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21 marzo 2009

Tabernas y otros lugares


El título es de Roque Dalton y la culpa, mía. Por traerme sus poemas a Praga. No sé dónde está el alma checa, ni he venido aquí a buscarla, pero se me aparece en los bares y en los cafés. O quizás sea cosa mía. En la ciudad hay centenares de tabernas y de cafeterías, y no sobra ninguna, porque todas son refugio de alguien o de algo.
Por encima de todas, esta vez, el tigre dorado. Desde el nombre. En toda Europa central, como en las islas británicas, a los establecimientos siempre se los ha conocido por su símbolo. Cada taberna tenía uno, que es más fácil elegir un emblema que enseñar a leer a toda la población. Una muestra del carácter de Praga es que aquí esa costumbre se extendió incluso a las casas normales. Como si cada casa fuera además posada, o taberna o lonja, que quizás también lo fueran. Todas las casas antiguas tienen su emblema. Pero en el tigre dorado choca menos.
Y si por fuera tiene labrado en la piedra sobre la ventana una especie de pantera pintada de amarillo, dentro los dueños se empeñaron en coleccionar tigres decorativos y sobre la caja tienen un bonito muestrario de tigres de porcelana, en llaveros y hasta de peluche. "U zlatého tygra"
También hay un tigre, en latón dorado, sobre el único y antiguo tirador de cerveza Pilsner Urquell. Pese a la marca, los parroquianos dicen que no hay dos cervezas iguales en la ciudad. La cerveza del Tigre Dorado es suave, muy fresca, densa pero ligera.
Yo llegué al lugar por culpa de Bohumil Hrabal. El tipo venía aquí absolutamente todos los días al atardecer. Se sentaba en una mesa frente a la puerta y bebía, charlando con sus amigos de toda la vida. Conociendo el lugar y los personajes que lo habitan, no hay duda de que la ternura irónica del protagonista de Trenes Rigurosamente Vigilados está muy relacionada con el ambiente de esta taberna, o de otras como esta. En el Tigre Dorado apenas paran mujeres. Un parroquiano con el que estuve charlando me contaba que eso es porque allí no hay vino y a las mujeres suele gustarles más el vino que la cerveza. No sonaba creíble, a pesar de que en las bodegas subterráneas donde ponen riesling de garrafa es verdad que hay más mujeres. Lo de la taberna a mi me sonaba más a bar de pueblo adonde las mujeres no entran, aunque para un antiguo comunista suene duro de reconocer.
En todo caso el tigre dorado es un lugar mágico lleno de conversaciones, plagado de gente normal entregada a conversaciones curiosas. Las mesas se comparten, hay un bullicio considerable y cada jarra vacía se sustituye inmediatamente. Por lo visto hay lugares reservados desde siempre. Me contaban que incluso hay asientos que ocupa desde hace decenios la misma familia, en un curioso caso de cesión de padres a hijos de una esquina en la taberna. En fin, que uno se engancha a este sitio peculiar. y uno, que últimamente tiene la manía de que se le comparan solos unos sitios con otros, cosas de la edad (¡mala strana, la otra orilla de Praga, me recuerda tanto al barrio viejo de Lyon y al Trastévere romano!) acaba por meter el Tigre Dorado en una lista mental en la que está ya el Tito Aguacate de Tegucigalpa, el extinto Molly Malone de Paris (en su lugar pusieron un bar de moda descafeinado), la Taberna Lucas y a ratos hasta El Callao. Bares donde pasan cosas, donde uno conoce gente y vive vidas.
No dejo de preguntarme si Roque Dalton, en su estancia en Praga acabó alguna noche en este lugar y escribió aquí parte de su poemario. Tengo entendido que él prefería otra taberna praguense, Ufleku, pero eso debía ser pura militancia socialista. Ufleku es un sitio grande, abierto, con fábrica de cerveza y comidas. Lleno de turistas y visitantes. A siglos luz de la intimidad festiva, propicia a la ironía, del tigre dorado. La ternura dura de Dalton pega mejor con el tigre, sería sin duda uno de los sitios favoritos del soldado Svejk. No me cabe duda, sin embargo, de que el Ché, que estuvo en Praga por esos mismos años, jamás pisó el tigre dorado. Según cuentan era un tipo demasiado serio para disfrutar las tabernas. No sé si se llevaba bien con los checos que parecen cerrados y se muestran rudos con los deconocidos pero en confianza se abren y son socarrones y campechanos.
