Ikaria está asociada eternamente a la genialidad y al exceso. La historia del jovenzuelo tan listo como para construirse alas con cera y plumas, pero tan orgulloso como para cagarla acercándose al sol anda siempre tras esta isla grande y pelada.
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En la isla te recibe una cadena musical que sólo transmite música ikariota. Ikariotikós. Supongo que hay que ser de allí para apreciarla, sobre todo en los interminables instrumentales de flauta, gaita o violín. Eso te pone sobre aviso de que es un lugar rudo y especial.
Ikaria no es tan tanto la isla como la gente. Cordial y dura a la vez. Nadie se corta en mirarte a los ojos con descaro, ni en hacer bromas hirientes. En el café de Evdilos un viejo parroquiano hace chanzas de otro, más anciano aún que él. Lleva un paquete de chester metido bajo la camiseta de tirantes. A la altura de la tetilla y cerca de la medalla de oro. El otro se ofende "mi jardín es el más bonito de toda Ikaria, y si alguien demuestra que no, se lo regalo entero". Dijo eso, se levantó enfadado de su silla del café y se fue renqueante. Poco después pasamos por delante de su jardín. Sobre el muro blanco encalado que da a la carretera sobresalen adelfas, rosales y flores naranjas. Y un cartel escrito a bolígrafo: "si alguien corta otra flor de mi jardín se lo cuento al alcalde".
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También nos recogió una pareja con tres niños pequeños que llevaban el coche oliendo a pescado y arpones de submarinismo por todos sitios; dos trabajadores albaneses que nos llevaron en la parte de atrás del pick-up; un señor que nació aquí pero ahora vive en Corfú y que se puso melancólico al recordar su infancia; dos maestras, de Atenas y Salónica, que llevan tres años destinadas en Ikaria. Nos contaron que el invierno aquí es muy duro y que ellas sólo habían sobrevivido gracias a que habían logrado hacerse un grupo grande de amigos.
Por la isla suenan siempre violines y gaitas y uno, que a la llegada no lo podía soportar, acaba por cogerle gusto. En el café de Evdilis un vejete que había estado en Cuba les contaba a sus amigos que aquello no es tan diferente de Ikaría. Lo diría por los ritmos.
Hay un sitio en Ikaria donde el origen dionisíaco de toda esa fiesta se hace evidente. La playa de Nas es una de las más bonitas que he visitado nunca. Pero es también el punto central de una Ikaria tan profunda como ligera. Llena de fuerza escondida. Basta sentarse en los escalones de las ruinas del templo de Artemisa. Un lugar mágico. Está al final de un cañón espectacular que llega hasta el mar y se abre en un lago verde y una playa resguardada entre dos terrazas de roca. No cuesta nada imaginarse el culto a Artemisa y Dionisos. Los barcos que llegaban desde las islas vecinas y varaban en la playa para llevar ofrendas al templo. Hasta estos mismos escalones. Hoy son sólo un sitio lleno de fuerza espiritual y de virutas de mármol.
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Lo del cabrito resultó ser sensato. El panegiris se celebraba en la minúscula aldea de Drotsoula. Alrededor de la ermita, abierta y engalanada, hay una plaza con dos grandes árboles. Habían llenado todo el espacio con mesas larguísimas y sillas. Había centenares de persona y no cabía un alma. En un extremo, los organizadores vendían enormes raciones de cabrito cocido hasta derretirse que se sirven con las manos y al peso. Y vino ikariota. Todo el mundo estaba allí bebiendo y comiendo y charlando. Pero el espacio central del panegiris es la música. Junto a las mesas habían abierto un espacio grande para bailar. Un grupito, con violines, guitarras y poco más, interpretaba continuamente música del lugar. Y la gente, en masa, no paraba de bailar.
Los panegiris son el punto de encuentro de toda la isla. La gente se conoce en los panegiris, se lía en los panegiris y se pasa semanas antes y después de cada uno de ellos comentando la jugada. Llevábamos sólo cinco días en Ikaria pero el panegiris fue como el final coral de una película clásica. Nos cruzamos allí con todo el que conocíamos de haber charlado en algún bar o en la playa. La pareja del panda destartalado estaba allí y llevaban un bebé en brazos, eso se lo habían callado. Estaba el cura de la pick up hablando con otro que parecía falso, porque se había hecho rastas en la barba y en el pelo, y baila con cada quien. También el hombre que la había liado en el aeropuerto cuando no llegaban las maletas, subido gritando en la cinta transportadora; La chica con pinta de yonki que en un bar, la primera noche, levantaba al borracho cada vez que se caía de su silla; El extraño chico del perro negro que se nos acercó en Kiriaki; el alemán maleducado de un restaurante y hasta la señora que nos enseñó una habitación en su casa en Armenistis. También apareció por allí, bailando y riendo, la chica del árbol tatuado. Y se hizo nuestra amiga. El panegiris duró casi hasta el amanecer.
A la mañana siguiente todos los viejos del café hablaban del panegiris: Hubo mucha gente, incluso unos austriacos. No había mesas bastantes, así no se organizan las cosas. El alcalde no ha arreglado la carretera y cualquier día hay un accidente. Los austriacos van a decir que mucha crisis, pero no dejamos de celebrarlo!.
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