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28 julio 2008

AMORGOS

Me siento a jugar una partida de tavla en la taberna más vieja de Amorgos, que sirve también de agencia de la Hellenic Seaway y aunque me paso allí casi cuatro horas y agoto las reservas de ouzo y café turco del país, nadie repara en mí, sólo mi oponente.
Pasarse más de veinte siglos soportando ataques piratas proporciona un cierto aprendizaje. Y desde la grecia clásica, la gente de la isla de Amorgos apenas han hecho otra cosa. Gracias a eso es uno de los últimos rincones de las cícladas inmunes a la invasión arrasante del turismo.
Amorgos es una isla pequeñita, de menos de cien kilómetros de perímetro. Desde el Siglo tercero antes de nuestra era la población -y todo lo demás- no ha hecho más que descender hasta los mil ochociento habitantes que sobreviven allí ahora. La isla y sus tres ciudades-estado (en especial Minoa, ciudad mágica escondida en un cerro sobre la bahía de Katapola) fueron uno de los puntales de la civilización cicládica, la de las estatuillas finas que -imitando a Modigliani antes de que naciera- se amontonaban en el islote de Kora (a un tiro de piedra de Amorgos, un mini Delfos, como todo, antes del nombre).
Como en todas estas islas el paisaje aquí es rudo, seco y árido en verano. Nada que ver con lo que contaban las crónicas, pues en la antigüedad Amorgos fue famosa por su aceite de oliva, su vino y sus túnicas. Desde hace un par de siglos lo es también por las mujeres. las túnicas de Minoa eran púrpuras, del color de la cochinilla hervida, y tan finas que parecían transparentes. Vides quedan pocas y olivos menos.
El caso es que la geografía marca y Amorgos siempre ha tenido la única bahía de esa zona del mundo a salvo por completo de cualquier tormenta. Eso, que parecería una bendición, fue en verdad su perdición. Sucesivas oleadas de piratas, de todas las naciones, se han ido cebando constantemente con la isla a lo largo de la historia. Romanos, egipcios, turcos, venecianos y hasta catalanes. Todos se han dedicado a arrasar el islote. Y han forjado caracter. Los lugareños se acostumbraron a esconderse, a no esperar nada bueno de fuera y a vivir una vida concentrada resistente a los saqueos. Eso, con el tiempo, como suele pasar, se ha vuleto una bendición.
El viajero se encuentra con gente correcta que no se mete en nada y miradas que traspasan al forastero como si fuera transparente. Nada que ver con las historias de Alexis Zorba, cuyo abuelo recogía a los extranjeros para que le contaran historias [merecería un capítulo aparte el famoso libro de Kazantzaki; pese a su aire románticoexistencial, a medias entre Hemigway y Camus, la historia es más conocida por culpa de la película donde Anthony Quinn se hace inolvidable a pesar de no llevar el bigote preceptivo y de su música pegadiza; en Grecia lo leen -y lo aborrecen- en las escuelas].
En la academía de etnología de Grecia Amorgos se estudia como el último reducto de las tradiciones y los oficios populares griegos. En Katapola (la macrourbe costera de trescientos habitantes) los lugareños que van a resistir todo el invierno sin visitantes se sientan en las terrazas en grupos bullangueros ignorando al turisteo. Derrochan aire de pueblo pequeño (con sus rencillas, sus manías y hasta el loco del lugar bien identificado) y si en un café suena música por la noche, seguro que es un grupo de amigos ensayando o disfrutando entre tragos de ouzo, sin espectadores.
La música de la isla es una bonita variación de rebetika con aires de Esmirna que evocan las melodía sefardíes. El bazouki se complementa con un violin y el resultado es ligeramente más melancólico que las melodías de Giorgos Zambetas que suenan en el resto del país (por cierto, que de ese estilo impresiona escuchar "Marguerita margueró", bonita canción tradicional que se ve que el rockero Silvio escuchó cuando trabajaba en la orquesta de un crucero y adaptó en la más popular de sus composiciones de rock sevillano). Más que al baile -aunque siempre hay algún vejete borrachín y malabarista que se lanza- invita a los amigos y a la borrachera de retsina.
En fin, que acostumbrados a mantener su microcultura entre ataques corsarios e invasiones múltiples estos tipos (las chicas hacen honor a su fama, pequeñitas, de pelo claro, atractivas y dicen que virtuosas) me ignoran y yo que llevo una mala racha al backgamon me sumerjo sin problemas en tanta indiferencia y hasta intimo, sin querer, con tres generaciones de taberneros. El viejo, evidentemente, es el más gruñon. Un pequeño userero que odia al borrachín del pueblo y sirve afanoso; fanta a los popes y ouzo para todos.
El mar, siempre alrededor es turquesa hasta el aburrimiento. De hecho, si de algo están orgullosos los Mineícos no es de esas playas luminosas sino del color de su mar en esos trozos profundos en los que se vuelve azul profundamente oscuro.
Copio (y traduzco sobre la marcha) una frase de mi ejemplar de Alexis Zorba:
"Son numerosas las alegrías de este mundo -las mujeres, los frutos, las ideas. Pero surcar este mar de aquí, un otoño tierno, murmurando el nombre de cada isla, creo que no existe ninguna otra alegría que empuje tanto el corazón del hombre hacia el paraiso"
Exagera, pero emociona su amor por estas islas desoladas.

1 comentario:

  1. Un articulo costumbrista digno del cuaderno de un viajero que se precie de mezclarse con la gente del lugar.

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