El Peloponeso apenas ha cambiado en las últimas décadas. Desde mi primera visita hace más de veinticinco años se diría que hay pocas novedades. Hicieron la autopista a Kalamata, pero eso apenas ha llevado a que desaparezca el pequeño tren de un par de vagones con asientos de madera y escai que hacía esa misma ruta. Los pueblos siguen siendo grises, polvorientos, casi vacíos; Con cierto aire de far west. En los cafés, hombres muy arrugados se sientan a ver pasar las furgonetas. Siguen abundando las pickups con la parte trasera descubierta. Al menos, en el campo se han modernizado los tractores. Por cada pueblo se ve siempre pasear al papa (lo de llamarlos popes debe ser para no confundirnos con el de Roma) con sus ropajes oscuros al viento, ignorando el calor y recogiendo saludos.
El Peloponeso es rural. El campo es esencialmente de secano; en verano amarillea y cuando sopla el viento caliente se vuelve árido. En los montes no abundan los árboles; sí el arbusto mediterráneo; llenos de jara y romero. En cuanto se van convirtiendo en colinas además de las inmensas manchas de olivos viejos menudean los cipreses aislados, las pitas, las chumberas. En los valles cualquier rincón está cuajado de higueras y cañas. Laureles y alcaparrales en los pueblos. Cada terraza tiene una parra. Cada café una sombra. Frutales junto a las casas.
La gente aquí desconfía de los forasteros. Incluso de los de la lejana Atenas y hasta de los del pueblo de al lado, si no son capaces de identificar la familia a la que pertenecen. En cada ocasión, ante una cara nueva, preguntan ¿y tú de qué familia eres?.
Tula nació aquí pero ahora vive en Atenas. El otro día al pasar por la carretera, camino de la playa vió unas chumberas lustrosas cuajadas de higos chumbos muy amarillos, de esos que casi no tienen espinas. Paró el coche para coger dos o tres con ayuda de una lata . Y en ello estaba cuando de la nada salió, malencarado, el dueño de la finca:
- ¿Acaso estas higueras las hemos plantado a medias tú y yo?
- No, claro.
- Entonces ¿por qué coges los higos?
- Iba a coger sólo dos o tres. No creo que te vaya a causar ningún perjuicio. Si quieres te los pago y ya está.
- ¿De dónde eres, de Atenas?
- No. Soy de aquí.
- ¿De qué familia?
- Gianousakos. Soy la hija de Manolis.
- ¿Manolis Gianousakos? ¡Vaya! Era un gran hombre. Muy buen amigo mío. El bueno de Manolis. Espera, que voy a buscar una bolsa y te la lleno de higos. Para que te los comas a la salud de Manolis.
En esas mismas laderas de hierba nos sentamos al atardecer, justo a la hora en que el recinto se ha quedado vacío del todo. Charlamos tranquilamente mirando al sol ponerse tras los montes de enfrente. En ese paisaje nada ha cambiado en los últimos dos mil años. La misma vista de olivos, rocas, cañaverales y colinas que se superponen la admiraban desde aquí en otros atardeceres idénticos a éste, hace siglos. Esa sensación de permanencia provoca un estremecimiento justo cuando el sol desaparece, en medio de esta quietud rota sólo por el ruído constante de las chicharras.
Mientras la liturgia se alarga familias enteras entran y salen de la iglesia con naturalidad. Algunas han venido sólo a besar el icono de plata de San Miguel. Lo hacen en fila, los niños primero. Luego repiten para poner cada uno una vela en la arena del icono. Los vecinos se saludan todo el tiempo en un ambiente de fiesta de pueblo, entre amigas que se reencuentran, besos y abrazos múltiples.
En el momento final de la bendición todo el mundo se acerca como una masa amenazante hasta el sacerdote. Xronia polá y panegiri.
A la salida han puesto unas grandes cestas con trozos de pan cortado y bendecido. Cada feligrés coge un par y se los lleva a casa. Para alargar la bendición del día. 

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