Los paraisos nunca son evidentes. Nunca se aparecen de antemano ni en la lejanía. Y si alguna vez, desde lejos creemos ver un paraiso, nunca es real. Porque lo paradisíaco está sólo en nosotros, en la felicidad que se experimenta en directo.
Es una isla minúscula con un volcán. O un volcán que es una isla. Apenas una montaña. un cráter inmenso y el mar alrededor. Y escondidos los pueblos (aldeas, en realidad) y la gente de la isla.
Aquí el
tiempo se ha parado y todo es como una burbuja bajo el mar, donde los isleños
hubieran creado un mundo privado, sin grandes extravagancias.
Este micromundo que es Nisyros mira exterior con amabilidad y escepticismo. A base de aislamiento, el lugar ha desarrollado su propia vida con el
perfil bajo y tranquilote de quien no ni se avergüenza ni hace bandera de lo pueblerino.
Así que nos unimos unos días a la vida de pueblo. Alquilamos una casa en la medina. Así es como nos ha dado en llamar a la parte central de Mandaraki. Un laberinto de callejuelas estrechas con todas las casas encaladas y las ventanas pintadas de azul. Nuestro vecino pasa las mañanas ensayando con la lira, que es una especie de mandolina que se toca como el violín, muy frecuente en estas islas casi turcas. Nunca llegamos a ver las llaves de la casa, que en la isla se dejan siempre las puertas sin llave. Y nos fuimos a tomarnos el frappé en el bar de la entrada del pueblo.
En el bar todos se conocen. Un vejete gracioso llega temprano con una lata grande de comida para gatos en la mano. se sienta y le dice al camarero: ¡tráeme un poco de retsina para tomarme esto!. Evidentemente se tomó su frappé de cada mañana.
Frente a las mesas pasa el cura/pope del pueblo, con gafas de sol de diseno y el camarero le grita: Padre no pase por esa calle que está llena de testigos de Jehova. Sin inmutarse ni aminorar el paso responde: Mejor así, hijo, que hay que traerlos al buen camino.
Luego una de las excavadoras que esta arreglando un pequeño espigón frente al café se inclina demasiado y se vuelca en el agua. El conductor sale nadando y todo el pueblo deja el café y se lanza a ayudar. Cortan la calle y traen cuerdas para tirar todos a la vez y enderezar la maquina. Una señora comenta: menos mal que no le ha pasado nada, no como a Vassilis el otro día. El helicóptero para llevarlo a Atenas costó 4000 euros pero era un helicóptero precioso todo tan blanco. Menos mal que logró que se lo pagara el seguro.
Como la isla es un volcán, a diario hay grupos compactos de turistas rubicundos que llegan desde Kos (paraíso del lowcost playero donde los haya) a media mañana y se vuelven tras el almuerzo. Así que intentamos resistirnos al volcán, pero en Nisyros no hay manera de escapar de él. A la salida de Emporio un conocido nos guio hasta una sauna natural. Se trata de una cueva descubierta hace ya un siglo por un cura del lugar, que no se sabe qué hacía buscando cuevas. El caso es que de las paredes de la cueva sube el vapor caliente y el olor a azafrán. La gente del pueblo ha puesto unas piedras planas para sentarse y efectivamente es una sauna autentica, con una sola particularidad: el azufre y los gases del volcán emborrachan. Al final uno, inocentemente, sale de la cueva pegando tumbos, con una extraña alegría y totalmente consciente de ser un peligro al volante. Supongo que el código no prohíbe conducir bajo los efectos del volcán, pero llegamos al puerto con un puntito y unos calores que nos moríamos de ganas de un baño refrescante. Pero volvimos a caer en las garras del volcán maldito: vimos una preciosa piscina junto a la carretera, sobre el mar. Era de un hotel, negociamos en un santiamén que nos dejaran darnos un chapuzón y nos tiramos de cabeza. Apenas tocamos el agua descubrimos con estupor que estaba hirviendo. Agua caliente, muy caliente, de las fuentes termales del volcán. Caliente y sulfurosa. Muy buena para el reuma, pero poco indicada para borrachines acalorados. Un fiasco tal que al día siguiente decidimos visitar sin falta el cráter, para librarnos de una vez de la maldición.
