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05 julio 2012

Días tranquilos en Nisyros (III)

La isla es tan pequeña que a los pocos días conocemos de vista a casi todos los personajes.
Hay uno que nos sigue de bar en bar. El loco del pueblo.
Al loco del pueblo el médico le tiene prohibido el alcohol y el café. Lo del café se lo salta cada media hora. Con el dinero de su paga, y a veces sin pagar, se pasa el día sentado en los bares y fumando sin parar. Cuando el cigarrillo a medio fumar se le apaga lo enciende con la llama enorme de un mechero que constantemente le chamusca las cejas.
El loco es joven y lleva barba. Habla sin parar y con descaro. A un currante le dice que se pasa el día sentado en el bar en vez de en la obra. A una extranjera, que lleva el bañador tan corto que es un espectáculo digno de ver.
En la isla todos lo toleran y en cierto modo lo respetan. No dicen la palabra loco delante suya ni le responden sus comentarios hirientes. Sólo en voz baja y sin que él lo oiga te piden que lo entiendas y no te enfades, que el muchacho tiene un problema. ¿Era así como trataban a los locos en la antigua Grecia?

Como todas estas islas, surgidas en un lugar tan históricamente estratégico, también Nisyros guarda sus correspondientes tesoros de miles de años. La cercanía del Asia Menor le dio un aire más variopinto a las de esta zona. Tanto, que las naves de Nisyros participaron en la batalla de Salamina... pero en el bando de los persas! Y es que esta isla, como la de Kos es su hermana mayorque en cuestiones históricas, estuvo siempre más cerca de Alejandría que de Atenas.
Y es decir Alejandría y a uno se le va la cabeza a Kavafis. A sabiendas me traje las obras completas y nos las llevamos a la colina que domina el puerto de Mandraki, justo donde descasan las ruinas de la acrópolis.
La murallas ciclópeas han resistido el paso de los últimos veinticinco siglos con toda su grandiosidad intacta. Enormes piedras de basalto perfectamente encajadas que trasmiten una impresionante sensación de fuerza, serenidad y seguridad.
Con el tiempo, un poco más abajo, en las cuevas del acantilado que protege a las murallas del mar, unos caballeros construyeron su propio castillo. Despues en el castillo surgió de la nada o de la magia un monasterio y las impresionantes murallas de arriba perdieron todo atractivo. Durante siglos y  lo mismo para los piratas que para los turistas, que no hay tanta diferencia. De modo que siguen intactas en lo alto de la roca sin que casi nadie se haya preocupado nunca de pasar por allí.

Nos sentamos entre las piedras y leímos a Kavafis, que habla de ciudades griegas como éstas y de jóvenes y de amores. En la época de Pericles desde estos muros veían llegar a lo lejos las naves griegas, o persas. Incluso aqueas. Si se mira fijamente en el horizonte, entre la bruma del verano, casi pueden verse aún las velas rojas acercándose en la lejanía.
Haría falta un poema de Kavafis para describir el nerviosismo, la vacilación de esos muchachos que desde la acrópolis saben que van a ser atacados. Sobre estas mismas piedras hubo momentos así. Jóvenes que en ese momento trágico pensaban en su miedos, en sus prioridades, en su familia o en su escapatoria. Según el poeta también pensarían en besos, quizás por última vez, los labios amados. Antes de la batalla.  

Esa noche era la última en Nisyros y nos bebimos unos vasos de retsina y de tsipuro en el estrecho malecón de Mandraki, sentados en una taverna. Había olas y tomenta. Hasta nosotros llegaba el estruendo de las olas que rompían justo debajo y el aire venía cargado de agua salada.
La tormenta rugía y las olas salpicaban hasta la parte del bar donde un grupo de amigos practicaba canciones de música tradicional. Con un batzouki, un clarinete y varios instrumemtos, cantando más alto que las olas, desafiando a a la marejada que azotaba la isla. Como para dejar claro que a Nisyros le importa poco lo que haya fuera de la isla.

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