Nos han robado Beirut. Ya del todo. A nosotros y sobre todo a la gente que vive, o sobrevive, en lo que antes fue Beirut.
Tras la guerra, el probo pobre presidente Hariri decidió que sólo ciento veinte edificios del centro merecían ser reconstruidos. En cartón piedra, pero al menos se salvaron. El resto fue destruido. Todo el centro de la ciudad se convirtió en un solar inmenso. Decenas de miles de familias fueron expropiadas y sus terrenos regalados a las constructoras. Si un día Beirut había sido Paris, ahora el modelo era Singapur y el centro de la ciudad se convirtió en una isla de centros comerciales y bancos en medio del gigantesco solar.
Ahora poco a poco en los solares han ido creciendo centenares de edficios de diseño. Un espacio frío, desorbitado, casi fabricado por ordenador, ha ocupado lo que antes era la ciudad. Despersonalizada, vacía y vendida a la especulación consumista más atroz.
Casi ha desaparecido el Beirut ligeramente decadente de otros tiempos. Los edificios desconchados que fueron señoriales. Los barrios donde todos se conocen, cuajados de tiendecillas de todo tipo. En eso los cristianos han salido perdiendo: aunque se refugian en algún local de Gemayzeh, como le Chef, donde aun se habla francés y se saluda la gente del barrio, el resto es Singapur. La parte musulmana, con sus barrios chiitas y sus campos de refugiados nunca salió de la pobreza, más allá de Hamra.
Por la noche los garitos son más elegantes, más masificados, pero agradables. incluso hay un par de locales abiertamente gay donde decenas de chicos y algunas parejas de muchachas se besan y se frotan abiertamente y hasta bailan sobre las mesas. Beirut; zona de marcha como en cualquier ciudad europea.
Pero sobre todo queda la Corniche. A duras penas, porque también la especulación acosa a este malecón beirutí, pero sobrevive.
La Corniche. Un hombre sentado en banco vende casettes de música pero te deja escucharlos antes. Una familia se baña, doce niños con miniflotadores. Una señora velada fotografía a sus dos niñas vestidas idénticas de princesa. Pasan el fotógrafo de la polaroid, el vendedor de mazurcas cocidas, el de café árabe con su cafetera. Pasan también los aviones con su vuelo bajo, casi rasante, bordeando la costa hacia el aeropuerto. La fauna de Beirut: la criada filipina que cuida a los niños. Anda siempre como cojeando; El rico señor maduro, con bigote y equipación deportiva cara, corriendo con un amigo demasiado idéntico a él; El pescador en camiseta, siempre sin afeitar. Lleva una caña larguísima apoyada en el hombro y un bote de pintura con cebo colgando de la mano; Niñas con hiyab y otras pequeñísimas que ya mezclan el árabe y el inglés; Un patinador hablando con el móvil recuerda al Beirut pijo de arriba de la colina, donde no suena constantemente música árabe y popular desde un coche parado o en un kiosco destartalado; Un señor grande con bigote espeso enseña a su hijo de pocos años a tirar todo tipo de fuegos artificiales desde la baranda; Una familia musulmana ha traído mesas y sillas y toma el té entre revuelo de niños y pañuelos.
Una pared desconchada frente a las rocas del malecón. Un grupo de jovenzuelos con una narguile, secándose del baño. Historias de la guerra. De carreras en coches destartalados entre los puestos de control. Noches en las colinas mirando las bombas caer. Correrías a Bouy Hamoud, el suburbio armenio que ahora es un trocito de oriente medio pero entonces era un remanso casi de paz. tiempos peores, cuando la ciudad estaba llena de bidones de tierra para parar las balas y no se parecía a Singapur.
Una pared desconchada frente a las rocas del malecón. Un grupo de jovenzuelos con una narguile, secándose del baño. Historias de la guerra. De carreras en coches destartalados entre los puestos de control. Noches en las colinas mirando las bombas caer. Correrías a Bouy Hamoud, el suburbio armenio que ahora es un trocito de oriente medio pero entonces era un remanso casi de paz. tiempos peores, cuando la ciudad estaba llena de bidones de tierra para parar las balas y no se parecía a Singapur.
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