El lugar impresiona si se llega antes que ningún autobús de turistas. Se baja al cráter, que parece lugar, y está plagado de agujeros, como chimeneas rotas por donde sale vapor amenazante. Se oye un permanente rumor subiendo desde el suelo y las piedras de alrededor apenas pesan, casi como si fueran de cartón piedra. Impresiona bastante, sobre todo si uno lo visita en solitario. A la llegada a la taberna que hay cerca del cráter una vigilante te avisa sólo de que no metas el pie en ningún agujero porque la temperatura es superior a los cien grados. Te lo dice y se vuelve a su frappé. Da cierto miedo.
La vida en Nisyros se concentra en la dualidad entre aislamiento o tavernas. A ratos gana el aislamiento. Para eso tienen una playa que nosotros llamamos la playa zen (los locales la llaman la playa tranquila, que viene a ser lo mismo, pero menos gracioso).Es de guijarros medianos, redondos, pulidos y negros. Lo bastante ligeros como para que te puedas tumbar sobre ellos y casi lo sientas como un masaje. El agua los arrastra y provoca un sonido tan relajante que uno inmediatamente casi tiene la tentación de grabarlo para un CD de música de chill out. Chinos gordos suaves como un colchón y ruido de piedras con las olas. Una bendición.
Pero la mayor bendición, reconozcámoslo, son los bares y las tabernas. En Nisyros hay una taverna para cada momento del día y para cada estado de ánimo. El mero hecho de que hablar de Nisyros sea hablar de sus bares ya dice mucho y bueno del lugar.
El sitio más entrañable es sinduda la taverna de la plaza ilikiomeni.
La plaza la cubren entera las ramas de un magnolio centenario. Da sombra y fresco durante el día, mucho mejor que a la orilla del mar.En el café, suena la voz antigua de Marika Papagika, que cantaba rebetika antes de la rebetika. la gente bebe casi exclusivamente retsina, en botellas de medio litro que tienes que acabarte de una sentada.
Lo frecuentan pescadores, trabajadores y gente de malvivir y parece que el sitio (y la retsina) invitan a la discusión, deporte favorita de la isla.
Cinco hombres sentados en una mesa discuten cuantos litros caben en un bidón de plástico de agua. Parece ser que los bidones que usan esta gente cuanto van en barca tienen la medida en galones. Uno dice que entran 13 litros y otro que dieciseis. La conversación va subiendo de tono, hasta los gritos. Entonces, como pasa siempre aquí, uno se levanta entra a su casa, al lado de la plaza, y sale con un bidón. Delante de todos va echando agua con una botella hasta contar... creo que eran diesciseis, pero una vez resuelto ya no tenía interés.
Otro parroquiano discute con el dueño del bar sobre la calidad del queso de una ensalada que le ha puesto para acompañar la bebida. De nuevo sube el tono, el parroquiano insiste en que el queso que hace él es infinitamente mejor... y al final se levanta y vuelve al rato de su casa con una bandeja llena de queso blanco que le regala al propietario del bar. Hay unanimidad en que el nuevo queso es mucho mejor.
También hay sitios menos deliberadamente alcohólicos. Como
en el café de Louvra, que es un puertito casi en desuso con dos grandes
edificios abandonados. Uno de ellos está prácticamente en ruinas, y en el otro hay un café pequeño,
sencillo y ligeramente decadente. Lo lleva una chica que ha
instalado una gran mesa antigua en la terraza y varias sillas junto
sobre el puerto. Por las tardes se reúne en el café la gente más
alternativa de la isla. Es un lugar que invita al ouzo y a los atardeceres mágicos. Hay unas sillas sobre el puerto y una hilera de bombillas colgando desde alguna verbena antigua. Al fondo entre la bruma se ve el islote de Giali y más atrás las costas turcas, que están sólo a cuatro kilómetros. Es un lugar para volver cada tarde, aunque si uno entra al servicio corre el riesgo seguro de perderse por el edificio abandonado y a oscuras. Unos pasillos desiertos sacados de cualquier película de miedo en donde son frecuentes las apariciones inesperadas. Seguramente consecuencia de la magia que ronda por toda la isla.
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