BUCAREST
Bucarest y Ceaucescu van siempre unidos. Al menos de los que conocimos, siquiera por las noticias, al dictador. Yo esperaba encontrarme lo que cuentan: una ciudad fea, destruida, de grandes espacios vacios e impresionantes construcciones socialistas. Pero no, Bucarest no es peor que cualquier capital socialista. Sólo si dicen que antes era el parís del este uno siente algo de pena… hasta que cae en la cuenta innumerable de los centenares de parises y venecias que ha visitado en el mundo. En cada país hay un par de venecias (la Venecia del norte, la Venecia del sur) y al menos un París.
Bucarest tuvo un cierto esplendor en los años veinte (¿y quién no?) y el que tuvo retuvo. El centro tiene encanto a pesar de las casas mal conservadas. Tiene unas afueras inmensas de avenidas verdes, chalets monumentales y parques. Muchos parques. En Bucarest siempre hay uno cerca donde pasear, dar de comer a los patos, alquilar una barca o ver a la gente pasar. De todas formas el viajero va siempre buscando a Ceaucescu. Lo intuye en los edificos del Bulevard Unitii (han mantenido los nombres de las plazas: héroes, unidad, liberación) pero sólo lo ve en persona en la inmensa mole de la Casa del Pueblo.
La Rumanía de Ceaucescu no era verdaderamente un país comunista. Elena Ceaucescu se parecía más a Imelda Marcos y su colección de zapatos que a la campesina señora Kruchev. Una auténtica dictadura personal, caprichosa y algo bananera. Lo más parecido en el mundo es Corea del Norte. Tan parecido que Nicolae fue de visita a Pyongiang y al visitar el inmenso palacio del pueblo por error le tradujeron que había sido construido en seis meses, en vez de seis años. A la vuelta ordenó construir otro igual en Bucarest en el mismo tiempo. Contrató a setecientos arquitectos y veinte mil obreros trabajando día y noche. Cuando por fin aceptó su error se empecinó en construirlo en esos seis años…afortunadamente lo fusilaron antes. Quedó un edificio inmenso cuyo mantenimiento escapa a las posibilidadaes económicas del país y que, a pesar de ser la sede del Parlamento y el Senado, demuestra cierta decadencia ya. Salones inmensos y lujosos perfectamente inútiles. Tiene la gracia de demostrar que algo queda en Bucarest de lo que uno busca encontrar. Por eso todos los turistas van a visitarlo.
TRANSILVANIA
Transilvania es menos lúgubre de lo que uno se espera por el nombre. La zona tiene un marcado aire de provincia austriaca que recuerda a serbia o al norte de Croacia. Las ciudades son antiguas, edificadas, ligeramente monumentales, parecidas entre sí. Apenas se diferencian unas de otras por una iglesia más negra, o por una torre, o por un arco significativo en una calle. Incluso la zona más rural son pueblos rectos de casas antiguas pero señoriales, con grandes portones en forma de arco para que entren los carros. Pero Transilvania sobre todo es el campo. Y el campo sobre todo son los pajares. Los montones de heno en torno a un mástil de madera en mitad del prado son la única y omnipresente decoración. Al viajar por allí uno sabe inmediatamente que eso es lo que más va a recordar del país.
Del mito de Drácula sólo quedan diversos mercadillos; entrañables por lo que tienen de miniparque temático rústico e inocente. Varios puestos llenos de artículos de broma y objetos de madera decorados con la estampa de Vlad Tepes. En verdad, después de unos días allí uno no sabe si es más increíble la historia de Drácula o la leyenda sobre la importancia legendaria del gran Vlad Tepes en la creación de Rumania, luchando contra turcos y austriacos en busca de la independencia de la nación. Lo mejor de Drácula es lo que uno se encuentra por causalidad. Y la casualidad hizo que una noche tuviéramos que quedarnos a dormir en Bran. Es un pueblo minúsculo con un castillo majestuoso en plena Transilvania… tan impresionante el castillo que a los locales, sin ninguna base histórica, les ha dado por decir que se trata del auténtico castillo de Drácula. Pero eso da igual cuando uno llega una noche de tormenta y entre la lluvia consigue una habitación en un viejo hotel prácticamente vacío. Desde la ventana de la habitación se ve el castillo imponente y cuando después uno baja a cenar y el restaurante de al lado está lleno de gente del pueblo que te mira fijamente mientras comes, acabas creyéndote que tú también hubieras escrito el libro y hasta el guión de la peli de Drácula, punto por punto.
EL FINAL DEL DANUBIO
El Danubio, como las mujeres, se derrama en un delta. Es una zona íntima, jugosa y tierna que no tiene nada que ver con el resto del país. De pronto la gente ya no viste de marca; vuelve el look rural socialista. Desaparecen los coches y por las carreteras –degradas hace tiempo en caminos georgianos- casi sólo se ven carros. Esos carros rumanos en formas de uve, tirados por un único caballo, ideales para llevar el heno o las mazorcas de maíz recién recolectadas. Las ciudades de esta zona, incluso las grandes como la portuaria Galato se comunican con transbordadores. Aunque se expande en muchos brazos, el río sigue siendo amplio y casi inabarcable: un mar marrón por donde bajan troncos rotos. Absolutamente vivo. Bajamos del transbordador y nos montamos en un autobús destartalado. Ochenta kilómetros dan para más de cuatro horas de pueblos. De saludos a los carros o a las señoras que esperan en sus casas. Ya no es Yugoslavia, sino Ucrania el refrente. Hay mucho barro y en la puerta de cada casa una manada de gansos alborotados. El campo, tan cercano, transmite actividad y placidez al mismo tiempo.
Y luego está el delta propiamente dicho. Un derroche lujurioso de la naturaleza. Está poco explotado y aunque es uno de los parajes más trascendentes de la biosfera se permite la caza en casi todo él, incluso de aves acuáticas. Es un delta enorme, lleno de canales. En los más grandes el agua sigue siendo color chocolate, y se cuela entre los árboles de la orilla creando un pantano verde cubierto de verdina; en los brazos menores el agua circula menos y es casi negra. Tanto que al atardecer se convierte en un espejo. Las barcas de la zona lo llevan a uno en absoluta soledad entre vegetación y animales. Apenas se oye más ruido que el de las aves y sin necesidad de profundizar mucho nos salen al paso cormoranes, garzas reales, fochas cornudas, gaviotas de varios tipos, avetoros, patos reales, garzas de patas negras, pelícanos, pollas de agua, espátulas y, por supuesto, ibis. Los pájaros sagrados egipcios llenan las lagunas de este delta rumano y casi no desentonan. Las barcas se deslizan sin motor por lagunas sorprendentes superpobladas de aves y uno piensa que finalmente existe la naturaleza.
Y en las ciudades del delta la vida es sosegada, socialista, casi ingenua. Lugares donde sentarse a jugar al backamon junto a un puerto escuchando música y bebiendo las tradicionales botellas de medio litro de cerveza. O sea, la paz, y al fondo pasa un transbordador que toca la chimenea. Y el mar negro, que está cerca pero no se ve recuerda de pronto al bósforo. Tardes eternas en el delta. Entre deltas.
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