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07 marzo 2010

El invierno en Hydra

Hydra, en invierno, es una ciudad pequeña y tranquila. Incluso desde el mar se ve que es pequeña y que es una isla. Una isla mediterránea, como tantas otras. Si acaso, las calzadas de piedra grande y los edificios sólidos hacen pensar en una isla adriática, antes que griega. La ciudad la construyeron genoveses y venecianos, y eso se nota incluso de lejos.
El puerto de Hydra
En Hydra no hay coches. Ni motos. En su momento fue algo involuntario, producto del aislamiento y de la inutilidad. Hoy, como todo, se ha convertido en seña de identidad y está prohibido meter vehículos de motor en la isla. La ciudad está una colina. Queda bonito, pero es incómodo de vivir. Las calles son cuestas empedradas. De hecho casi todas las tiendas, los pocos supermercados, están cerca del puerto para ahorrarse la incomodidad de empujar carretillas sobrecargadas por esas cuestas y escalones. Hay gente con burros que se ganan la vida subiendo compras y bultos a las casas, pero el turismo del verano les ha hecho subir tanto los precios que en esta época sólo lo usan los amigos, que como antes pagan una propina y nada más. En la isla hay también alguna aldea, pero ahí se llega sólo en barco. Por la noche, a lo lejos, se ven las luces de los coches en la isla de Poros. Son las únicas luces que se mueven aquí de noche, si no se cuenta la sirena de algún taxi acuático, siempre navegando a la carrera.
Así que, en la ciudad, el ajetreo de las mañanas es siempre alrededor del puerto. La gente se sienta en el café a hacer negocios. Entra en una de las sucursales bancarias a actualizar la cartilla. Se da una vuelta errante entre los pocos barcos pesqueros y los gatos que comen el pescado abandonado. Me siento también yo en un café. Pasa un cura, dos burros, una pandilla de adolescentes con sus mochilas escolares, dos obreros manchados de pintura, un viejo con bastón, un viejo con mostacho blanco, la mujer del cura de antes, dos niñas que vienen de la escuela, una mujer cargando bolsas del súper, un policía del puerto, una pareja, un marinero empujando un carro con cajas.
Todo sucede bajo el reloj de la iglesia.
Esa torre y ese reloj lo ven todo. Cualquiera que haya pasado en invierno por los pueblos perdidos de las Kornati reconocerá este ambiente, y esa torre. En los años en que yo trabajaba en la isla de Obonjan alguna vez el barco que nos llevaba de vuelta no podía pararse en nuestro muelle, por las olas, y teníamos que pasar alguna noche en un pueblo de esos. Todos tienen un puerto así, redondo, bajo las montañas. Y en todos hay una iglesia de este tipo, con su campanario.
El lugar tuvo un pasado glorioso. Es la isla de los capitanes, de las goletas que ayudaron a ganar la revolución, sorteando el bloqueo naval para lograr llevar a Europa el trigo del Peloponeso. Hubo un tiempo, muy lejanísimo ya, en el que los veleros de Hydra y sus capitanes eran los más famosos del Mediterráneo. Y eso dio dinero. No sólo para traer arquitectos italianos. Hasta cuatro o cinco presidentes del Gobierno griegos han nacido en Hydra. En una de estas pocas centenas de casas. De ese tiempo quedan las baterías de cañones que cubren la entrada al puerto y poco más. El prestigio y la estética. Los que atrajeron aquí a un puñado de extranjeros con pelas pero espíritu bohemio. Como Leonard Cohen, que supongo que vino a reponerse de su vida monacal y se ha convertido en reclamo para turistas. Su foto y la de los burros de la isla.
En Hydra también hay algunas aldeas, como Vlicos, a las que quienes no tenemos burro, llegamos siempre a pie. En la aldea los viejos son los mismos viejos de cualquier otro sitio pequeño y aislado, pero son más felices porque saben que en verano el sitio se llenará de turistas, de dinero, de modernidad súbita.
Ahora, en invierno, es un pueblo de siempre, lleno de viejos inactivos, de tardes aburridas. Un pueblo con seis barcas y veinte viejos, o poco más. En la desembocadura de un torrente se abre un puerto redondo y resguardado y algunas casas. Una taverna. Hay varios locos y pocos niños. Los viejos mantienen las mismas discusiones de siempre, que nadie sabe cuándo empezaron y que nunca acabarán. Por el teléfono, el dueño de la taverna grita: “!qué se ha creído esa mujer! Porque se haya comprado aquí una casa y lleve aquí dos años eso no significa que pueda decirnos cómo hay qué hacer las cosas!”. Un fragmento. Los días son iguales y aburridos. Menos mal que llegará el turismo.
Llegará el verano y los mismos viejos se entretendrán en el escote de alguna forastera, en vez de en las redes viejas de la barca que acaba de llegar. Habrá jóvenes, más bares, trabajadores inmigrantes. Entretanto es sólo un pueblo lleno de bares polvorientos y cerrados y absolutamente anodino , aunque -eso sí- con unas vistas espectaculares. Es lo que tiene el mar.
En invierno Hydra invita a sentarse por las mañanas en el café, charlar con la gente y detenerse en cualquiera de las miles de historias que esconde el sitio.
En la ciudad hay una guardería... debajo de un árbol. Es una plazoleta recóndita y resguardada, y allí juegan con los niños mientras sus madres hacen las compras o trabajan. La placita está llena de juguetes de colores diseminados por el suelo.
Por la noche encontramos en el puerto a dos muchachos apuestos que sacaban unos cubos de basura. Charlamos con ellos un rato sobre bares y música. A la mañana siguiente los vemos, desde un café, pasar vestidos de policías del puerto. Los únicos polis del lugar. Llevan gafas de sol y dan ganas de escribir una novela policíaca con ellos. Junto al puerto.

1 comentario:

  1. Leyendo tus escritos, no comprendo tu sentido del aburrimiento y, por ende, tu concepto de la diversión. Observo cómo tu blog se va configurando mes tras mes ¿Es esto divertido para tí? ¿Qué es el aburrimiento?¿En qué consiste? ¿Propio o ajeno?...

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