Todas las fotografías del blog son del autor. Está permitido su uso libre, indicando el origen.

25 julio 2011

Ikarienses

Ikaria está asociada eternamente a la genialidad y al exceso. La historia del jovenzuelo tan listo como para construirse alas con cera y plumas, pero tan orgulloso como para cagarla acercándose al sol anda siempre tras esta isla grande y pelada. 
Del Ícaro mítico apenas queda nada, más que la afición a la cera. Ni falta que hace. La cera fue la perdición de ese pobre inocente que ya podría haber pegado las plumas con resina. En todo caso la isla está llena de paneles de abeja; bastantes de ellos romanos, mantenidos en tubos de cerámica en vez de cajas de madera. Y queda el carácter.
En la isla te recibe una cadena musical que sólo transmite música ikariota. Ikariotikós. Supongo que hay que ser de allí para apreciarla, sobre todo en los interminables instrumentales de flauta, gaita o violín. Eso te pone sobre aviso de que es un lugar rudo y especial.
Ikaria no es tan tanto la isla como la gente. Cordial y dura a la vez. Nadie se corta en mirarte a los ojos con descaro, ni en hacer bromas hirientes. En el café de Evdilos un viejo parroquiano hace chanzas de otro, más anciano aún que él. Lleva un paquete de chester metido bajo la camiseta de tirantes. A la altura de la tetilla y cerca de la medalla de oro. El otro se ofende "mi jardín es el más bonito de toda Ikaria, y si alguien demuestra que no, se lo regalo entero". Dijo eso, se levantó enfadado de su silla del café y se fue renqueante. Poco después pasamos por delante de su jardín. Sobre el muro blanco encalado que da a la carretera sobresalen adelfas, rosales y flores naranjas. Y un cartel escrito a bolígrafo: "si alguien corta otra flor de mi jardín se lo cuento al alcalde".
Los ikariotas tienen personalidad. Durante casi un año fue un Estado independiente, después de que en 1912 expulsaran a tiros a la pequeña guarnición turca de la isla. Después en los cincuenta sirvió como exilio forzoso para miles de comunistas deportados por la dictadura. El más famoso, Mikis Theodorakis. Casi ninguno se quedó luego, aunque dejaron cierta impronta: en los setenta la isla se convirtió en paraíso hippy, y aún quedan algunas calas donde la gente acampa durante meses bajo los eucaliptos. Algo de la estética hippy en los jóvenes de la isla, y en las fiestas. En cualquier caso parece que todo eso tenga más origen dionisiaco que comunista. Desde hace siglos Ikaria es lugar para relajarse, divertirse y dejarse ir. Lo saben hasta los señores con inverosímiles gorros altos de paja que trabajan en los campos de trigo.
Cada momento en Ikaria puede ser mágico o agotador, o ambos. Un día alquilamos unas bicis para recorrer la costa occidental. A los veinte kilómetros de marcha, después de varias paradas en aldeas y playas decidimos explorar la playa de Kampos, tan en mitad de la nada. como cualquier otra Nos bañamos en soledad, paseamos por la arena y luego, hambrientos,  exploramos unas rocas cercanas soñando con cualquier tipo de chiringuito. Una muchacha de lo más atractiva apareció entre las rocas. Llevaba un frappe en la mano, unos shorts escasos y la parte de arriba del bikini. Nos acercó a una taberna en su coche. Tenía el pelo mojado del mar y un tatuaje con un árbol en la espalda. En la taverna había una pintura escondida entre las plantas y un gatito meloso. Bebimos ese vino de Ikaria que no es blanco ni rosado, siempre ácido. Y descubrimos el kazoura, que significa gamberrada pero es un queso blanco y dulce. Despues intentamos continuar con las bicis, pero la cuesta arriba era interminable. Decidimos hacer auto stop. Como no hay autobuses y los taxis escasean, todo el mundo te recoge en autostop. Basta mover la mano en cualquier carretera y el primer coche te pase te recoge siempre. Esa vez nos paró un cura con su pick up. Metimos las bicis atrás y nos llevo hasta casa.
En una semana nos recogieron más de veinte coches distintos. Una pareja atenienses que llevaba veinte años viviendo aquí en verano, desde la época hippy. Conducían un panda destartalado y lleno de chismes y nos llevaron en él hasta la arena misma de la playa de un pueblo cerrado. Totalmente cerrado, porque Ikaria tiene sus horarios. Los días de calor muy pocas tiendas abren antes de mediodía y, desde luego, todos los locales cierran a partir de las dos. Uno puede pasear durante horas por cualquier pueblo a la hora de comer sin cruzarse un alma. Cierran incluso las tabernas, las tiendas de comestibles y los restaurantes. Hay que acostumbrarse a su ritmo, al fin y al cabo gracias a eso en la isla apenas hay turistas.
