ahora más sonrientes. Como si
cerca de sus casas tuvieran una luz nueva.
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