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15 julio 2010

Tangerina

Sentado en la terraza del Continental. La voz del muecín llega tan levemente, como el ruido de los coches y el olor a hierbabuena. En cambio el puerto y el mar son omnipresentes.
Tánger tiene la extraña cualidad de adaptarse constantemente a todo, sin dejar de ser Tánger.
Es una ciudad mágica, que cuando se abre te llena por entero.
La recuerdo hace veinte años, cuando era una ciudad peligrosa por la que nos adentrábamos desconfiados entre viaje y viaje. Entre el barco, que era Europa, y el tren, que era Marruecos. Siempre envidiosos de Paul Bowles y sus amigos integrados, empeñados en mantener la llama del Tánger cosmopolita. Ahora se ha vuelto un sitio seguro, que crece junto al mar y por dónde los turistas pululan de compras. Entretanto uno ha tenido la suerte de ir conociendo la ciudad y la gente.
Tánger, como las cosas ricas, puede dividirse de muchas maneras y las más aburridas son las más obvias, geográficas esencialmente. Son tres o cuatro las ciudades circulares que crecen,como anillos, desde los acantilados. La kashba diminuta y poco habitada, la medina populosa con sus barrios populares, la ciudad nueva colonial y por fin las largas avenidas rectilíneas contemporáneas. Incluso hay una quinta, de casas adosadas que crece hacia el oeste. Pero contar esto es no decir nada.
Siguiendo con las clasificaciones, hay quien distingue el Tánger internacional del Tánger marroquí. Pero es una división exclusiva del mundo de los culturetas. Los que viajan buscando rastros de Truman Capote, de Tenesse Willians o de Barbara Hutton. Quienes se entretienen en hacer listados de intelectuales internacionales en Tánger, casi no acaban nunca. Recorren los pasillos del desvencijado Hotel Continental buscando las fotos del matrimonio Bowles y sus amigos. Parte de la ciudad vive de esa magia antigua en la que tiene un papel importante la alegre Barbara Hutton, que era una especie de Paris Hilton de otra época: heredera de unos grandes almacenes americanos dedicada a organizar fiestas y a jugar a ser mecenas de artistas.
Frente a ese Tánger intelectual, mundano y europeo hay quien opone el Tánger de Mohamed Choukri. Es una manera marroquí de reivindicar lo mismo, aunque no sea lo mismo. Choukri es un personaje absolutamente admirable, que de pequeño vivía robando y engañando, luego se hizo prostituto para viejos ricos y a los veintiún años aprendió a leer, y a escribir. Y se convirtió en el escrito imponente que cuenta todo eso en "le pain nu", absolutamente recomendable y duro. Cortante.
De ese Tánger intelectual y dividido quedan los cafés. Los cafés famosos. La ciudad está llena de ellos, pero sobre todos, la mitología tangerina destaca tres.
El café Baba es básico, oscuro y sucio, con rincones para fumar kif y una incómoda galeria desde donde se ve, básicamente, la azotea de las fiestas de la Hutton. Vive del recuerdo de los Rolling Stones, que lo eligieron de lugar de desfase una vez, pero es un sitio que visitan reyes y secretarios generales de la ONU. De su buena época guarda dos o tres mesas de mármol muy rallado y un genial letrero a la entrada "famoso en toda la Medina". Y en verdad, el Baba está en la Medina, en una cuesta que pierde parte de su secreto porque es camino fácil hacia la Kashba. Pero no deja de ser un café de la Medina.
El café Hafa está lejos. Es luminoso, natural y recogido. Al aire libre, ocupa unas terrazas frente al mar, al lado de las supuestas tumbas fenicias, como si fuera un jardín. Se llena de gente a la puesta de sol y cuentan que Bowles y Choukri escribían aquí a esas horas, aunque vaya usted a saber. El camarero sube y baja por la cuesta llevando los vasos sujetos en una bandeja de aros metálicos. La vista sobre el estrecho da el toque melancólico.
El café de Paris, en la céntrica Place de France, tiene muy poco que ver con los otros dos. No es, en absoluto, lugar de té con hierbabuena, ni de pipas de kif, sino un sitio europeizante de sillones mullidos y aires de tertulia. Un café cordial, acogedor, tranquilo y sólido donde los elegantes camareros son todo amabilidad y la clientela pide café con leche, lo que resulta no poco intelectual en esta ciudad. Es un oasis del pasado que lleva al visitante a otras épocas y otras tertulias. Evidentemente Bowles y Choukri también venían aquí cada día.
Tampoco esa clasificación explica poco más que una parte diminuta de la ciudad. Y además todos los cafés tienen sus copias, hasta mejoradas. Mi mejor café de la medina está en los acantilados que dan al puerto desde Bab el Oued, es lugar de kif y niños y jóvenes lo usan para bajar hasta una playa escasísima que hay en el mismo puerto. Pasan con neumáticos inflados y barquitas de plástico entre los fumadores que dormitan. Y mi mejor café al aire libre tiene vistas a la ciudad y al mar y es lugar de descanso dominical en la carretera que viene del cabo Espartel. Pero es cuestión de gustos.
