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05 julio 2010

Una distracción breve

Vengo a Syros y me siento en una taberna.
De hecho, viajo a las islas griegas, esencialmente, para sentarme en una terraza a ver pasar. La gente, el tiempo, las nubes…lo que sea. El placer de estas horas inmensas sentado en un microcosmos acogedor tiene poca comparación.
Las terrazas isleñas son acogedoras por lo simple. Tan simple que todas tienen las mismas sillas de madera y las mismas mesas cuadradas; así que a simple vista uno no sabe si se sienta en un café, un restaurante, una casa de comidas o, más probablemente, una taberna. Pero da igual.
El que sea en las islas tiene su razón de ser. En cada isla, hasta en las más elegantes, hay un café donde paran los viejos, esencialmente marineros. A menudo ese mismo café sirve de delegación de una compañía de ferries y hasta de tablón de anuncios y casi de Ayuntamiento. Tengo debilidad especial por las terrazas de ese tipo, llena de viejos viendo pasar el día, frente al muelle de cualquier isla. En las paredes calendarios de las compañías de ferries y cartas naúticas muy descoloridas.
En ocasiones, en alguna isla, al llegar sólo encuentro bares elegantes, pero ni por esas me dejo engañar. Es sólo falsa apariencia, porque entre todos ellos siempre habrá alguno que, aunque adecentado y modernizado, fuera la taberna de siempre y los mismos viejos siguen yendo. Es cuestión de encontrarlo.
En las tabernas griegas he aprendido muchas cosas, pero hay dos que en estos lugares casi distinguen al viajero del turista: a beber ouzo con la comida y a tomar el pulpo siempre con vinagre.
Por eso, las tierras de dónde vengo parecen aquí bárbaras: que lo de tomar el anís seco y antes de comer se tiene por una excentricidad. aquí, como debe ser, el ouzo se bebe con mucha agua y hielo, y acompañando la comida. hay que acostumbrarse.  En cuanto a lo del vinagre en el pulpo, es un descubrimiento en medio de tanta globalización a la gallega.

Es caso es que uno de los objetivos del viaje es sentarse en una terraza y pasar varias horas disfrutando del ajetreo y jugando al backgammon. Hay varios ajetreos siempre a la vista: el de los turistas, el de las amas de casa camino del mercado, el de algunos pocos trabajadores hacendosos. Mirando y bebiendo, en la taberna se establece al rato siempre una deliciosa confraternización entre los parroquianos. Uno se siente en la familia, y pide otro ouzo. Y tira los dados. Aprendí definitivamente a jugar al backgamon hace dieciocho años en Dogubayezit, una aldea turca a los pies del monte Ararat, justo en la frontera con Irán y Armenia donde pasé unos días. desde entonces es un juego que me acompaña a los todo tipo de lugares y países, pero en ningún sitio se me pasan tan rápidamente las horas jugando Tavla como en las tabernas griegas, junto a un muelle.
Syros es una isla sencilla. excesivamente sencilla. Quizás porque para mi gusto en Syros de todo hay en exceso. Demasiadas terrazas frente a un muelle demasiado largo. Demasiadas playas. Demasiadas iglesias, y encima muchas, católicas. La isla tiene su Chora, como todas, pero este pueblecito encrespado está demasiado cerca aquí del puerto. Lo suyo es que el laberinto de callejuelas en torno a una colina estuviera, como en todas las islas, algunos kilómetros más al interior, pero no hay manera. Hasta el puerto es demasiado grande, y hasta tiene nombre, Ermopouli. Demasiado largo.
Por la noche, desde el puerto, la colina de Chora y la colina de Ermopouli parecen dos tetas iluminadas.

En sitios como este uno podría irse a cualquiera de las playas: a Azolimnos, recogida y accesible; a megas Gialos básica y suave; o la de los delfines, que con el encanto de la inaccesibilidad y sin pueblo encima.  Podría hacerlo y acabará por hacerlo, por el calor. Pero ningún baño pega tanto como sentarse en una taberna. En Syros las playas son para un chapuzón refrescante y volver a la taberna, a jugar con los dados y las fichas. bebiendo distraido un ellenikós. Que tiene gracia que para pedir un café 'turco' aquí se pida simplemente 'un griego', que en mi tierra sería otra cosa. Por si las moscas yo lo pido siempre 'glukós', o sea dulce. Porque una de las cosas que aprendí de mi vida bosnia es que los ortodoxos al hacer el café echan el azucar en el cazo junto con el agua. Los musulmanes prefieren dejar el terrón al lado. Todos sabemos, por cierto, que sólo se puede leer el futuro en los posos sin azúcar, así que el café griego resulta poco predictorio, pero, como todo café de cazo y posos, asienta el alma.

Y en Syros se come demasiada fava, pero la hacen demasiado espesa. La fava es una masa, parecida al humus, pero que se hace con unas diminutas alubias verdes. Son famosas las favas de Santorini, o eran, que en esos lugares masificados ya no sabe uno si quedan agricultores y pequeños campos de cereales. Los molinos, desde luego, parecen más decorativos que útiles. Syros, en cambio, es demasiado verde y fértil para el cereal, así que supone uno que traen la fava desde otras islas.

A los viejos marineros les crece la barba rala y se les cae la ceniza del cigarro, sentado absortos en la taberna del puerto. Los más hiperactivos juegan con su komboloi con aires mercantiles y las señoras señalan con el mentón. Un pequeño paraíso donde colarse.



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