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16 agosto 2015

PELOPONESO I (Generalidades)

El Peloponeso apenas ha cambiado en las últimas décadas. Desde mi primera visita hace más de veinticinco años se diría que hay pocas novedades. Hicieron la autopista a Kalamata, pero eso apenas ha llevado a que desaparezca el pequeño tren de un par de vagones con asientos de madera y escai que hacía esa misma ruta. Los pueblos siguen siendo grises, polvorientos, casi vacíos; Con cierto aire de far west. En los cafés, hombres muy arrugados se sientan a ver pasar las furgonetas. Siguen abundando las pickups con la parte trasera descubierta. Al menos, en el campo se han modernizado los tractores. Por cada pueblo se ve siempre pasear al papa (lo de llamarlos popes debe ser para no confundirnos con el de Roma) con sus ropajes oscuros al viento, ignorando el calor y recogiendo saludos.
El Peloponeso es rural. El campo es esencialmente de secano; en verano amarillea y cuando sopla el viento caliente se vuelve árido. En los montes no abundan los árboles; sí el arbusto mediterráneo; llenos de jara y romero. En cuanto se van convirtiendo en colinas además de las inmensas manchas de olivos viejos menudean los cipreses aislados, las pitas, las chumberas. En los valles cualquier rincón está cuajado de higueras y cañas. Laureles y alcaparrales en los pueblos. Cada terraza tiene una parra. Cada café una sombra. Frutales junto a las casas.
La gente aquí desconfía de los forasteros. Incluso de los de la lejana Atenas y hasta de los del pueblo de al lado, si no son capaces de identificar la familia a la que pertenecen. En cada ocasión, ante una cara nueva, preguntan ¿y tú de qué familia eres?.
Tula nació aquí pero ahora vive en Atenas. El otro día al pasar por la carretera, camino de la playa vió unas chumberas lustrosas cuajadas de higos chumbos muy amarillos, de esos que casi no tienen espinas. Paró el coche para coger dos o tres con ayuda de una lata . Y en ello estaba cuando de la nada salió, malencarado, el dueño de la finca:
- ¿Acaso estas higueras las hemos plantado a medias tú y yo?
- No, claro.
- Entonces ¿por qué coges los higos?
- Iba a coger sólo dos o tres. No creo que te vaya a causar ningún perjuicio. Si quieres te los pago y ya está.
- ¿De dónde eres, de Atenas?
- No. Soy de aquí.
- ¿De qué familia?
- Gianousakos. Soy la hija de Manolis.
- ¿Manolis Gianousakos? ¡Vaya! Era un gran hombre. Muy buen amigo mío. El bueno de Manolis. Espera, que voy a buscar una bolsa y te la lleno de higos. Para que te los comas a la salud de Manolis.
Esa diferencia entre el desconocido y el amigo vuelve este lugar casi inaccesible para quien no tiene un contacto local. En verano comienzan a popularizarse algunas playas paradisíacas y unos pocos pueblecitos de pescadores. Durante algunas semanas abundan los turistas, pero se quedan en las pocas localidades que han conseguido convertirse en pequeños parques turísticos. Apenas rozan el interior y si acaso se asoman algún día a alguna gran ciudad como Kalamata.
Al antiguo Messini llegan unos pocos. Hay tantas ruinas en este país que incluso los turistas que viajan sólo para visitar museos y piedras como si fuera una obligación pasar por todos los existentes dejan de marcar algunas casillas de su cartilla de monumentos. Se suelen limitar a los más conocidos. En esta zona, a Olympia, como mucho Mystrás. Hasta las ruinas de Messini sólo llega algún jartible despistado o autobuses de jubilados acarreados dese su hotel de la playa. Sin embargo, es un lugar agradable perdido en una ladera del Taígeto, en medio de la naturaleza. Era una ciudad grande, creada para frenar a los espartanos del otro lado de la montaña. Aunque hay todo un despliegue de templos, casa y palacios increíblemente bien conservados, uno camina entre trozos de columnas y capiteles diseminados por el campo. Sin embargo, lo que lo deja sin respiración es el antiguo estadio que surge de pronto al final del todo. Perfectamente conservado y restaurado no hay quien se resista a echarse unas carreras imaginando la masa de togas -a ratos vociferante, a ratos indiferente- sentada en las laderas. 
En esas mismas laderas de hierba nos sentamos al atardecer, justo a la hora en que el recinto se ha quedado vacío del todo. Charlamos tranquilamente mirando al sol ponerse tras los montes de enfrente. En ese paisaje nada ha cambiado en los últimos dos mil años. La misma vista de olivos, rocas, cañaverales y colinas que se superponen la admiraban desde aquí en otros atardeceres idénticos a éste, hace siglos. Esa sensación de permanencia provoca un estremecimiento justo cuando el sol desaparece, en medio de esta quietud rota sólo por el ruído constante de las chicharras.
En nuestro pueblo los días también son unos parecidos a los otros. Una excepción es el día de la virgen. El quince de agosto es fiesta importante en toda Grecia pero aquí aún más. Como por todo el país, en las aldeas de alrededor proliferan los panagiris, verbenas junto a las ermitas más aisladas donde la gente rie, se emborracha, baila y come. Todo sin moderación y todo al ritmo de las melodías de un clarinete. Pero aquí el día de la virgen es sobre todo de ir a la iglesia. Todo Messini madruga, se viste con sus mejores galas y corre a la iglesia. La ceremonia es larga, apenas amenizada por el coro de voces muy masculinas preparado para la ocasión. El público, multicolor: las viudas van de negro riguroso; muchas con enormes crucifijos de oro en el pecho como único adorno. Una rubia enseña el enorme águila de colores tatuada en su espalda, que asoma por los lados de un minúsculo vestido crema de raso. Los hombres llevan todos camisa clara, ora lisa, ora rayada.
Mientras la liturgia se alarga familias enteras entran y salen de la iglesia con naturalidad. Algunas han venido sólo a besar el icono de plata de San Miguel. Lo hacen en fila, los niños primero. Luego repiten para poner cada uno una vela en la arena del icono. Los vecinos se saludan todo el tiempo en un ambiente de fiesta de pueblo, entre amigas que se reencuentran, besos y abrazos múltiples.
En el momento final de la bendición todo el mundo se acerca como una masa amenazante hasta el sacerdote. Xronia polá y panegiri.
A la salida han puesto unas grandes cestas con trozos de pan cortado y bendecido. Cada feligrés coge un par y se los lleva a casa. Para alargar la bendición del día. 











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