Y sobre gustos, en Tánger hay abundancia de detalles gustosos y gustados. Pasear tranquilamente por la medina tiene la magia de poder colarse suavemente en una vida cotidiana entrañable, con la autenticidad de las vidas pequeñas y antiguas. Un señor que descambia los cascos en la tiendecita de comestibles de alguna plazuela, vecinas que charlan desde las ventanas, colchones puestos a orearse y niños que juegan al fútbol. Como todas las medinas, la de Tánger sólo es laberíntica en apariencia. Es un reducto pequeño, casi mínimo, dónde una tarda poco en descubrir que en verdad son pocas calles, siempre las mismas. Y en la parte baja de la medina, alrededor de la fuente ibn Battouta, donde los niños y las mujeres llenan constantemente garrafas de agua, la medina está plagada de señales. Las señales del trabajo. Son trocitos de hilos de colores que cuelgan de cada verja, de cáncamos en la pared, de los cables de la luz. Parece que la ciudad esté siempre acabando una fiesta, pero es lo contrario: en la medina se conserva el viejo trabajo de hilar, de convertir hilos finos en trenzados gruesos, y los trenzados en vestidos. Por eso constantemente los artesanos y los niños, que trabajan desde que lo son, constantemente atan series de hilos a dónde sea para ir hilando desde lejos. A diario. Y el resultado decora las calles de dignidad.
En medio de esas callejuelas se esconde uno de esos sitios que, sin sentido, me hacen saltar fácilmente las lágrimas. La tumba de Ibn Battouta.
En occidente casi nadie conoce a Battouta; cosas del eurocentrismo. En la misma época en que el veneciano Marco Polo se instalaba a vivir en China, Battouta descubrió el mundo. Viajó por Yemen, por Tombuctú, por la Rusia profunda, China, por Irán y por Sumatra…y lo contó en un, el primer, maravilloso libro de viajes. Nadie como él representa el mito del viaje, la conexión de culturas. Es un personaje mítico y admirable, y en esta esquina de su Tánger natal, está su mismísima tumba.
Se llega por una calle en la que siempre hay niños y adolescentes intentando disuadir al viajero. Como guardianes antiturísticos, cada vez que alguien quiere pasar, desde hace años, le dicen que la calle está cerrada, que no lleva a ninguna parte. Pero sí. Lleva a un diminuto mausoleo familiar. Si el viajero mitómano tiene suerte podrá encontrarse al guardián de la tumba limpiándola o haciéndose un té sobre las alfombras. Si no, tendrá que enviar a algún niño a buscarlo. Se abre la puerta y al entrar en la capillita, al frescor de la sombra y las alfombras, uno se encuentra frente al auténtico túmulo del gran viajero medieval. Ahí está lo que queda de él, en esta habitación algo destartalada, decorada con pergaminos antiguos del Corán, una tetera abollada y un manto de alfombras deshilachadas. Pocos placeres más íntimos y agradables hay en Tánger, que este momento.
Fuera, la ciudad sigue su ritmo. Los artesanos de la medina trabajan la tela; las cinco viejas bereberes mantienen lo que alguien se empeña en llamar el ‘mercado bereber’; la plaza del zoco chico ya no es el nido de maleantes, viajeros, camellos y comerciantes que era, y los europeos se sientan en sus cafés renovado; las parejas entran a recoger los papeles para su boda en el viejo registro civil de la época francesa y jóvenes vestido de negro se piden una cocacola en el antiguo cinema Rif, reconvertido en cinemateca cultureta. Más allá, en la playa, las familias de clase baja y los emigrados del sur ocupan la arena.
En esa playa, donde las mujeres llevan todas pañuelo y si se bañan es con la ropa larga, se juntan ahora los restos del antiguo Tánger. Hay vendedores de garbanzos cocidos y bereberes que llevan camellos para que las familias se suban para las fotos. Hay adolescentes que se meten en bicicleta hasta el mar y hasta algunas peleas a navajazos. Y sobre todo hay familias haciendo picnic en la playa, como si fuera la plaza mayor de Esfahán, mientras los niños juegan alrededor.
El ruido de la playa sí que llega hasta esta terraza del Hotel Continental.

2 comentarios:

  1. He vivido en Tánger y me ha encantado lo que has escrito sobre la ciudad
    un saludo

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  2. Magnífica estampa de Tánger. Conozco Táger, he escrito sobre ella y tu visión me parece muy muy acertada y precisa.
    Gracias como lector.

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