También nos recogió una pareja con tres niños pequeños que llevaban el coche oliendo a pescado y arpones de submarinismo por todos sitios; dos trabajadores albaneses que nos llevaron en la parte de atrás del pick-up; un señor que nació aquí pero ahora vive en Corfú y que se puso melancólico al recordar su infancia; dos maestras, de Atenas y Salónica, que llevan tres años destinadas en Ikaria. Nos contaron que el invierno aquí es muy duro y que ellas sólo habían sobrevivido gracias a que habían logrado hacerse un grupo grande de amigos.
Por la isla suenan siempre violines y gaitas y uno, que a la llegada no lo podía soportar, acaba por cogerle gusto. En el café de Evdilis un vejete que había estado en Cuba les contaba a sus amigos que aquello no es tan diferente de Ikaría. Lo diría por los ritmos.
Hay un sitio en Ikaria donde el origen dionisíaco de toda esa fiesta se hace evidente. La playa de Nas es una de las más bonitas que he visitado nunca. Pero es también el punto central de una Ikaria tan profunda como ligera. Llena de fuerza escondida. Basta sentarse en los escalones de las ruinas del templo de Artemisa. Un lugar mágico. Está al final de un cañón espectacular que llega hasta el mar y se abre en un lago verde y una playa resguardada entre dos terrazas de roca. No cuesta nada imaginarse el culto a Artemisa y Dionisos. Los barcos que llegaban desde las islas vecinas y varaban en la playa para llevar ofrendas al templo. Hasta estos mismos escalones. Hoy son sólo un sitio lleno de fuerza espiritual y de virutas de mármol.
Entre los griegos Ikaria es famosa por sus panegiris. Son los festivales nocturnos que se celebran junto a las ermitas de la isla. Decidimos subir hasta uno, en la cumbre de un monte. Fue difícil encontrar al taxista de Evdilis. Su coche estaba en la parada pero sin rastro del conductor. Preguntamos en el bar y mandaros a un niño a buscarlo. Volvió corriendo diciendo que su mujer decía que estaba en el taxi. Entonces a un parroquiano se le ocurrió que igual había salido en su barca. Voy a buscarlo, a ver si hay suerte y aún no ha salido. Volvió con noticias, el taxista aceptaba llevarnos pero tenía que acabar algunas cosas en la barca. Tardó poco más de media hora. Al arrancar, habló por la ventanilla con el que lo había encontrado: -Te debo una cerveza. –No, sólo tráeme cabrito de la montaña.
Lo del cabrito resultó ser sensato. El panegiris se celebraba en la minúscula aldea de Drotsoula. Alrededor de la ermita, abierta y engalanada, hay una plaza con dos grandes árboles. Habían llenado todo el espacio con mesas larguísimas y sillas. Había centenares de persona y no cabía un alma. En un extremo, los organizadores vendían enormes raciones de cabrito cocido hasta derretirse que se sirven con las manos y al peso. Y vino ikariota. Todo el mundo estaba allí bebiendo y comiendo y charlando. Pero el espacio central del panegiris es la música. Junto a las mesas habían abierto un espacio grande para bailar. Un grupito, con violines, guitarras y poco más, interpretaba continuamente música del lugar. Y la gente, en masa, no paraba de bailar.
Los panegiris son el punto de encuentro de toda la isla. La gente se conoce en los panegiris, se lía en los panegiris y se pasa semanas antes y después de cada uno de ellos comentando la jugada. Llevábamos sólo cinco días en Ikaria pero el panegiris fue como el final coral de una película clásica. Nos cruzamos allí con todo el que conocíamos de haber charlado en algún bar o en la playa. La pareja del panda destartalado estaba allí y llevaban un bebé en brazos, eso se lo habían callado. Estaba el cura de la pick up hablando con otro que parecía falso, porque se había hecho rastas en la barba y en el pelo, y baila con cada quien. También el hombre que la había liado en el aeropuerto cuando no llegaban las maletas, subido gritando en la cinta transportadora; La chica con pinta de yonki que en un bar, la primera noche, levantaba al borracho cada vez que se caía de su silla; El extraño chico del perro negro que se nos acercó en Kiriaki; el alemán maleducado de un restaurante y hasta la señora que nos enseñó una habitación en su casa en Armenistis. También apareció por allí, bailando y riendo, la chica del árbol tatuado. Y se hizo nuestra amiga. El panegiris duró casi hasta el amanecer.
A la mañana siguiente todos los viejos del café hablaban del panegiris: Hubo mucha gente, incluso unos austriacos. No había mesas bastantes, así no se organizan las cosas. El alcalde no ha arreglado la carretera y cualquier día hay un accidente. Los austriacos van a decir que mucha crisis, pero no dejamos de celebrarlo!.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Datos personales

Mi foto
Aquí ahora, overwhere

VISITAS