Nada más llegar a Sofia nos echamos a pasear. La ciudad es pequeña, luminosa, provinciana y alegre, así que no se podía hacer otra cosa, nada más bajarse del tren. En la mismísima avenida Maria Luisa nos cruzamos con una multitud de musulmanes rezando en la calle, sobre esterillas de plástico, ante la mezquita de los baños (como tantas en el mundo, dicen que la construyó el propio Kodja Minar Sinan). Un poco más arriba la Iglesia de santo domingo está llena de señoras con pañuelos en la cabeza y música coral de esa del país, que te envuelve. Nos escapamos evitando pagar las velitas (que aquí no cuestan sólo la voluntad) y cuando empezaba a pensar que esto no era la Bulgaria comunista que crucé hace tantos años resulta que en pleno bulevar Vitosha nos cruzamos con un tranvía viejo y feo, que parece una chapuza improvisada con anárquicas planchas de metal. Un escalofrío de placer me eriza la espalda: queda algo de la Bulgaria comunista.
En mi país el comunismo es una ideología. Su imaginario lejano son banderas rojas, masas y desfiles. Su imaginario cercano discursos de barbudos, fiestas reivindicativas y carteles. Ese es el comunismo de los países que nunca fuimos Estados socialistas al otro lado del telón de acero. Pero en la Europa del Este elcomunismo se recuerda más como una cultura que como una ideología. El comunismo son los pepinillos y las sandalias de goma sobre los calcetines. Y así lo recuerda también cualquier viajero que la hubiera paseado en los tiempos soviéticos por estos países. No hablo, pues, de ninguna ideología sino de un territorio sentimental. Por eso, en Bulgaria algún día el comunismo será también un itinerario turístico. El itinerario que evoca esa época en la que la vida era dura pero inocente; austera, aunque recortada.

Y ese comunismo se me aparece aún por muchos rincones, como se aparecen otras épocas, con la distancia acrítica que da la ternura. Lo descubro por primera vez, paseando por las calles limpias y agradables de Sofia, en los ramilletes de flores: vuelve el tiempo de las ciudades llenas de tenderetes de flores, tan baratas que uno, al pasear, se llena siempre las manos -y las de sus amigas- de flores de colores. Luego, en el balcón de una casa me enseñan el peregil plantado en latas vacías de aceite de oliva; me monto en un Lada que ruge como un tanque; intento comprar un billete de tren y la dependiente ignora a la cola que espera, mientras charla con su compañera.
En cualquier ciudad de Bulgaria nos cruzamos con matrimonios empobrecidos, de aire muy comunista. Son señores arreglados y muy limpios que de pronto, en esta Europa nueva, parecen muy pobres. Ella lleva el pelo teñido, la cara empolvada ligeramente, los labios pintados de rojo. Él, tal vez, una camisa cubana a juego con el pantalón azul azafata.No se sientan en la terraza de un café, sino en un banco público, sobre una bolsa de plástico a modo de cojín. la bolsa la han sacado muy bien doblada del bolso de la señora. Él, si fuera caminando sólo, llevaría una cartera de falsa piel en la mano. Miran impasibles alrededor y uno no puede dejar de notar que su mundo ya no existe. Ahora la gente se viste toda a la moda, las calles son sólo escaparates consumistas, la gente se entusiasma con cosas distintas y todo cuesta mucho más caro. El país cambia tan rápido que, más allá del esfuerzo de sobrevivir con una pensión mínima, todo les produce estupor. Quedan algunas estatuas del ejército rojo, un enorme mosaico en la pared en honor de Leningrado, niños que alquilan coches eléctricos en una plaza desangelada y algunos bancos de plástico pegados al suelo. Poco más.
En Plovdiv nos cruzamos con un concierto de Boney-M en el anfiteatro romano. Sí, ya sé que suena raro, pero al natural no sabría uno si están más antiguas las gradas de piedra o la bola de espejos que colgaba sobre el escenario. El caso es que aunque no era muy caro, mucha gente no podía pagarlo y pegados a las verjas de las ruinas decenas de búlgaros escuchaban al mítico grupo discotequero. Álgunos habían comprado incluso una lata de cerveza y la tenían en la mano. Casi todos estaban ya rozando la sesentena y ninguno vestía a la moda. Y no habían pasado un rato a escuchar algó de música, sino que se instalaron pegados a los barrotes el concierto completo.En este país las clases menos favorecidas van aún vestidas como en la época comunista, pero a uno le quedaba la duda de si simplemente ibana juego setentero con la época del grupo musical. Bailaban igual que baila la gente de esa edad en sus discotecas en mi ciudad y a nadie pareció importarle que el texto de la famosa canción Rasputín "RA, RA, RASPUTIN, amante de la reina rusa, RA, RA, RASPUTIN, la mayor máquina de amor de Rusia" acabara con un irónico "Vaya con los rusos!". Ahora ya no son tan amigos.
Otros escenarios de la misma época no tuvieron tanta suerte. El estadio romano, perfectamente conservado, tuvo la mala suerte de aparecer, casi intacto, justo en mitad de la principal y peatonal calle Nevski. Así que apenas excavado, le pusieron en emdio unos pilares de cemento y lo escondieron bajo una´pequeña galería comercial. Hoy es un cibercafé de estética cementera inefablemente comunista. Los chavales practican viedojuegos ambientados en la época romana y por las ventanas ven las esculturas y las gradas que quedan entre los pilares del café.

En todo caso, las calles de Sofia están adornadas con castaños y nogales. En estos días de principios de otoño eso implica sus riesgos. El principal, que si uno se para en un bulevar a pensar sobre el comunismo, se lleve un buen castañazo.
Qué bueno, tío... Un fuerte abrazo:
ResponderEliminarJuanma
Creo que hay algo tan maravilloso como viajar, entrar en tus pensamientos cuando estás lejos del lugar donde más horas pasas.
ResponderEliminarUn beso.