Sobre la mesa donde se sentaba Bohumil Hrabal ahora han puesto, en la pared, un pequeño busto suyo. Al verlo me gustó menos, pero bien pensado puede entenderse como un homenaje a un antiguo parroquiano. Hrabal siempre mágico, que cuando se suicidó lo hizo dándole de comer a las palomas, las mismas -posiblemente- que criaba el jefe de Estación de su libro. Ayer comí yo en Praga paloma en salsa.
Y luego están los otros lugares. Esencialmente cafés y algún club nocturno. Uno se siente obligado en estos casos a entrar en algunos sitios, siquiera por solidaridad con la ciudad. Me siento mucho más cercano a la ciudad postcomunista que a las callejuelas de disneylandia donde hordas compactas de turistas arrasan con cualquier personalidad. Así que me parece más apetecible la ciudad nueva que la vieja. Los restos de inocencia socialista que quedan en las cafeterías escondidas en la segunda planta de cualquier edificio de la avenida Narodni, donde las camareras se niegan a servir a cualquier turista por la vía de ignorarlo como si fuera transparente. Y, necesariamente, el Slavia.
En el Slavia ya no hay intelectuales. O sí. Es un lugar con toda la prestancia, donde mucha gente se sienta con libros y algunos solitarios con cuadernos. Es lo que tienen las instituciones, que tienden a permanecer. Sería por eso que Vaclav Havel tuvo que protestar formalmente, siendo ya Presidente de la República, porque la empresa que había comprado el Slavia para restaurarlo no lo abría. Dos años estuvo la ciudad sin su café enfrente del Moldava. Afortunadamente cuando reabrió no habían cambiado prácticamente nada. Sigue siendo grande, luminoso y calmo y ante sus ventanales sigue pasando toda la vida de Praga. Miro el Slavia, sentado con mi libro, por supuesto, y creo que ni en la época comunista perdió su aire de café de entreguerras, ni ahora ha renunciado del todo a su aire de cafetería comunista.
Y para terminar la trilogía de lugares callejeros, ayer acabé en un night club de mala muerte, que parece que pasar por esta ciudad es un puro deambular de antro en antro, descendiendo a cada paso. En este caso, literalmente. Es un lugar oscuro, con pinta de mazmorra poco restaurada y lleno de humo blanco. Está en un callejón de la ciudad antigua, así que uno sólo se esperaría encontrar allí a turistas en viaje fin de curso. Y efectivamente algunos había; disfrazados de despedida de soltero y todo. Pero por encima de todo destacaban las chicas checas. Siempre me ha gustado esa expresión, chicas checas. Lo más sorprendente del lugar fue la liberalidad de esas chicas - si bien después de mucho alcohol, todo hay que decirlo- que sonrojaría hasta al marqués más libertino. Fue un momento de cierta felicidad plácida, observando a mi alrededor toda esa promiscuidad de chicas que cambiaban de pareja sin mirar y sin pudor. Todo resultaba tan acogedor que uno se encontraba allí cómodo. Empecé a entender una leyenda que leí hace unos días en un libro sobre la historia del guetto de Praga (uno de esos que plagia descaradamente John Banville en sus libros sobre Praga).
Era la historia de la calle Beleles. En resumidas cuentas el nombre venía de dos chicas, Belle y Elle, que convivían allí carnalmente entre sí y con uno o dos hombres. En la leyenda por su culpa cayó una peste sobre el guetto y el rabino tuvo que ajusticiarlas. En verdad uno se alegra de que bajo las sucesivas capas de represión siempre hayan sobrevivido oasis de felicidad sin pudor. Aunque sea en antros subterráneos, y por efecto del alcohol.

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